Cómo robar un banco
Por Tom Mitchell
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Cuando Dylan, de quince años, incendia por accidente la casa de la chica que le gusta, tiene claro que la única forma de arreglar semejante desastre es con un gesto atrevido… como atracar un banco para pagarle una casa nueva. Fácil, ¿no?
"Una historia hilarante, llena de ritmo y de originalidad".
The Guardian
"Además de rebosar humor, tiene unos personajes equilibrados y creíbles, y una premisa insólita".
Parents in Touch
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Cómo robar un banco - Tom Mitchell
Título original:
HOW TO ROB A BANK
Editado por HarperCollins Ibérica, S.A., 2020
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
harpercollinsiberica.com
© del texto: Tom Mitchell, 2019
© de la traducción: Jofre Homedes Beutnagel, 2019
© publicado por primera vez por HarperCollins Publishers Ltd
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.
www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Adaptación de cubierta: equipo HarperCollins Ibérica
ISBN: 978-84-17222-91-8
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Primera parte
1. Especifica tus motivos: ¿Para qué?
2. En caso de fuego abierto, extrema la prudencia
3. Recuerda que la unión hace la fuerza
4. ¿Robar un banco se ajusta a tus necesidades?
5. El exceso de formación es una realidad
6. Elige un sitio que cumpla todos los requisitos
7. Todo lo que pueda salir mal saldrá mal
8. No dudes en usar la imaginación
9. «Lo intentaste. Fracasaste. Da igual. Prueba otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor». Samuel Beckett
10. Usa la tecnología en tu favor
11. Esfuérzate por evitar cualquier tipo de violencia
12. Ensúciate las manos
13. Robar un banco es como montar a caballo
14. No te fíes de nadie
Segunda parte
15. Pase lo que pase, no te desconcentres
16. Haz los deberes (reconoce el terreno)
17. Sufrimiento a corto, ganancias a largo
18. No hay nada gratis, ni siquiera el dinero robado
19. El buen ladrón es buen actor
20. Ocúpate del presente, que el futuro ya se cuida solo
21. Ten presente que todo el mundo se equivoca
22. Infringir la ley no es divertido
23. No mezcles el placer con el trabajo
24. A lo hecho, pecho
25. Nadie ha dicho que sea fácil robar un banco
26. Mejor fallar antes que durante los delitos
27. Que no te acaben encerrando
28. Nunca dejes de pedir ayuda por orgullo
29. Si te esperas el fracaso, no te llevarás ninguna decepción
30. Nunca es tan negra la noche como antes del alba (o algo por el estilo)
31. Aprovecha las oportunidades imprevistas
32. Ser flexible puede ser tan importante como planificar hasta el último detalle
33. Un viaje de mil kilómetros empieza con un solo paso
34. No te dejes cegar por el ego hasta no ver los fallos de tu plan
35. El circuito de la vida está lleno de baches
Tercera parte
36. Operación RTH (Recuperar el Trabajo de Historia)
37. Hombre prevenido vale por dos
38. No olvides la importancia de la sincronización
39. No subestimes nunca tu potencial de estupidez
40. No intentes robar tú solo un banco
41. Robar un banco es cuestión de sangre fría
42. Busca inspiración en cualquier sitio y en cualquier cosa
43. No hay nada más importante que el plan de fuga
44. No te olvides de comer
Fin
Si te ha gustado este libro…
Para Jacob, Dylan y Nicky
Primera parte
1
Especifica tus motivos: ¿Para qué?
Hazte una pregunta: ¿necesito el dinero? Atracar bancos no es un pasatiempo como chutar balones al jardín del vecino o leer. Hay quien los atraca por codicia. A esos suelen pillarlos después de que se compren cochazos o gorras de béisbol con incrustaciones de diamantes. También hay quien disfruta con el subidón de adrenalina de apuntar a bocajarro con una recortada a señoras de mediana edad. Suelen ser veinteañeros que han tenido infancias conflictivas.
¿Yo? Yo atraqué un banco por sentimiento de culpa. Más en concreto, sentimiento de culpa y una vela aromática del Nepal.
