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domingo, septiembre 01, 2024

«Soy Milena de Praga», de Monika Zgustova

Capítulo 6





Era octubre de 1918. Austria-Hungría se había derrumbado y se había establecido una Checoslovaquia independiente. De repente me sentí en mi sitio como nunca antes y en el café Herrenhof dejé claro con toda tranquilidad que yo no pertenecía a Viena, que aquel no era mi ambiente y que tenía mi propio mundo, el cual nadie entendía, y por eso no dejaba entrar a nadie en él. Con los escritores praguenses Franz Werfel y Egon Erwin Kisch, nos sumábamos a las manifestaciones que buscaban la completa desintegración de Austria. Durante unos días, los praguenses en Viena nos convertimos en revolucionarios.

Un día paseaba por la calle con mi amiga vienesa Gina Kaus. Hacía un día soleado y templado, Gina se quitó el sombrero y el viento despeinó su corto pelo negro. Intenté ocultarle mi alegría por la desaparición del Imperio austrohúngaro. Pero Gina me dijo:
—Conmigo no tienes que esconder nada. No me importan las nacionalidades. Quiero vivir en un Estado cuya constitución me satisfaga, y tanto me da si es un país grande o pequeño.
—A tu país nunca lo han oprimido —dije, e inmediatamente pensé que no entendía de dónde sacaba las ideas que tanto me molestaban de mi padre y sus excursionistas dominicales.

Gina murmuró algo en respuesta, de lo que solo pude captar las palabras böhmischer Patriotismus. Contrariada, le pedí que no usara el término «bohemio» sino «checo». Mi amiga intelectual reaccionó de forma enérgica:
Leck mich am Arsch —me dijo. Me mandó a un sitio y se fue.




2024









domingo, agosto 25, 2024

«La muerte y la brújula», de Jorge Luis Borges

Celebrando los 125 años y un día de su nacimiento




A Mandie Molina Vedia


De los muchos problemas que ejercitaron la temeraria perspicacia de Lönnrot, ninguno tan extraño —tan rigurosamente extraño, diremos— como la periódica serie de hechos de sangre que culminaron en la quinta de Triste-le-Roy, entre el interminable olor de los eucaliptos. Es verdad que Erik Lönnrot no logró impedir el último crimen, pero es indiscutible que lo previó. Tampoco adivinó la identidad del infausto asesino de Yarmolinsky, pero sí la secreta morfología de la malvada serie y la participación de Red Scharlach, cuyo segundo apodo es Scharlach el Dandy. Ese criminal (como tantos) había jurado por su honor la muerte de Lönnrot, pero este nunca se dejó intimidar. Lönnrot se creía un puro razonador, un Auguste Dupin, pero algo de aventurero había en él y hasta de tahur.

El primer crimen ocurrió en el Hôtel du Nord, ese alto prisma que domina el estuario cuyas aguas tienen el color del desierto. A esa torre (que muy notoriamente reúne la aborrecida blancura de un sanatorio, la numerada divisibilidad de una cárcel y la apariencia general de una casa mala) arribó el día tres de diciembre el delegado de Podólsk al Tercer Congreso Talmúdico, doctor Marcelo Yarmolinsky, hombre de barba gris y ojos grises. Nunca sabremos si el Hôtel du Nord le agradó: lo aceptó con la antigua resignación que le había permitido tolerar tres años de guerra en los Cárpatos y tres mil años de opresión y de pogroms. Le dieron un dormitorio en el piso R, frente a la suite que no sin esplendor ocupaba el tetrarca de Galilea. Yarmolinsky cenó, postergó para el día siguiente el examen de la desconocida ciudad, ordenó en un placard sus muchos libros y sus muy pocas prendas, y antes de medianoche apagó la luz. (Así lo declaró el chauffeur del tetrarca, que dormía en la pieza contigua). El cuatro, a las 11 y 3 minutos a.m., lo llamó por teléfono un redactor de la Yidische Zaitung; el doctor Yarmolinsky no respondió; lo hallaron en su pieza, ya levemente oscura la cara, casi desnudo bajo una gran capa anacrónica. Yacía no lejos de la puerta que daba al corredor; una puñalada profunda le había partido el pecho. Un par de horas después, en el mismo cuarto, entre periodistas, fotógrafos y gendarmes, el comisario Treviranus y Lönnrot debatían con serenidad el problema.

