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viernes, agosto 30, 2024

«Du Maurier», de Carlos Cardani Parra

Dos fragmentos



 
Día 4 (b)


Un hotel es una historia fragmentada. Los personajes entran sin previo aviso o se van sin dejar señal de ruta, Entonces no es necesario hacer una trama. Hilvanar cada diálogo o escena con la siguiente es inútil. Apenas podría numerar los que han entrado aquí en el libro de registro de pasajeros. Un reparto donde no se sabe cuál es el personaje principal. Y es que así deben funcionar las cosas. Una puerta cerrada no es sólo un espacio de privacidad. Es un corte entre una historia y otra. Una censura, una hoja arrancada, la parte del cuento que no se nos quiere contar. Pero al final todos estos trozos de historias se funden bajo la palabra hotel. Este hotel es un crisol.





Día 71


Ayer me visitó una amiga que es antigua vecina del barrio. Ella me contaba de las cientos de veces había pasado por aquí, sin saber que este es el hotel donde yo trabajo. Me dijo que el viejo ferretero que siempre está fumando es español y tiene un humor detestable, que cuando su pareja quiso buscarle conversa él no le dio ni la hora. Que los colombianos de la esquina antes tenían un almacén pequeño y que les ha ido tan bien en el negocio, que ya tienen otro a dos cuadras. Que donde ahora hay un salón de belleza antes había un café donde nunca había más de cuatro pelagatos. Yo le hablé de las cosas del barrio que ella no sabía, como la oficina de cobranzas atendida por ciegos o de los galgos que viven en el edificio de al frente. Ella me contó de vuelta que en ese departamento que está en calle Tucapel, siempre ha vivido su pareja. Lo ha hecho por tanto tiempo como para haber visto pasar los Hawker Hunter en el ir y venir sobre La Moneda. Entonces ellos dos si pueden decir que este es un buen barrio, que ha tenido cambios de uno u otro negocio, un lugar de paso que no cambia por quienes lo transitan.




Publicado por Editorial Cuneta, 2016




















jueves, mayo 23, 2024

“Patria en tinieblas. Machu Picchu”, de Pablo Neruda



El ministerio se apresuró a aceptar el fin voluntario de mi carrera [de cónsul]. Mi suicidio diplomático me proporcionó la más grande alegría: la de poder regresar a Chile.

 

Pienso que el hombre debe vivir en su patria y creo que el desarraigo de los seres humanos es una frustración que, de alguna manera u otra, entorpece la claridad del alma. Yo no puedo vivir sino en mi propia tierra; no puedo vivir sin poner los pies, las manos y el oído en ella, sin sentir la circulación de sus aguas y de sus sombras, sin sentir cómo mis raíces buscan en su légamo las substancias maternas.

 

Pero antes de llegar a Chile hice otro descubrimiento que agregaría un nuevo estrato al desarrollo de mi poesía.

 

Me detuve en el Perú y subí hasta las ruinas de Machu Picchu. Ascendimos a caballo. Por entonces no había carretera. Desde lo alto vi las antiguas construcciones de piedra rodeadas por las altísimas cumbres de los Andes verdes. Desde la ciudadela carcomida y roída por el paso de los siglos se despeñaban torrentes. Masas de neblina blanca se levantaban desde el río Willkamayu [Urubamba]. Me sentí infinitamente pequeño en el centro de aquel ombligo de piedra; ombligo de un mundo deshabitado, orgulloso y eminente, al que, de algún modo, yo pertenecía. Sentí que mis propias manos habían trabajado allí en alguna etapa lejana, cavando surcos, alisando peñascos.

 

Me sentí chileno, peruano, americano. Había encontrado en aquellas alturas difíciles, entre aquellas ruinas gloriosas y dispersas, una profesión de fe para la continuación de mi canto.

 

Allí nació mí poema “Alturas de Machu Picchu”.

 

 

 

en Confieso que he vivido, 1974
















miércoles, marzo 20, 2024

“Linternas en el túnel”, de Lina Meruane





Pensamos que era posible ocultarnos, que en el estrecho canal con sus estrechas columnas con sus aguas estrechas y nuestros pies enormes buceando entre ellas, pasar inadvertidos. Y fue posible hasta que la noche estreno orificios en su telón: astros nada fugaces, en absoluto efímeros como nuestros recuerdos: miradas azules en la noche estrellandose junto al arrastre de nuestras pezuñas, sobre los lomos de nuestros cuerpos mamíferos, infiltradas en nuestras escamas, en las gargantas anfibias y aullantes. Los ojos de la noche congelaban nuestro secreto, las nubes arremolinándose como nuestra confusión. El nervio óptico de la noche. No podemos oír qué dicen, dijo uno de nosotros. Y escuchamos el goteo de luces sobre el agua apozada. Quisiéramos entender, dijo, pero estábamos encerrados en la frontera de nuestro siseo. Voces roncas, las nuestras. Oídos que criban todo menos el silencio. Hundimos nuestras patas hacia adelante; nos sumergimos hasta que los párpados de las linternas se fueron cerrando y volvimos a encontrarnos en la oscuridad.

 

 

 

en Cien microcuentos chilenos, 2002

Edición de Juan Armando Epple





















lunes, diciembre 25, 2023

“El amor ideal”, de Poli Délano





Después de largos años de paciente y afanosa búsqueda, J. dio por fin con esa novia, esa mujer única a la que un hombre jamás debe dejar pasar.

 

Ella tenía los colmillos largos y agudos; él tenía la carne blanca y suave: estaban hechos el uno para el otro.

 

 

 

en Cuentos, 1996





















sábado, octubre 07, 2023

¡¡¡Hoy, mañana y el lunes en la Primavera del Libro / Descontexto a la entrada (stand 31)!!!






Desde el viernes en la @PrimaveraDelLibro, ahora en el Parque Inés de Suárez, Providencia.

 A ver si nos vemos y nos ayudan a que la feria sea tan linda 
como otrora en el Parque Bustamante.

A correr la voz y hacerse el tiempo para disfrutar de tanta editorial 
y libros con los que se van a encontrar. 



Descontexto Editores











jueves, agosto 10, 2023

“El vagabundo”, de Roberto Bolaño





Recuerdo una noche en la estación ferroviaria de Mérida. Mi amiga dormía dentro del saco y yo velaba con un cuchillo en el bolsillo de la chaqueta, sin ganas de leer. Bueno... Aparecieron frases, quiero decir, en ningún momento cerré los ojos ni me puse a pensar, sino que las frases literalmente aparecieron, como anuncios luminosos en medio de la sala de espera vacía. En el otro lado, en el suelo, dormía un vagabundo, y junto a mí dormía mi amiga y yo era el único despierto en toda la silenciosa y asquerosa estación de Mérida. Mi amiga respiraba tranquila bajo el saco de dormir rojo y eso me tranquilizaba. El vagabundo a veces roncaba, a veces hablaba en sueños, hacía días que no se afeitaba y usaba su chaqueta de almohada. Con la mano izquierda se cubría el pecho. Las frases aparecieron como noticias en un marcador electrónico. Letras blancas, no muy brillantes, en medio de la sala de espera. Los zapatos del vagabundo estaban puestos a la altura de su cabeza. Uno de los calcetines tenía la punta completamente agujereada. A veces mi amiga se movía. La puerta que daba a la calle era amarilla y la pintura presentaba en algunos lugares un aspecto desolador. Quiero decir muy tenue y al mismo tiempo completamente desolador. Pensé que el vagabundo podía ser un tipo violento. Frases. Cogí el cuchillo sin llegar a sacarlo del bolsillo y esperé la siguiente frase. A lo lejos escuché el silbato de un tren y el sonido del reloj de la estación. Estoy salvado, pensé, íbamos camino a Portugal y eso sucedió hace tiempo. Mi amiga respiró. El vagabundo me ofreció un poco de coñac de una botella que sacó de su hatillo. Hablamos unos minutos y luego nos callamos hasta que llegó el amanecer.