Me explico.
El verano se hacía interminable, y a mis quince años ya estaba harto de jugar al Call of Duty y al FIFA. A fuerza de que te reviente un francotirador o de que te metan cinco a cero, te acabas preguntando si tiene algún sentido. En respuesta a las quejas de mis padres, había estado buscando una media jornada, pero ni en el McDonald’s me quisieron. Papá dijo que era otra señal de la decadencia del país. Mamá, que no había que tirar la toalla.
Era un sábado por la tarde, de esas tardes de sábado aburridas de verano sin partidos de la Premier League, y con el anuncio de que cenaríamos lasaña. Papá estaba en el sofá, mamá dándole al vino, Rita hablando por teléfono, y todos mis amigos, salvo Beth, de vacaciones exóticas en playas infinitas de aguas cristalinas.
—¿Qué sabes del Watergate y Richard Nixon? —me preguntó papá.
Como la mayoría de sus preguntas, era un preámbulo para tratar de convencerme de que viésemos una película. En este caso Todos los hombres del presidente, que ya me había puesto en mis años de primaria y que me había parecido aburrida e incomprensible.
Le contesté que había quedado con una chica. Así se calló.
—Bien hecho —dijo mamá desde la mesa del comedor, con una revista gastada en una mano y una copa de vino mellada en la otra.
—Eso —dijo papá, haciéndole señas de que se callara—. Hay que vivir la vida.
Era un comentario irónico. Otro de sus hábitos: ver películas y hablar con ironía. Papá era así. Ah, sí, y roncar.
Me fui a mi habitación, cerré la puerta e ignoré el tufo de sudor, como en ondas temblorosas de calor, que desprendía el edredón. Me puse de rodillas y metí las manos debajo de la cama. Mis dedos pasaron sobre bolsas de patatas y manchas pegajosas de las que ya tendría tiempo de ocuparme. Al final, encontré el paquete que buscaba. Lo tenía escondido desde el lunes, cuando Brian, nuestro cartero alemán de dos metros diez, se plantó en nuestra puerta y anunció:
—Tienes un paquete. ¿Parra alguna fiesta?
Y sonrió con tal intensidad que mirarle la boca te habría dejado ciego.
Confieso que no estaba convencido al cien por cien de que a mi amiga Beth la impresionase una vela aromática del Nepal, pero me había metido yo mismo en un callejón sin salida cuando Harry, un tío ñoño que va a un curso menos, me preguntó qué le iba a regalar a Beth para su cumpleaños.
Beth deja que Harry la siga a todas partes, porque sus madres van al mismo club de yoga, o algo así, y él se cree que son muy amigos, pero qué va, para nada.
Yo ni siquiera sabía que Beth tuviera cumpleaños. Bueno, ya sé que lo tiene todo el mundo, pero…
—Soy adolescente —respondí—. No les compro regalos de cumpleaños a mis amigos. Ni siquiera les escribo en el muro de Facebook.
—Yo le he comprado un collar —dijo Harry—. De plata.
Beth llevaba al cuello una cosa muy bonita, con delfines pequeños, que hasta entonces no me había llamado la atención.
—Eh, que a mí los regalos no me importan, de verdad —dijo.
Me entró el pánico, lo reconozco.
—Una vela aromática del Nepal —dije—. Es lo que te he comprado.
Lo dije porque el día antes papá me había hecho comprar por internet una vela aromática del Nepal para mamá. Faltaba poco para su cumpleaños, y le había parecido buena idea comprarle de mi parte algo que oliera bien.
—¿Una vela aromática del Nepal? —dijo Beth en los columpios, durante el recreo, con esa manera única de columpiarse de las adolescentes—. Suena genial.
—Lo que suena es cutre —dijo Harry.
Ni me fijé, porque a Harry siempre le suena todo cutre.
Total, que unos días después, arrodillado ante mi cama como si rezase al dios de las cosas olorosas que les compras a las mujeres de tu vida, pensé: «Bueno, vale, papá, me arriesgo; le daré a Beth una vela aromática del Nepal».