—No hay que buscarle tres pies al gato —decía Treviranus, blandiendo un imperioso cigarro—. Todos sabemos que el tetrarca de Galilea posee los mejores zafiros del mundo. Alguien, para robarlos, habrá penetrado aquí por error. Yarmolinsky se ha levantado; el ladrón ha tenido que matarlo. ¿Qué le parece?
—Posible, pero no interesante —respondió Lönnrot—. Usted replicará que la realidad no tiene la menor obligación de ser interesante. Yo le replicaré que la realidad puede prescindir de esa obligación, pero no las hipótesis. En la que usted ha improvisado interviene copiosamente el azar. He aquí un rabino muerto; yo preferiría una explicación puramente rabínica, no los imaginarios percances de un imaginario ladrón.

Treviranus repuso con mal humor:

—No me interesan las explicaciones rabínicas; me interesa la captura del hombre que apuñaló a este desconocido.
—No tan desconocido —corrigió Lönnrot —. Aquí están sus obras completas—. Indicó en el placard una fila de altos volúmenes; una Vindicación de la cábala; un Examen de la filosofía de Robert Fludd; una traducción literal del Sepher Yezirah; una Biografía del Baal Shem; una Historia de la secta de los Hasidim; una monografía (en alemán) sobre el Tetragrámaton; otra, sobre la nomenclatura divina del Pentateuco. El comisario los miró con temor, casi con repulsión. Luego, se echó a reír.
—Soy un pobre cristiano —repuso—. Llévese todos esos mamotretos, si quiere; no tengo tiempo que perder en supersticiones judías.
—Quizás este crimen pertenece a la historia de las supersticiones judías —murmuró Lönnrot.
—Como el cristianismo —se atrevió a completar el redactor de la Yidische Zaitung. Era miope, ateo y muy tímido.

Nadie le contestó. Uno de los agentes había encontrado en la pequeña máquina de escribir una hoja de papel con esta sentencia inconclusa

La primera letra del Nombre ha sido articulada.

Lönnrot se abstuvo de sonreír. Bruscamente bibliófilo o hebraísta, ordenó que le hicieran un paquete con los libros del muerto y los llevó a su departamento. Indiferente a la investigación policial, se dedicó a estudiarlos. Un libro en octavo mayor le reveló las enseñanzas de Israel Baal Shem Tobh, fundador de la secta de los Piadosos; otro, las virtudes y terrores del Tetragrámaton, que es el inefable Nombre de Dios; otro, la tesis de que Dios tiene un nombre secreto, en el cual está compendiado (como en la esfera de cristal que los persas atribuyen a Alejandro de Macedonia), su noveno atributo, la eternidad —es decir, el conocimiento inmediato— de todas las cosas que serán, que son y que han sido en el universo. La tradición enumera noventa y nueve nombres de Dios; los hebraístas atribuyen ese imperfecto número al mágico temor de las cifras pares; los Hasidim razonan que ese hiato señala un centésimo nombre —el Nombre Absoluto.

De esa erudición lo distrajo, a los pocos días, la aparición del redactor de la Yidische Zaitung. Este quería hablar del asesinato; Lönnrot prefirió hablar de los diversos nombres de Dios; el periodista declaró en tres columnas que el investigador Erik Lönnrot se había dedicado a estudiar los nombres de Dios para dar con el nombre del asesino. Lönnrot, habituado a las simplificaciones del periodismo, no se indignó. Uno de esos tenderos que han descubierto que cualquier hombre se resigna a comprar cualquier libro, publicó una edición popular de la Historia de la secta de los Hasidim.