 

 

 

en Amberes, 2002





















viernes, mayo 19, 2023

«Poeta chileno», de Alejandro Zambra

Fragmento




Vicente leyó un par de poemas más de Jorge Teillier, que a Carla también le gustaron, aunque estaba distraída pensando que la poesía era como una enfermedad que su hijo también había contraído, una enfermedad asociada al cuartito, una enfermedad que desde luego prefería a la enfermedad previa de la tristeza, pero que de todos modos le preocupaba.

Vicente quería seguir leyéndole poemas a su madre la tarde entera. Eligió varios de Gonzalo Millán, entre ellos justamente uno de los que su ex padrastro había plagiado, pero Carla quiso partir de inmediato a la pizzería.

Caminaron diez cuadras, ella fumaba enérgicamente, él contaba las ciruelas reventadas en el suelo.

—¿Y hablas de poesía con Gonzalo?
—Me encantaría, pero Gonzalo Millán murió hace como cuatro años, de cáncer de pulmón —respondió Vicente, como si no hubiera entendido la pregunta.
—Me refiero al otro Gonzalo.
—¿Gonzalo Rojas?
—Sí.
—No lo he leído todavía, pero me van a prestar una antología suya que se llama Del relámpago.
—Ay, tú sabes lo que te estoy preguntando.
—No, mamá.
—El Gonzalo Rojas que vivía con nosotros.
—¿Y por qué tendría que hablar con él de poesía? Casi nunca contesto los mails de ese hombre.
—¿Y por qué no los contestas? ¿Por qué lo llamas «ese hombre»?
—¿Y cómo tendría que llamarlo? ¿Papito?
—¿Y por qué no contestas sus mensajes? ¿No te gustan? ¿Qué te dice?
—No me dice nada. Me habla de Nueva York, me cuenta historias medio divertidas. Me dice que le cuente cómo estoy, pero me da lata contestarle.

Vino un silencio tenso pero gobernado también por cierta contradictoria dulzura. Vicente se agachó para atarse las zapatillas. Carla miró el pelo largo, negro y enmarañado de su hijo y pensó que si él muriera ella ni siquiera esperaría el funeral, se mataría de inmediato. Se imaginó contemplando las aguas revueltas y sucias del río Mapocho, desde un puente, un segundo antes de saltar.

—¿Extrañas a Gonzalo? —preguntó Carla.
—¡Pero por qué tendría que extrañarlo! En ese caso tú tendrías que extrañarlo, era tu pololo, no el mío. —Se notaba en sus frases el deseo fallido de que todo sonara razonable—. Y si lo extrañara le contestaría los mensajes. No solo a tu ex le gustaba o le gusta la poesía. Miles de personas en el mundo leen poesía. Millones. Millones de millones.
—¿Tanta gente?
—Sí —dijo Vicente—. Que a ti no te guste la poesía no significa que a nadie más le guste.
—Me gusta la poesía, me encanta, me encanta Blanca Varela, por ejemplo —dijo Carla, por decir un nombre, y no mentía, quizás solamente exageraba, porque alguna vez Gonzalo le había leído unos poemas de Blanca Varela que le gustaron.
—Pero no tienes libros de ella.
—Ahora estoy leyendo La elegancia del erizo, pero cuando la termine me voy a comprar un libro de Blanca Varela y lo voy a leer y después te lo regalo.
—¿Y tú extrañas a Gonzalo? —le preguntó Vicente, mientras esperaban mesa en la pizzería, el lugar estaba repleto.
—Yo creo que tú y yo estamos bien —dijo Carla, como respondiendo a una pregunta siguiente—. Los dos solos, en la casa. Me gusta que tengas tus libros en el cuartito.

Después, por la noche, mientras intentaba terminar La elegancia del erizo, Carla se distrajo pensando que Gonzalo era como una herida en el pie; una herida molesta que sin embargo no le impedía en lo absoluto caminar, que no le impedía ni siquiera correr. Pensó intensamente en esa perdida vida de familia, en las primeras semanas, cuando Gonzalo apareció o reapareció y con él la idea del amor como compañía, como la más seria de las distracciones. La palabra familia se revelaba en el agua con promisoria lentitud: una fotografía colgada al sol como una sábana que nunca llegaba a secarse del todo y que de pronto, sin embargo, de la noche a la mañana, amaneció borrada, velada.

Abandonó la lectura, ya solamente tenía ganas de dormir y levantarse al otro día temprano, quizás muy temprano, con la promesa de un día entero por delante, así que dobló la dosis de somníferos. Por su parte, en el cuartito, Vicente acababa de encontrar, en internet, algunos poemas de Enrique Lihn, y estaba muerto de sueño pero quería seguir leyéndolos y releyéndolos, así que preparó un litro de café y se quedó pegado a la pantalla del computador. Cuando, a las 3:34 am, empezó uno de los terremotos más feroces de la historia de Chile, Vicente corrió a la pieza de Carla y la tomó en brazos —estaba tan profundamente dormida que tardó unos minutos en asimilar lo que acababa de suceder.

La casa resistió, había solo daños menores, pero les daba miedo que el segundo piso se desplomara con las réplicas, y aunque era un miedo irracional, en esas circunstancias no era fácil establecer los límites de lo racional. Decidieron acomodarse en el cuartito, unos cuantos libros se habían caído al suelo y los estantes se habían soltado un poco. Quitaron los estantes, amontonaron los libros en un rincón, y durante cuatro noches madre e hijo durmieron juntos en el cuartito, al que llamaron provisoriamente el búnker.

Meses después, ya en plena primavera, Vicente emprendió el reacondicionamiento del cuartito: lo pintó de un celeste casi blanco, cepilló y barnizó las maderas, y cuando todo estuvo listo decidió que en esa biblioteca en adelante solo habría libros buenos —se deshizo de las revistas y de todo el relleno y procuró conseguir más libros de poesía, chilena o de cualquier parte. Pasaba también mucho tiempo en Facebook chateando con otros chicos de su edad que leían poesía. Fue por entonces cuando empezó a ir a recitales y conoció a Pato y a otros amigos que le prestaban libros y lo instaban a mostrarles sus poemas. Vicente ni siquiera había pensado en escribir poemas, pero una noche, en ese mismo cuartito, lo intentó. Ahora leía a Alejandra Pizarnik, a Blanca Varela (Carla había cumplido su promesa), a Enrique Lihn, a Carlos Cociña, a Fernando Pessoa y sobre todo a Rodrigo Lira, pero en el primer poema que escribió imitó más bien a Gonzalo Millán, que finalmente era su poeta más querido. La hablante del poema era una licuadora que contemplaba atónita cómo la iban llenando de todas las frutas imaginables y hasta de verduras —«Qué voy a hacer», se preguntaba la licuadora, con automática desolación, pero no era un poema cómico sino más bien sentimental y nunca se decía que el hablante fuera una licuadora, eso nada más lo sabía Vicente. Lo leyó ante Pato y sus amigos y a nadie pareció disgustarle —eso lo tranquilizó.

