Hotelísimos: Marqués de Riscal, nada importa más que la memoria

Tengo clarísimo que pasarán los años y Marqués de Riscal seguirá iluminando Elciego; ya no imaginamos el paisaje riojano sin este milagro.
Marqus de Riscal a Luxury Collection Hotel
Quim Roser

Recuerdo que por aquel entonces andaba siempre por La Rioja, la tierra con nombre de vino. Dos, tres, cuatro veces al año. Casi siempre a Fuenmayor (la chuleta del Alameda, por Dios Santo) a veces a Haro, Laguardia o San Vicente de la Sonsierra, fuimos muy felices en Casa Toni. Casi siempre parada y fonda en el hotel Villa de Ábalos.

En Logroño parábamos siempre, es una ciudad que no se parece a ninguna. Es que es imposible no ser feliz en la Laurel. Descubrí entonces la poesía de Armando Buscarini (“Es verdad que yo sufro, pero oídme: ¿qué me importa sufrir si soy poeta?”) nacido en Ezcaray, yo tendría entonces veintipocos años, comienzos de los dos mil. Un año hasta fuimos a comer al Portal. Allí, un chaval de mi edad (decían) cocinaba como los ángeles. Se llamaba (se llama) Francis Paniego. Su madre siempre me hizo sentir en casa.

El amor a aquel terruño se forjó en torno a cosas sencillas: el tiempo pasa lento, los vecinos se saludan por su nombre y las viñas crecen, mudan y se retuercen al son de las lunas y las estaciones. Me gustaba hablar con los mayetos, pasar tiempo con ellos, tratar de aprender algo que intuía pero que nunca supe hacer mío —no hay nada más difícil que la sencillez. Deja de mirar al cielo, Terrés, porque la verdad nace siempre de la tierra.

Recuerdo con especial cariño las horas a través de carreteras secundarias, casi nadie nunca en el retrovisor, cedés en la guantera, los mapas doblados sobre el salpicadero. De tanto en tanto tenía que parar el coche (un síndrome de Stendhal de libro) cuando sucedía el milagro del envero y la senda parecía un océano cubierto de viñedos ocres, tostados y granas.

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Boceto de Marqués de Riscal.Frank Gehry

Un año, sobre el horizonte, comenzó a crecer un planeta nuevo vestido de acero, titanio, madera y hormigón. Rosa, oro y plata. Más de mil metros cuadrados de ventanales (“Una criatura maravillosa, con el pelo volando en todas direcciones, que se lanza sobre los viñedos”, escribió Gehry), arquitectura escultórica, curvas imposibles que reflejaban la luz de cada atardecer a la vera de los cerros de la Sierra de Cantabria. Eran los cimientos de la obra de lo que más tarde sería el hotel Marqués de Riscal. Aquello era una catedral escrita como una carta de amor al vino, la tierra y la belleza.

Frank Gehry dijo sí cuando abrieron una botella de Riscal del año de su nacimiento, 1929, en el cementerio de la bodega. Creo que fue la primera vez que un hotel me hizo sentir no desear estar en ningún otro sitio. A lo mejor allí, hace ya casi veinte años, nació el germen de estos Hotelísimos. Hoteles donde habitar el asombro.

Habitar ese sueño (y pasear sus estancias, sus viñedos, sus caminos) tiene algo de místico porque es imposible no sentirte muy pequeño ante una obra como esta, pegada a la historia. Tengo clarísimo que pasarán los años y Marqués de Riscal seguirá iluminando Elciego; ya no imaginamos el paisaje de La Rioja sin este milagro, como es imposible imaginar París sin el Louvre o Sevilla sin la Giralda.

Y los años fueron pasando. Y este hotel me ha ido acompañando en el camino. Allí he pasado algún fin de año, allí he sido feliz (y también lo otro) allí me reencontré con aquel chaval de Ezcaray, Francis, que desde el comienzo dirige las cocinas de sus tres restaurantes. Desayunar en Riscal, rodeado del paisaje de la Sonsierra Alavesa, es uno de esos momentos que merecen la pena ser vividos.

Allí he escrito, he leído, he amado y he sentido nítidamente que nada importa más que la memoria. Que los viajes que recordaremos son los que nos recuerdan quiénes somos, qué nos mueve, qué nos atraviesa. Uno de mis mejores amigos, Javier Cañada, dice siempre que el lujo es “tiempo, silencio y horizonte”. Y memoria, Javier. Y memoria.

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