El segundo crimen ocurrió la noche del tres de enero, en el más desamparado y vacío de los huecos suburbios occidentales de la capital. Hacia el amanecer, uno de los gendarmes que vigilan a caballo esas soledades vio en el umbral de una antigua pinturería un hombre emponchado, yacente. El duro rostro estaba como enmascarado de sangre; una puñalada profunda le había rajado el pecho. En la pared, sobre los rombos amarillos y rojos, había unas palabras en tiza. El gendarme las deletreó… Esa tarde, Treviranus y Lönnrot se dirigieron a la remota escena del crimen. A izquierda y derecha del automóvil, la ciudad se desintegraba; crecía el firmamento y ya importaban poco las casas y mucho un horno de ladrillos o un álamo. Llegaron a su pobre destino: un callejón final de tapias rosadas que parecían reflejar de algún modo la desaforada puesta de sol. El muerto ya había sido identificado. Era Daniel Simón Azevedo, hombre de alguna fama en los antiguos arrabales del Norte, que había ascendido de carrero a guapo electoral, para degenerar después en ladrón y hasta en delator. (El singular estilo de su muerte les pareció adecuado: Azevedo era el último representante de una generación de bandidos que sabía el manejo del puñal, pero no del revólver.) Las palabras en tiza eran las siguientes:

La segunda letra del Nombre ha sido articulada.

El tercer crimen ocurrió la noche del tres de febrero. Poco antes de la una, el teléfono resonó en la oficina del comisario Treviranus. Con ávido sigilo, habló un hombre de voz gutural; dijo que se llamaba Ginzberg (o Ginsburg), y que estaba dispuesto a comunicar, por una remuneración razonable, los hechos de los dos sacrificios de Azevedo y Yarmolinsky. Una discordia de silbidos y de cornetas ahogó la voz del delator. Después, la comunicación se cortó. Sin rechazar la posibilidad de una broma (al fin, estaban en carnaval), Treviranus indagó que le habían hablado desde el Liverpool House, taberna de la Rue de Toulon —esa calle salobre en la que conviven el cosmorama y la lechería, el burdel y los vendedores de biblias. Treviranus habló con el patrón. Este (Black Finnegan, antiguo criminal irlandés, abrumado y casi anulado por la decencia) le dijo que la última persona que había empleado el teléfono de la casa era un inquilino, un tal Gryphius, que acababa de salir con unos amigos. Treviranus fue enseguida al Liverpool House. El patrón le comunicó lo siguiente: Hace ocho días, Gryphius había tomado pieza en los altos del bar. Era un hombre de rasgos afilados, de nebulosa barba gris, trajeado pobremente de negro; Finnegan (que destinaba esa habitación a un empleo que Treviranus adivinó) le pidió un alquiler sin duda excesivo; Gryphius inmediatamente pagó la suma estipulada. No salía casi nunca; cenaba y almorzaba en su cuarto; apenas si le conocían la cara en el bar. Esa noche, bajó a telefonear al despacho de Finnegan. Un cupé cerrado se detuvo ante la taberna. El cochero no se movió del pescante; algunos parroquianos recordaron que tenía máscara de oso. Del cupé bajaron dos arlequines; eran de reducida estatura y nadie pudo no observar que estaban muy borrachos. Entre balidos de cornetas, irrumpieron en el escritorio de Finnegan; abrazaron a Gryphius, que pareció reconocerlos, pero que les respondió con frialdad; cambiaron unas palabras en yiddish —él en voz baja, gutural, ellos con las voces falsas, agudas— y subieron a la pieza del fondo. Al cuarto de hora bajaron los tres, muy felices; Gryphius, tambaleante, parecía tan borracho como los otros. Iba, alto y vertiginoso, en el medio, entre los arlequines enmascarados. (Una de las mujeres del bar recordó los losanges amarillos, rojos y verdes.) Dos veces tropezó; dos veces lo sujetaron los arlequines. Rumbo a la dársena inmediata, de agua rectangular, los tres subieron al cupé y desaparecieron. Ya en el estribo del cupé, el último arlequín garabateó una figura obscena y una sentencia en una de las pizarras de la recova.

Treviranus vio la sentencia. Era casi previsible; decía:

La última de las letras del Nombre ha sido articulada.

Examinó, después, la piecita de Gryphius—Ginzberg. Había en el suelo una brusca estrella de sangre; en los rincones, restos de cigarrillo de marca húngara; en un armario, un libro en latín —el Philologus hebraeograecus (1739), de Leusden— con varias notas manuscritas. Treviranus lo miró con indignación e hizo buscar a Lönnrot. Este, sin sacarse el sombrero, se puso a leer, mientras el comisario interrogaba a los contradictorios testigos del secuestro posible. A las cuatro salieron. En la torcida Rue de Toulon, cuando pisaban las serpentinas muertas del alba, Treviranus dijo:
—¿Y si la historia de esta noche fuera un simulacro?