Cuando Vicente cumplió dieciocho años el cuartito ya era, con propiedad, de nuevo, la habitación de un poeta. Los estantes no estaban llenos, en realidad la biblioteca apenas llegaba a un tercio de su capacidad, pero todos los libros —en un noventa por ciento de poesía— los había leído al menos una vez y la mayoría como cinco veces. Igual, para que la pieza no se viera tan pelada, Vicente había dispuesto una serie de retratos —de Allen Ginsberg, de Anita Tijoux, de Pedro Lemebel, de Mauricio Redolés— y una especie de altar que compartían, como si pertenecieran a la misma familia, fotografías de César Vallejo y de Camila Vallejo.

Esa es la habitación que, durante los últimos minutos del año 2013, mientras esperaban, en medio de la multitud, los fuegos artificiales de la torre Entel, Vicente le ofreció a Pru. Se la ofreció gratis pero ella se negó de plano y acordaron una cifra modestísima, casi ridícula, simbólica. Le dijo que era una habitación independiente (verdadero), desocupada (parcialmente verdadero), que solían arrendar (falso) a extranjeros (falso).

—Pero tú sabes que no va a pasar nada entre nosotros —le advirtió Pru, entusiasmada y cauta.
—Cómo se te ocurre —respondió Vicente, como si efectivamente Pru hubiera dicho un disparate.
—Perdón, solo quiero estar seguro.
—Se dice segura. —A Vicente no le gustaba corregirle el español, pero ella se lo había pedido.
—Segura.

Tres días más tarde, la mañana en que Pru llegó a instalarse en el cuartito, Carla comprendió que en su persuasiva argumentación Vicente había omitido algunos detalles esenciales: le había hablado, estratégicamente, de «una mujer de tu edad, más o menos», lo que no era necesariamente mentira, porque desde muchos puntos de vista una mujer de treinta y un años comparada con una de treinta y ocho son aproximadamente de la misma edad, y hasta era biológicamente posible que Pru tuviera un hijo de la edad de Vicente, aunque habría tenido que parirlo en plena pubertad. A Carla le había parecido razonable alojar por un tiempo moderado —Vicente había hablado de «más o menos un par de semanas»— a una gringa dedicada a investigar la poesía chilena, aunque su hijo le había dado a entender o Carla había entendido que se trataba de una adusta doctora o posdoctora de anteojos enternecedoramente gruesos, de esas que necesitan bibliografía hasta para salir a caminar, y no de una risueña periodista en shorts y polera, de la que Vicente —Carla no tenía dudas— estaba medio enamorado.

Una rubia de piernas largas, flaca, los pechos tirando a abundantes, la cara ovalada, los ojos verdes y grandes, los labios gruesos que dejaban ver unos dientes perfectos: Carla miró a Pru de arriba abajo y pensó que era decepcionante o triste que su hijo adhiriera a una idea de belleza tan típica, tan rutinaria —culpó a las estrategias de los medios masivos de comunicación y a los odiosos concursos de belleza y a la atosigante publicidad y luego se culpó ella misma o tal vez se disculpó, porque a decir verdad a ella también la gringa le parecía preciosa.