Beth vivía en una casa hecha por el cascarrabias de su padre, que es constructor. Era como la Casa Blanca en miniatura. Beth, por su parte, era idéntica a Emma Stone. Pero clavada, ¿eh? En plan de que te paren los ancianos por la calle, igualito que a Emma Stone. Busca «Emma Stone» en Google. Pues es como era Beth, en serio.
Aunque su casa fuera como la Casa Blanca en versión bebé, hay que reconocer que en comparación con cualquier otra casa, y en particular la mía, era gigante. Tenía hasta sala de cine propia, aunque faltaba instalar la pantalla. Su madre la usaba para tender la ropa, y olía a humedad y decepción.
Lo del cine, a papá, no se lo comenté. Podría haberlo hecho entrar en una espiral depresiva, que no sé muy bien qué significa.
2
En caso de fuego abierto, extrema la prudencia
Cuarenta minutos después de sacar el paquete, estaba sentado en la cama de Beth, pidiéndole que cerrara la puerta. Si actuaba con seguridad, tal vez me olvidase de que me encontraba en el cuarto de una chica, con la confusión de sentimientos que implicaba: por un lado, ganas de salir huyendo y, por el otro, de no marcharme nunca. Aún no estaban abiertas las cortinas. Mejor. Saludé con la cabeza al póster de Andrew Garfield. Salía mirando un caballo. Tuve curiosidad por saber cómo sería dormirse mirando cómo miraba Andrew Garfield un caballo. A mí no me habría gustado.
—Si hubiera sabido que venías, habría ordenado un poco —dijo ella, apartando ropa con los pies.
Creo que vi unas bragas.
—¿Dónde está Harry? —Fue mi primera pregunta.
—Ahora viene —contestó ella—. Ya sabes: o está aquí, o… de camino.
Me saqué de los vaqueros el paquete. El sobre acolchado se había arrugado. Arriba, al lado de Andrew Garfield, estaba Leo Messi, y tuve la clara sensación de que me estaba mirando como a un tonto. Pero bueno, ya no jugaba tan bien como antes.
—Felicidades —dije.
Beth se sentó a mi lado. El colchón soltó un suspiro. Sentí el calor que irradiaba su cuerpo. Después le di el regalo.
—Qué paquete más bonito —dijo ella, examinando el sobre medio destrozado.
Lo abrió. Dentro había tiras de papel de periódico. Las sacó.
(¿Y si dentro no había nada, y al final sí que quedaba como un tonto? Otra vez).
La vela se cayó como un ternero de una vaca. Era achaparrada y redonda, como un montón de galletas digestivas. Alrededor de la cera, que parecía jabón, había un borde de metal brillante, y en el centro una mecha negra doblada.
—Gracias —dijo Beth, formando una sonrisa con sus labios de Emma Stone.
¿Era una sonrisa impresionada o de reírse de Dylan?
—Es una vela —dije, recogiéndola.
—¿Con aromas del Nepal? —contestó ella—. ¿Sabes que son las que se pone mi madre en la bañera cuando se harta de papá?
—En principio son terapéuticas —aventuré.
—¿Me estás diciendo que voy muy estresada?
—Como todos —contesté sin levantar la voz.
Esperé que no viera temblar mi corazón bajo la camiseta de imitación del Crystal Palace.
—¡Vamos a encenderla! —dijo ella, levantándose de un salto.
Fue a su escritorio y abrió el cajón. Se oyó un ruido de bolis y papeles. Al final encontró lo que buscaba: un encendedor. ¿Fumaba? No, no fumaba. Era Beth.
El encendedor, de plástico barato, dio volteretas por el aire hasta que se estampó en mi frente. Beth se rio. Yo me froté la cabeza. Luego pregunté si la encendíamos.
—¿Por qué no?
—¿Y tu madre?
—¿Mi madre? ¿Qué le pasa?
—Pues que podría pensar…, no sé, que hemos fumado…
Ahora no era Messi el único que me miraba como a un tonto. Levanté el encendedor e inspeccioné la vela. ¿Y si olía fatal? ¿Y si el aroma tenía propiedades alucinógenas, y nos volvíamos locos? Qué sé yo. Hay gente que salta por la ventana y cosas así.