2020












martes, mayo 09, 2023

"Al otro lado de la puerta", de Ramón Díaz Eterovic





La pesadilla, piensa y se toca el vientre con una mano, mientras con la otra sostiene firme el volante del automóvil. La luz roja lo detiene por unos segundos y siente que esa mano le alivia el deseo de vomitar. ¡Carajo de día!, exclama, y temiendo ser escuchado mira hacia el auto que está detenido junto al suyo. Se encuentra con una mirada de mujer que no le dice nada y vuelve a mirar el semáforo en el momento que la luz se hace verde y puede acelerar su vehículo que raudo se adelanta a un bus y gana el espacio necesario para llegar a la Plaza Italia, y de ahí, Providencia, Tobalaba y su casa. La casa donde lo espera su esposa que, más por rutina que interés, le preguntará por su trabajo. Deberá mentir como siempre, decirle que todo está bien, sin nada que valga la pena contar. Sabe que se engaña, piensa hacer el amor con ella, reconociendo que el deseo existe, pero también está presente lo otro, eso extraño que se resiste a definir y le impide tocarla. Algo que en un comienzo relacionó con las mujeres que él y sus hombres frecuentaban para crear espíritu de equipo, según le habían enseñado los instructores panameños, pero que después se dio cuenta era por otra cosa. Sentía las manos sucias, y sólo pensarlo lo alejaba de ella por las noches, y en ese momento, lo devolvía bruscamente a ese día en que todo resultara tan mal. Y a pesar de que el jefe le dijera que no se preocupara pues no era la primera vez que se fracasaba con la información, sabía que estaba fallando, y eso le molestaba tanto o más que la pesadilla. Por lo demás, se dijo a modo de disculpa, nunca me ha gustado trabajar con esos tipos de los sindicatos. Lo complican todo, se resisten, cuesta convencerlos, y uno se da cuenta que para ellos perder un poco más no tienen ninguna importancia. En cambio, Benavides, su ayudante, se entendía bien con esa gente. Apestaba igual. Por eso sabía cómo tratarlos; cada vez que se presentaban era el primero en recibirlos, y desde ese instante superaba a todos los del grupo, ya que nadie lo hacía mejor que él. Sí, le molestaban los tipos de los sindicatos, y más aún Benavides. Le quitaba limpieza al trabajo, porque no era de su clase ni un profesional como él y sus otros compañeros. Benavides venía de abajo, de ninguna parte, un don nadie capaz de lamer cualquier culo con tal de trepar. Y sin embargo lo necesitaba para el trabajo que había aceptado como uno más de los tantos que se le encomendaban. Un simple cambio de labores que con el paso del tiempo hizo aparecer en sus manos eso pegajoso que no se borraba. Y lo peor de todo, esas pesadillas que no lo dejaban dormir, obligándolo a levantarse cada mañana con la cabeza apesadumbrada, llena de sopor y de imágenes que sólo se borraban con el transcurso de las horas. El tránsito se hizo fluido y pudo manejar con comodidad, mirando a ratos por la ventanilla del auto las luces de los negocios. Deseó tomar un trago, pero desechó la idea. El trago significaba la continuación de la pesadilla. Él necesitaba cerrar la puerta que lo comunicaba con su trabajo, y para eso lo mejor era llegar pronto a la casa, conversar con el invitado que le anunciara su hija la noche anterior, comer algo liviano y tratar de dormir. Pero el fracaso desdibujaba sus planes. A pesar de que el jefe no usara un tono de reproche, el que lo asignaran a un problema de estudiantes universitarios le parecía un castigo por su debilidad. Mañana hablamos de los detalles, le había dicho, y él a su vez lo repitió a Benavides y a los demás hombres. Nadie preguntó nada. Ni tenían por qué hacerlo, se respondió. Cumplían órdenes convencidos de ser parte de un gran trabajo. Recibían un caso, lo estudiaban y luego se distribuían las tareas. El resto era esperar el instante preciso, y mientras este llegaba conversar de fútbol y mujeres. Eso era lo que hacían. Hablar de cualquier cosa que no fuera trabajo. Este se realizaba oportunamente y después se trataba de olvidar. Sin embargo, aunque por distintas razones, ni él ni Benavides olvidaban. Mientras él sentía que sus manos sudaban cada vez más, Benavides se refocilaba recordando uno y otro caso. Recordaba detalles, descripciones, fechas, cada palabra que decían los entrevistados. Repetía todo con enfermiza precisión, y cuando él, asqueado de escucharlo, le ordenaba callar, Benavides dejaba en el aire su sonrisa sarcástica que sin palabras le decía que estaba al tanto de todo, y en ese todo incluía sus pesadillas. Las pesadillas, pensó, y se dijo que desde esa mañana ya no eran muchas, sino una sola, concreta y precisa. Empezaba con una imagen, un rostro de muchacho le hablaba amigablemente, parecía reconocerlo, mientras Benavides o su sombra se preparaba en un rincón de la sala. Todo se iniciaba ese día a media mañana, cuando después de reportarse con su jefe salió a beber con sus hombres. Luego había vuelto al despacho para dormir una siesta. Ahí la imagen se hacía nítida. Alguien dentro de la pesadilla despojaba al muchacho de la venda que le cubría el rostro, y en ese mismo momento se encendía una luz que lo cegaba y hacía parpadear, luego de lo cual el muchacho lograba mirar, y al verlo a él le sonreía. Le sonreía como quien reconoce a alguien muy querido, y además lo llamaba por su nombre. También estaba dentro del foco y Benavides observaba, señalándole que por primera vez lograba quedar a cargo del trabajo, y él no tenía otra alternativa que alejarse de la luz y permitir que la pesadilla dejara de ser una imagen clara y se convirtiera en figuras girando sin sentido. Los gritos rebotaban en su cabeza y en medio de ellos, una voz débil diciendo: no me conoce, soy Andrés. Sintió que lo remecían de los hombros. Abrió los ojos y reconoció a Peña, su secretario. Le dijo que lo disculpara por despertarlo, pero había oído sus gritos, y pensando que se encontraba mal, concurría a auxiliarle. Sólo un poco, le respondió, y enseguida le encargó una taza de café. Al rato Peña volvió con la bebida y con unos documentos para que él los firmara. El informe sobre las actividades del mes, le dijo, tendiéndole una carpeta en la que buscó las hojas con su nombre. Firmó con desgano y devolvió la carpeta al subalterno. Este quedó mirándolo y comprendió que su rostro acusaba la ebriedad. No ocurre nada, se nos pasó la mano con los tragos, le comentó. Peña rió comprensivo e hizo amago de retirarse, pero él le preguntó algo sin importancia. Deseaba retenerlo unos minutos más. Escuchar alguna voz, mientras las imágenes se diluían, y, sobre todo, no estar solo. Luego de doblar en una esquina consultó su reloj. Estaba bien con la hora, pensó, recordando que había prometido a su hija estar en la casa para la cena, donde ella le presentaría a su nuevo pololo. El tercero desde que ingresara a la universidad, y que esperaba no fuera tan extraño como los anteriores. Uno no hablaba nada, y otro sólo lo hacía de fútbol. Se rió. Pensar en su hija lo alejaba de la oficina y de la pesadilla que recomenzara apenas Peña lo dejó solo con ese sueño que lo fue venciendo hasta reconocer las figuras de la primera vez, y la voz de Benavides diciendo que seguían con mala suerte. El muchacho estaba dando más problemas de los previstos, y era necesario insistir, y tal vez llegar a otras cosas, porque inexplicablemente lo había reconocido y repetía insistentemente su nombre. Mi nombre, le preguntaba a alguien que ya no era Benavides, sino una sombra que le respondía a gritos. Gritos que antes escuchaba sin prestar atención, pero esta vez lo obligaban a atravesar una puerta e impartir órdenes que no deseaba. Todo era demasiado claro, pensó mientras estacionaba el auto y bajaba a abrir el portón del garaje. Estaba en su casa y eso lo reconfortaba. La pesadilla no atravesaría el portón. Las imágenes, el rostro del muchacho desconocido no lograrían seguirlo, porque ahí empezaba su otra vida, donde podía reír despreocupadamente sin impartir instrucciones, sin escuchar gritos ni sentirse vigilado por las miradas de Benavides. La pesadilla se irá, se dijo mientras cruzaba la puerta y llegaba al calor de la casa. No tenía de qué preocuparse. Ya antes había sido igual y el rostro del joven se cambiaría por otro y ese otro a su vez también se iría borrando con cada nuevo trabajo. Cerró la puerta y escuchó a su hija que lo llamaba desde el living. Se veía feliz cuando llegó a su lado. Luego de saludarlo con un beso le dijo que lo aguardaba su pololo. Te encantara, agregó, y él contestó con una sonrisa que, pensó, era la primera del día. Caminaron hasta la sala, y al entrar en ella vio al joven nervioso poniéndose de pie y alargando una de sus manos para saludarlo. Este es Andrés, dijo su hija, y él quedó con su diestra a medio camino. Reconoció el rostro pálido y se sintió cansando. Deseó que alguien viniera a despertarlo, pero se dio cuenta que no dormía.

 

 

 

en Ese viejo cuento de amar, 1990





















martes, mayo 02, 2023

«Scout», de Mike Wilson

Inicio




Juana tiene 43 y está obsesionada con el chico de al lado. Scout tiene 14.

Él se puso Scout. Muy a su pesar, nadie le dice así.

Quiere ser scout pero sus padres se lo prohibieron. Papá dice que es una organización nazi. Mamá dice que está llena de fanáticos religiosos. Hermana torta dice que son una manga de homofóbicos. Pero él quiere. Quiere porque los vio una vez en la tele. Una serie yanqui, blanco y negro, niños exploradores trepando árboles y navegando en canoas y todos tenían cortaplumas y armaban carpas y usaban pantalones cortos, calcetines que les llegaban a las rodillas y aquel pañuelo scout que codiciaba tanto. A veces se amarra los pañuelos de su mamá en el cuello. Hermana torta se burla. Le dice que parece un niño-niña.

Hay una patrulla scout que se junta los domingos en el parque del barrio. Son scouts avanzados. Tienen unos 17 o 18 años. Sus uniformes condecorados con parches. Papá dice que son un montón de adultos vestidos de pendejos. Mamá sospecha que es una incubadora de pedófilos. Hermana torta les grita obscenidades cuando pasa en su bici. Él los espía desde la esquina. Una vez, después de la reunión dominical de la patrulla, Scout se amarró un pañuelo y fue a pararse al parque, al sitio donde se juntaban. Oscurecía. Vio huellas, una pila de ramas y hojas, piedras dispuestas en círculos. Cerca de un árbol encontró un libro. Se le había quedado a uno de los scouts. Era el manual oficial de los Boy Scouts of America traducido al castellano. Lo escondió bajo su camiseta y regresó a casa. No durmió esa noche.

Juana no sabe nada de los scouts. Escribe poemas y tiene un gato amarillo. En la pieza de atrás aloja a su primo lisiado. Él trabaja en una farmacia y borda en su tiempo libre. Pajaritos y ciervos, a veces flores. Le gusta bordar margaritas. A Juana le bordó unos cojines con gorriones que ella exhibe en el sofá del living. A veces ella les pasa una escobilla especial para limpiarle los pelos del gato amarillo. Primo lisiado gana poco así que no le cobra arriendo. A modo de pago le trae aspirinas y colonias de la farmacia. Juana supone que las roba, pero no le importa.

Enfrente de las casas de Scout y Juana vive el Nene luminoso. Es un niño de 8 años. Entiende cosas, demasiadas para su edad. Y es sabio. Pocos saben esto. Juana lo sospecha, Hermana torta habla con él con frecuencia, él la aconseja y ella prospera, Scout apenas nota que existe. Es más chico que él y no practica el escultismo.

Scout se encierra en el baño y lee el manual a escondidas. Mamá no lo estorba porque piensa que se masturba. Le dice a Papá que hay que respetar su privacidad, que le hace bien descubrir su cuerpo y satisfacer las necesidades propias de la pubertad. Papá no se opone. En la introducción del manual sale una breve biografía del fundador del movimiento, Lord Robert Stephenson Smith Baden-Powell. Repite el nombre varias veces, susurrándolo al espejo hasta memorizarlo. Hermana torta pasa por afuera del baño y escucha los susurros pero piensa que Scout gime en éxtasis y le grita a través de la puerta un ¡dale campeón! congratulatorio.

En las tardes Nene luminoso se sienta en el cordón de la acera. Los otros niños de la cuadra juegan a esa hora pateando la pelota, saltando cuerda, corriendo porque sí no más, pero él no se interesa. Comprende el propósito de las cosas. Hermana torta se acerca pedaleando. Se desmonta de la bici y la suelta mientras esta sigue en movimiento y camina hacia él como si nada. La bici avanza un par de metros más y cae sobre el pavimento. Hermana torta se sienta al lado de Nene luminoso. Nene le dice hey, ella responde hey.

La ventana de Juana da hacia la casa de Scout. Desde ahí ve su dormitorio. Lo observa en las noches. Antes de dormir Scout se dedica a leer y releer una revista Boy’s Life que se robó de la biblioteca del colegio. No sabe inglés pero hay muchas ilustraciones y él adivina el contenido de los artículos. Juana lo espía y siente cosas. A veces siente deseo, otras veces una sensación que podría ser maternal, pero no lo tiene claro. Lo mira hasta que Scout apaga la lámpara del velador.

Hermana torta está enamorada de Niña coja que vive al final de la cuadra. Niña coja en realidad no es coja. Fue coja el verano pasado, cuando su familia se vino a la cuadra. Se había esguinzado el tobillo y cojeó por un par de meses. Para entonces ya había quedado como Niña coja. Hermana torta le cuenta todo esto a Nene luminoso, y le confiesa que la ama pero que le da miedo acercarse a ella.
 
Que no sabe si Niña coja se interesa en chicas, pero piensa que quizá sí por la forma en que se viste, por el corte de pelo, porque anda en skate y porque quiere ser DJ. Nene luminoso piensa y dice quizá, pero quizá no. Y después dice que Scout a veces usa un pañuelo de señora pero eso no significa que le gusten los chicos.

Primo lisiado atiende en la farmacia del barrio. Se siente triste cuando está ahí, es la luz y el olor del lugar. Tubos fluorescentes que hacen tic tic cada tanto y el aire saturado de un olor químico. A veces se imagina que los vapores de todos los remedios se filtran por las cajitas de cartón y forman una miasma narcótica que lo medica contra su voluntad. Siempre siente que sufre de todos los efectos secundarios de todos los remedios en toda la farmacia. Y de ninguno de los beneficios. La combinación química resulta en una sensación profunda de soledad.




en Scout / El océano invisible
Descontexto Editores, 2021








Distribuido a la fecha por BigSur
en Chile y Argentina











lunes, marzo 06, 2023

«Historia de mi lengua», de Claudia Apablaza

Fragmento



 

El día lunes 4 de marzo de 2022, a las 11:02 a. m., entré al consultorio de la ortodoncista que me vería en calle Ronda de Atocha. Al llegar me recibió una mujer que se llamaba igual que yo, Claudia, pero que tenía otro acento, otra forma de comunicarse. 
   Había un canto constante en su habla y la mía parecía llana, monótona.
   Le dije que había llevado durante un año brackets en Chile, que ahora me había trasladado a Madrid y quería continuar con el tratamiento.
   Me explicó los detalles, le comenté que quería sacármelos pronto, no soportaba más esos aparatos en mi boca, hiriendo mis labios y mi lengua, rozándola.
   Me hicieron una serie de radiografías, a las que ellas llamaban fotos
   Ahora te haremos las fotos, me decían. Ven para acá.
   Su ayudante, una mujer colombiana, aplaudía mi acento a cada instante.
   Después de ver las fotos, la odontóloga me dijo que tenía una mordida desencajada, tal vez por haber usado mucho tiempo chupete, o por tomar demasiado tiempo mamadera. 
   Le dije que mis padres siempre hacían hincapié en que de guagua fui así. 
   La sentía respirar muy cerca. Yo estaba tendida en la camilla y ella al lado mío, en una silla. Cuando pronuncié la palabra guagua, la miré a los ojos esperando su comprensión. Ya no podía poner marcha atrás en lo que había dicho.
   Dijo que debía tomar sesiones con una logopeda, aparte de seguir con los brackets algunos meses. Que cuando tragaba o hablaba, mi lengua empujaba los dientes hacia afuera y eso lo hacían los bebés, desestabilizando cada vez más mi mordida y la mandíbula. Abriéndola.
   Lo normal, cuando hablas, es que pongas la lengua en el paladar, también cuando tragas, pero lo que tú haces lo hacen los niños. Con el tiempo las personas aprenden a poner la lengua arriba y se arma bien la mandíbula.
   ¿Nunca te lo habían dicho?

*   *   *


Mi madre nos daba de comer lengua de vaca. Nos decía que era suave y mejor que la carne.
   La compraba los miércoles en la feria de San Francisco de Mostazal. Una larga calle donde vendían fruta, verduras, cachureos, detergente, juguetes, ropa de segunda mano y enormes palanganas para lavar ropa.
   Siempre pedía «la lengua más grande».
   Para cocinarla, la ponía en la olla a presión y cuando estaba lista la trasladaba a un plato, así, entera, a la vista de todos.
   Después de cortarla, le poníamos, encima, mayonesa casera.
   Me gustaba muchísimo.
   Siempre me la repetía.


*   *   *


Mi hija me corrige: Se dice coche, mamá. No se dice auto. Tú no sabes nada. No sabes nada, no sabes nada. Se dice coche, coche, coche, no se dice auto. ¿Escuchaste?


*   *   *


Caminamos por el centro con mi hija, cerca del Mercado de la Cebada. Cuando nos detenemos en la plaza, frente al mercado, a comer su colación (una mandarina, un croissant de chocolate y agua), me dice:
   Mamá, hay un país al lado de Rusia, quieren quedárselo y lo van a atacar. 
   Hay un hombre malo, llamado Compota, que quiere poner su bandera en otro país.
   Un niño se escondió en un subterráneo para que no le pasara nada. 
   Tengo una compañerita que estaba de vacaciones en Rusia con su familia, la Mica. Ojalá no le pase nada. Tengo pena por ella, mamá. 
   ¿Y si atacan España? ¿Qué vamos a hacer? Tengo una idea, tomamos un taxi rápido al aeropuerto y nos vamos a Chile a estar con los tatas. 