Llevé la vela a la mesa de Beth y aparté una pila de cuadernos de repaso para hacerle sitio. Quise encender el mechero, pero no funcionaba. Al segundo intento brotó una llama de color naranja. La acerqué a la mecha, que se encendió, desprendiendo un aroma que era como una mezcla de perro mojado y hierbas.
Se me agitaron los hombros al toser. Menuda carraspera daban los aromas del Nepal.
En ese momento retumbó el pasillo. Eran los pasos de la madre de Beth, que se acercaba.
—¡Es mamá! —susurró Beth—. ¡Qué peste! ¡Apágala! ¡Tírala! ¡No es del Nepal!
Ahora tosíamos los dos. Beth se apoyó de espaldas en la puerta, señalando desesperadamente la papelera de debajo de la ventana, repleta de latas de Coca-Cola y patatas fritas.
Me humedecí los dedos con la lengua y pellizqué la llama. Sentí un pinchazo de dolor que hizo que se me escapara un pequeño grito.
Los ojos de Beth estaban a punto de explotar en las órbitas.
Cogí la vela, de la que aún salía humo, y la tiré a la papelera. El horror de las pisadas de la madre-monstruo, cada vez más fuertes, era tal que ni siquiera me fijé en mi increíble puntería. Justo en el blanco. El siguiente lanzamiento fue el del encendedor, que después de rebotar en el borde de la papelera se perdió de vista por el fondo. Para entonces, la madre de Beth ya llamaba a la puerta. Abrí la ventana de un tirón y empecé a abanicar el aire con las manos, mientras miraba por todas partes en busca de un desodorante que disimulase el mal olor.
—¡Un momento —gritó Beth—, que no estoy visible!
¡Ajá! ¡Debajo de la mesa! ¡Un aerosol de color rosa!
—¿Cómo que no estás visible? ¿Pero no está contigo Dylan, criatura? —preguntó su madre.
Justo cuando daba Beth un paso, se abrió la puerta y chocó con su cogote.
—¡Ay!
Lancé una ráfaga muy pobre de aerosol, mientras Beth se frotaba la cabeza. En cuanto a la madre de Beth, la imagen de conjunto de la habitación a oscuras no le causó buena impresión.
Mis mejillas estaban muy rojas.
—¿Qué pasa? —preguntó la madre, mirando el extraño montón de tiras de papel de periódico—. ¿Y por qué huele a yoga?
—Hola, señora Fraser —saludé yo—. ¿Qué tal?
Me tembló la voz. La madre de Beth se parecía a Emma Stone a los cuarenta y cinco años. Emma Stone a los cuarenta y cinco años con mirada suspicaz.
—Hola, Dylan Thomas —dijo—. ¿Qué, aún no has escrito ningún verso como tu tocayo?
—Todavía no —respondí.
Ella asintió con la cabeza.
—¿Por qué tienes en la mano el desodorante de Beth?
No supe qué contestar. Miré a Beth, que me miró a mí.
—Mamááá —dijo al cabo de un rato.
—Es que… estaba sudado —probé a decir.
Los ojos de su madre se estrecharon aún más, reducidos a un resquicio de iris, hasta que…
—¡Menudo par! No me enfado, ¿eh? Lo entiendo. —Sonrió, burlona—. Yo también he sido joven…, aunque os parezca imposible.
Me ardían las mejillas de vergüenza. Beth murmuró algo ininteligible. Me fijé sin querer en que arrugaba la nariz de asco.
—Abajo hay Pringles —dijo la señora Fraser.
Se apartó para dejarnos salir, con la mano en el pomo de la puerta. Beth y yo pasamos sin mirar la papelera.
Fue sentados en el comedor, comiendo Pringles, bebiendo Coca-Cola y oyendo explicar a la señora Fraser lo importante que era sacar buena nota en los exámenes finales de la secundaria, cuando reparamos por primera vez en