Pienso en su posible asociación: Compota, budín, Putin. 
No sé qué decirle.
La abrazo.




Publicado por Overol, 2022













domingo, noviembre 27, 2022

«Rostros de una desaparecida», de Javier García Bustos

Tres fragmentos



 

Mi madre y mi abuela, Rosa y Olga del Carmen Reyes, escuchaban la radio Cooperativa –en la cocina siempre había una radio–, y desde que tengo recuerdos estaba la televisión encendida. En cualquier momento una noticia donde el nombre de Sonia Bustos podía ser pronunciado por Sergio Campos, Manola Robles u otro periodista. Mi abuela llamaba por teléfono a Manola Robles, y la periodista escuchaba a la mujer que había perdido a su hija.

A veces pienso que mi madre sintoniza sagradamente, a la hora del almuerzo y en la noche, la radio Cooperativa y el noticiero de la televisión porque guarda la secreta esperanza de que algo ocurra, que un «extra noticioso» pueda entregar una lista verdadera que incluya el nombre de su hermana.

También imagino que algún día podríamos recibir una encomienda con una serie de cuadernos que contengan las memorias de mi tía. Su diario personal escrito en un lugar remoto. Una especie de Mi lucha, del escritor noruego Karl Ove Knausgård, con historias que narren lo que vivió en forma paralela a nuestras vidas. Páginas que, con su letra, me cuenten sus aventuras, caídas, anécdotas, viajes.

«La vida es sencilla para el corazón: late mientras puede», así arranca La muerte del padre, la primera entrega de la serie de Knausgård.

Pero, nuevamente, las preguntas se repiten: ¿Cuándo y cómo murió Sonia? ¿Dónde quedaron sus restos? ¿En qué minuto de qué día, mes y año, dejó de latir para siempre su corazón?


*       *       *


Sonia Bustos estuvo detenida en Londres 38, José Domingo Cañas y Cuatro Álamos. El fallo judicial afirma que «a la víctima de esta causa se le pierde todo rastro en una fecha que debe situarse, por los antecedentes de esta investigación, en el mes de octubre de 1974».

¿Qué viene después? Un enorme vacío. 

«Durante mucho tiempo nadie advirtió mi desaparición», escribe la autora polaca Olga Tokarczuk en su novela Los errantes. «Con el paso de los años, el tiempo se ha ido convirtiendo en mi aliado, como lo es para todas las mujeres: me he vuelto invisible, transparente. Puedo moverme como un fantasma», anota en otro momento.

Al leer las palabras de Tokarczuk pienso: ¿Y si yo soy ella? Y si yo soy a ratos mi tía, el amanuense olvidadizo, el sobrino distraído que solo copia al dictado de la mujer desaparecida. La secretaria fantasma convertida en la voz que dicta desde un más allá su vida inconclusa al copista que digita sus señales en el siglo XXI.


*       *       *


Mi madre me cuenta, mientras vamos en auto rumbo al norte, yo al volante y ella a mi lado, en un trayecto de la carretera donde no se ve un alma, como si el recuerdo brotara de la inmensa soledad, que muchos años después de la desaparición seguía viendo el rostro de Sonia en otras personas. Los rasgos de un ser querido moldeados en la multitud. La veía y desaparecía. La veía y desaparecía.



Publicado por Overol, 2022
















martes, agosto 23, 2022

«Adiós a Zalo Reyes», de Ricardo Martínez



(1952-2022)
 
Si acerca de algo hay unanimidad sobre la historia del Festival de Viña es que su edición de 1981, de la que se han cumplido más de cuatro décadas, debe ser considerada como la más importante. En dicha ocasión llegaron a Chile Julio Iglesias, José Luis «El Puma» Rodríguez, Ray Conniff, Maureen McGovern y K.C. & the Sunshine Band, así como Ángela Carrasco, Leonardo Favio y Hernaldo. Chile estaba representado en escena y en el jurado por el Jappening con Ja, Gloria Simonetti y Raquel Argandoña con su recordado escote metálico. Son los años de la plata dulce, del memorable dólar fijo en 39 pesos, de los estelares de Canal 7 (conducidos por el propio Antonio Vodanovic y dirigidos por el propio Sergio Riesenberg, responsables del mismo Festival) y los musicales del Canal 13 (con el trío compuesto por César Antonio Santis en la conducción, Gonzalo Bertrán en la dirección y Horacio Saavedra en la orquesta), que aprovechaban el tipo de cambio. Años en que la cartelera anual de estrellas internacionales en nuestra televisión no se restringe a los seis días del festival. Por aquellos días se puede ver en cualquier programa nocturno, en una noche cualquiera, a Neil Sedaka, Gloria Gaynor o Barry White (además de los hombres nuclear –Lee Majors– o increíble –Lou Ferrigno–). El Festival de Viña se propone entonces poner un broche de oro a esos años dorados de la televisión con un espectáculo que tanto por masa crítica de estrellas como por días de duración no pueda ser igualado por ninguno de los estelares de la pantalla chica.

Y en medio de la batahola de dinero al aire contratan al mismísimo Julio Iglesias para que haga un programa satélite del Festival llamado «Viña en el Mar», donde se ve a Iglesias vestido como siempre de lino blanco, mocasines albos y sin calcetines, a bordo de un yate que es como el glamour del beau-monde de las revistas del corazón.

Canal 9 (actual Chilevisión) se propone responder a este exhibicionismo de la TV estatal con un programa en paralelo en el segmento de la tarde al que bautiza, no sin ironía cáustica, «El Festival en Bote», el que se realiza sobre la cubierta de una de esas lanchas que dan paseos por la bahía de Valpo y que se toman a la entrada de la Plaza Sotomayor.

¿El conductor del programa?

Boris González Reyes, Zalo.

El asunto es que en una de las ediciones estaba invitado Ricardo Ceratto, jurado argentino, y se cayó al agua y Zalo, héroe, se lanzó a rescatarlo. Yo siempre creí que esto era una Leyenda Urbana y hasta una vez fui a la Biblioteca Nacional a buscar los diarios de la época para ver si era verdad, sin poder hallar la referencia: no aparecía nada. Ahora, Sebastián Esnaola conductor de radio Cooperativa acaba de encontrar un registro que muestra que NO era una Leyenda Urbana.




Dos años más tarde el dólar ha multiplicado su precio y no están los tiempos para traer a Viña a luminarias internacionales, de modo que la producción del canal estatal y el Municipio de la Ciudad Jardín contratan al mismo Zalo para un par de noches.

Zalo se sube al escenario y la descose: cuenta chistes, agarra para el pistoleo a la audiencia, hace imitaciones y covers.

¿Resultado?

Se lleva para la casa la recién estrenada Antorcha y la consabida Gaviota de Plata.

Será su primera y única vez sobre dicho escenario.

Criado en la música al seguimiento de Lucho Gatica, en Zalo Reyes confluyeron musicalmente al menos tres líneas de fuerza. La del temprano bolero de los cuarentas del propio Gatica; la del bolero extremo llamado música cantinera o rockolera, porque era la de los Wurlitzers de las cantinas de los «puertos choros» de Ecuador, Perú y Chile, en que aparecen nombres como Lorenzo Valderrama, Lucho Barrios, Ramón Aguilera o Rosamel Araya, y, finalmente de ese género que legó Chile a la Balada Romántica Latinoamericana, el bolero + ensemble de rock de Los Ángeles Negros, los Galos, los Golpes o Capablanca y que tiene descendencia latina en Los Pasteles Verdes en Perú, Los Terrícolas en Venezuela y más tardíamente en Los Bukis y Los Temerarios en México.

Enlazando este triple nudo de fuego, Zalo Reyes fue quien logró en Chile catapultar dichos sonidos hacia la televisión desde fines de los setenta, cuando ella pasó del blanco y negro a los colores.

Y lo hizo entendiendo que no bastaba solo con una voz que le ganaría el mote de «El Gorrión de Conchalí» –otra vez otra ironía, esta vez con Édith Piaf–, sino que, con una puesta en escena a lo Tom Jones, un humor a lo stand up, una energía a lo James Brown y, sobre todo, un histrionismo teatral a lo Domenico Modugno y una presencia escénica –aunque menos colorinche– a lo Juan Gabriel.

Zalo hizo de todo en esa TV que encontraba en él al representante de lo popular urbano que le era tan esquivo: conductor de secciones como «Este es mi barrio» de Sábados Gigantes, jovencito de la película en Troncal Negrete (… jamás nunca / jamás nunca desmerecer…), estrella fija en El Festival de la Una.

Dignificando a ese porcentaje enorme de la población que malvivía bajo la línea de la pobreza, quebró el acartonamiento de los medios y se catapultó como un embajador de la cultura popular chilena traspasando clases sociales y, ahora, épocas.

Su partida es la partida de ese Chile orillero, de los extramuros de manzanas barriales sin vereda de enfrente, de la intersección oblicua y tensionada entre lo urbano y lo rural.

Por eso, por ser el emblema de una chilenidad histórica y de raíces musicales profundas, su despedida ha sido tan apoteósica en su vieja comuna de Conchalí. Con él se va el más grande héroe del pop nacional, el nombre que en Chile equivale a un Sandro en Argentina, a un Roberto Carlos en Brasil o el mismo Juan Gabriel en México



Inédito, 23 de agosto, 2022




















jueves, agosto 11, 2022

“La luz del fuego”, de Aciro Luménics





There’s a place I like to hide

A doorway that I run in the night.

C. DeGarmo

 

 

Desde el inicio de los tiempos, allá en la atemporal república latinoamericana, caminamos sintiendo un escozor, anestesiados, a la vez, por aquella emanación desconocida y por lo que allí pasaba y traspasaba cada día. Lo vimos en el patio, en el desierto, en aquellas escaleras, la primera vez. Al día siguiente, cuando sonreíste desde lejos. Era un día claro, aunque nublado. Lo recuerdo porque un pájaro me cagó en el hombro izquierdo y una mancha se enmarcó sobre el blanco inmaculado. Es una señal de mala suerte, pensé. Es una señal de buena suerte, dijiste, intentando ocultar la risa, que estalló, finalmente, junto con tus ojos, piel y boca. Nos besábamos al salir de cada bar, exagerada, inescrupulosamente. Como aquella madrugada en calle Mätt, con el primer sol, junto a una fábrica de cajas de cartón. Debiéramos haberlo sabido entonces; sin embargo, insistimos. Como dos guerreros mal tenidos y famélicos. La cerveza escurría de boca a boca, el maní salado, sobre la cocina, el lavaplatos, la mesa, el piso. Una habitación redonda hacia el Pacífico, una trizadura perfecta, se diría. El efecto formidable de una reverberación perfectamente diseñada, hay que aceptarlo. Después de aquel paseo, descendiendo la montaña, ocurrió el evento del cartel; te salvé la vida, por primera vez, en silencio, sin aspavientos. Luego, oímos la voz grave del vecino: Che bella quiete sulle rive... Mi freddi il cuore e l'anima, y la puerta abriéndose. Aun así, seguimos rumbo al sur, bajo la lluvia, bajo la sombra de aquel ángel apostado en el asiento equivocado. Es un sueño que ya tuve, que tuvimos juntos, en rigor. Eso, o la eterna variación de una intrincada mátrix. Un pasado sostenido no es futuro; es el tiempo sostenido, sin bemoles. Me refiero, claro, a que así debía suceder. Acaso insuficiente sea el término correcto. Una animación trunca de hálitos intensos y dejarnos, resistirnos y volver, todo junto, una y otra vez; como aquella cena en que te entregué tu libro, y sonreíste, porque no te lo esperabas, e hicimos fotos de comida en tiempos sin redes sociales. No le avisamos a nadie. Nadie se enteró. Llegamos a la cima y recorrimos el planeta, antes de bajar y reparar en que el destino no era exactamente el mismo para ambos. Es ahí donde la historia cambia; es decir, perdura. Por un día y para siempre, y, por supuesto, más allá de la escenografía actual, del diseño amable que habitamos. Todos se preguntan, yo también, pero tú lo sabes. Nos veremos junto al río, cantaba alguien, en un tiempo sin interferencias; bajo un sauce, sentada en una piedra, leyendo, escribiendo, sonriendo siempre.




en Escritos sellados (Writings from Twin Peaks), 2017

Traducción de Carlos Almonte

























jueves, julio 21, 2022

“Mi único y verdadero amor”, de Roberto Bolaño





En la pared alguien ha escrito «mi único y verdadero amor». Se puso el cigarrillo entre los labios y esperó a que el tipo se lo encendiera. Era blanca y pecosa y tenía el pelo color caoba. Alguien abrió la puerta posterior del coche y ella entró silenciosamente. Se deslizaron por calles vacías de la zona residencial. La mayoría de las casas estaban deshabitadas en esa época del año. El tipo aparcó en una calle estrecha, de casas de una sola planta, con jardines idénticos. Mientras ella se metía en el cuarto de baño, preparó café. La cocina era de baldosas marrones y parecía un gimnasio. Abrió las cortinas, en ninguna de las casas de enfrente había luz. Se quitó el vestido de satén y el tipo le encendió otro cigarrillo. Antes de que se bajara las bragas el tipo la puso a cuatro patas sobre la mullida alfombra blanca. Lo sintió buscar algo en el armario. El armario estaba empotrado en la pared y era de color rojo. Lo observó al revés, por debajo de las piernas. Él le sonrió. Ahora alguien camina por una calle donde solo hay coches estacionados al lado de sus respectivas guaridas. En la avenida parpadea el letrero luminoso del mejor restaurante del barrio, cerrado hace mucho tiempo. Las pisadas se pierden calle abajo, a lo lejos se ven las luces de algunos automóviles. Ella dijo no. Escucha. Alguien está afuera. El tipo encendió un cigarrillo junto a la ventana, después regresó desnudo a la cama. Era pecosa y a veces fingía dormir. La miró dulcemente desde el marco de la puerta. Alguien crea silencios para nosotros. Pegó su rostro al de ella hasta hacerle daño y se lo metió de un solo envión. Tal vez gritó un poco. Cielo raso pardo. Lámpara de cubierta marrón claro. Un poco sucia. Se quedaron dormidos sin llegar a despegarse. Alguien camina calle abajo. Vemos su espalda, sus pantalones sucios y sus botas con los tacones gastados. Entra en un bar y se acomoda en la barra como si sintiera escozor en todo el cuerpo. Sus movimientos producen una sensación vaga e inquietante en el resto de los parroquianos. ¿Esto es Barcelona?, preguntó. De noche los jardines parecen iguales, de día la impresión es diferente, como si los deseos fueran canalizados a través de las flores y enredaderas. «Cuidan sus coches y sus jardines»... «Alguien ha creado un silencio especial para nosotros»... «Primero se movía de dentro hacia afuera y luego con un movimiento circular»... «Quedaron completamente arañadas sus nalgas»... «La luna se ha ocultado detrás del único edificio grande del sector»... «¿Es esto Barcelona?»...




en La Universidad Desconocida, 2007
(Originalmente en Amberes, 2002)

























domingo, julio 17, 2022

“Blue Train”, de Martín Cinzano





Subterráneo fulgor azul. El andén avanza en capas de sonido mientras la línea amarilla se desliza por una esquina del ojo. Continuarás. Cargarás una mochila repleta de noches esquivando charcos y tanques de gas en rojas azoteas. (Una mudanza tras otra en la ciudad del fango). Locomotion. El fulgor azul titila sincopado al serpentear rumbo a la siguiente estación entre rieles y lauchas y tú solo tendrás dos segundos para abordar el próximo tren antes de la arremetida del trombón. Opera prima pasa de largo. Los cuerpos se diluyen en el reflejo del metal.   

 

 

 

Todo Coltrane, inédito

 

 
























jueves, julio 14, 2022

«Nevada de plumas sobre un tigre en invierno», de Pedro Lemebel



 

Como si bastara estirar la mano para tocar los penachos de los Andes, pero no es así, porque esas cumbres emblemas de la patria están lejos, y sólo se reparten para la plebe en la mínima postal de la caja de fósforos. Ese murallón que en invierno se pone toca de novia para recibir el halago turista. Los cucuruchos empolvados que le dan a esta ciudad ese aire europeo, ese charme alpino, tan altivo, tan elegante, tan albo, que contrasta con la periferia de latas y barriales. Ese biombo de seda blanca donde los ricos se deslizan como cisnes, y se sacan cresta y media aprendiendo a esquiar. Un mundo Diners con gafas Ray Ban y piscinas temperadas con solarium para el cuerpo aeróbico, el cuerpo sano pero lateado, chamuscándose por horas bajo ese sol antártico, con la mente vacía como un cheque en blanco, para agarrar ese tono triunfal que distingue las pieles regias en pleno junio, las pieles radiantes con ese exquisito bronceado Canela-ice.

La cordillera nacional, tan alta, tan inalcanzable para la piojada santiaguina que nunca ha subido a Valle Nevado. Que jamás pensó tener vacaciones en invierno, anegados con la lluvia hasta el cogote. La masa oscura que siempre ha mirado ese paisaje ajeno, como de otro país. Un país donde la navidad es eterna para los niños rubios que dan volteretas en sus trillos. Un paraje de pinos escarchados que sólo conocen por las tarjetas de pascua y la serie de Heidi en la televisión. Un jardín de hielo donde los tigres de la economía lucen sus parkas Montana, su ropa fosforescente y todo ese colorinche optimista que vende el mercado del ski. Como Suiza o Montreal. «-Te cachái galla que no tenís que ir pa' llá. Porque en el Colorado te encontrái con todo el mundo. Hasta con esos retornados que le agarraron el gusto a la nieve allá en Moscú. Aquí no más, fijaté, a una hora de Santa María de la Nieves encontrái a toda la gente taquillando en el andarivel. Hasta algunos picantes de fin de semana que contrastan por lo negros, que parecen esquimales dando diente con diente, entumidos en las pilchas de la ropa americana. Ay Pili, da una pena, por suerte son pocos».

Así, las plumas nevadas sólo decoran la falda cordillerana donde anida la burguesía. Rara vez se extiende ese algodón clasista al resto de Santiago. Y cuando ocurre, cuando el aliento infantil humea bajo cero en la pobla lluviosa, cuando esos enanos boquiabiertos contemplan el milagro de las pelusas que deshilachan el cielo, cuando salen a la calle para ver en directo el espectáculo de las nubes pelechando, no hay quién los detenga corriendo, jugando, comiendo esos hilos helados que van cubriendo la miseria con su capa de gasa. Esa pelusilla mezquina que recogen las manitas moradas juntándola con barro para hacer sus monos sucios. Sus monos torpes, vestidos con bolsas de basura y sombreros de tarros. Sus monos grotescos, como garabatos del obeso referente nórdico. Monos desnutridos, arropados con los trapos de su tierna estética bizarra. Muñecos ordinarios que jamás serán promoción de Chile en el mercado turista. Muñecos pobres, entristecidos por la lluvia que sigue cayendo. La lluvia que no para, la lluvia que se lleva rápido el milagro de la nieve. Porque sigue lloviendo y esa agua mugrienta derrite el relámpago de la fiesta. Y por suerte, dicen las viejas entrando a los niños y cerrando la puerta. Por suerte no siguió nevando, repiten con sabiduría. Porque si sigue, la sorpresa blanca será tragedia cuando se manda guarda abajo el techo de fonolas con el peso del hielo. Por suerte la nieve es del Barrio Alto y que siga nevando allá que tienen techos firmes. Porque aquí ya es mucho soportar los aguaceros, las alcantarillas tapadas y los mojones chapoteando en el chocolate de la inundación. Ya es mucho barro y la lluvia deja de ser poética, cuando se desborda el canal y arrastra los cuatro palos de la rancha y hay que salvar el televisor a color, al menos para ver a Don Francisco calientito allá en Miami. Después vienen las visitadoras y las encuestas, y las cámaras de la televisión metiendo su ojo copuchento, sapeando, mostrando a todo el país nuestra intimidad de cachivaches mojados.

Y es como un segundo aluvión de luces y reflectores que ni siquiera piden permiso, y se meten así no más con todos sus aparatos. Con sus parkas gruesas y su acento universitario dando órdenes, diciendo que ni siquiera nos peinemos, que así estamos bien, sucios, feos y chascones, para salir en el noticiario de la compasión pública. Y más encima la nieve. Para qué queremos nieve, aunque sea bonita, si deja todo estilando y después vienen las toses y la bronconeumonía de los cabros chicos. Total para la pascua llenamos de algodón el arbolito y ya está.

Entonces el festejo nevado varía de acuerdo a la latitud territorial donde se reparte. Como también a las posibilidades habitacionales y calefactoras para recibirlo. Lo que en una parte de la ciudad es un maná estético y gratitud deportiva, en otra se transforma en drama y destrucción. El mismo aletazo helado que arranca de cuajo el techo de algunos, para otros es un cubo de hielo que cruje en el whisky entibiado por la chimenea. El mismo sobresalto de las goteras, en La Parva es un bostezo felino que mira con cristales ahumados caer los copos tras la ventana. Los ve caer como si fueran monedas de reserva en un país que triunfa en su economía. Por suerte la TV está apagada, porque allá abajo la ciudad se rebalsa de inundaciones y damnificados que deprimen la afelpada tibieza de su letargo invernal.






en De perlas y cicatrices, LOM, 1998













Contribución indirecta a DscnTxt de María José Clunes Squella