Erik Lönnrot sonrió y le leyó con toda gravedad un pasaje (que estaba subrayado) de la disertación trigésima tercera del Philologus: Dies Judaeorum incipit a solis occasu usque ad solis occasum diei sequentis. Esto quiere decir —agregó—, El día hebreo empieza al anochecer y dura hasta el siguiente anochecer.

El otro ensayó una ironía.

—¿Ese dato es el más valioso que usted ha recogido esta noche?
—No. Más valiosa es una palabra que dijo Ginzberg.

Los diarios de la tarde no descuidaron esas desapariciones periódicas. La Cruz de la Espada las contrastó con la admirable disciplina y el orden del último Congreso Eremítico; Erns Palast, en El Mártir, reprobó «las demoras intolerables de un pogrom clandestino y frugal, que ha necesitado tres meses para liquidar tres judíos»; la Yidische Zaitung rechazó la hipótesis horrorosa de un complot antisemita, «aunque muchos espíritus penetrantes no admiten otra solución del triple misterio»; el más ilustre de los pistoleros del Sur, Dandy Red Scharlach, juró que en su distrito nunca se producirían crímenes de esos y acusó de culpable negligencia al comisario Franz Treviranus.

Este recibió, la noche del primero de marzo, un imponente sobre sellado. Lo abrió: el sobre contenía una carta firmada Baruj Spinoza y un minucioso plano de la ciudad, arrancado notoriamente de un Baedeker. La carta profetizaba que el tres de marzo no habría un cuarto crimen, pues la pinturería del Oeste, la taberna de la Rue de Toulon y el Hôtel du Nord eran «los vértices perfectos de un triángulo equilátero y místico»; el plano demostraba en tinta roja la regularidad de ese triángulo. Treviranus leyó con resignación ese argumento more geometrico y mandó la carta y el plano a casa de Lönnrot, indiscutible merecedor de tales locuras.

Erik Lönnrot las estudió. Los tres lugares, en efecto, eran equidistantes. Simetría en el tiempo (3 de diciembre, 3 de enero, 3 de febrero); simetría en el espacio también… Sintió, de pronto, que estaba por descifrar el misterio. Un compás y una brújula completaron esa brusca intuición. Sonrió, pronunció la palabra Tetragrámaton (de adquisición reciente) y llamó por teléfono al comisario. Le dijo:

—Gracias por ese triángulo equilátero que usted anoche me mandó. Me ha permitido resolver el problema. Mañana viernes los criminales estarán en la cárcel; podemos estar muy tranquilos.
—Entonces, ¿no planean un cuarto crimen?
—Precisamente, porque planean un cuarto crimen, podemos estar muy tranquilos.
—Lönnrot colgó el tubo. Una hora después, viajaba en un tren de los Ferrocarriles Australes, rumbo a la quinta abandonada de Triste-le-Roy. Al sur de la ciudad de mi cuento fluye un ciego riachuelo de aguas barrosas, infamado de curtiembres y de basuras. Del otro lado hay un suburbio donde, al amparo de un caudillo barcelonés, medran los pistoleros. Lönnrot sonrió al pensar que el más afamado —Red Scharlach— hubiera dado cualquier cosa por conocer su clandestina visita. Azevedo fue compañero de Scharlach; Lönnrot consideró la remota posibilidad de que la cuarta víctima fuera Scharlach. Después, la desechó… Virtualmente, había descifrado el problema; las meras circunstancias, la realidad (nombres, arrestos, caras, trámites judiciales y carcelarios) apenas le interesaban ahora. Quería pasear, quería descansar de tres meses de sedentaria investigación. Reflexionó que la explicación de los crímenes estaba en un triángulo anónimo y en una polvorienta palabra griega. El misterio casi le pareció cristalino; se abochornó de haberle dedicado cien días.

El tren paró en una silenciosa estación de cargas. Lönnrot bajó. El aire de la turbia llanura era húmedo y frío. Lönnrot echó a andar por el campo. Vio perros, vio un furgón en una vía muerta, vio el horizonte, vio un caballo plateado que bebía del agua crapulosa de un charco. Oscurecía cuando vio el mirador rectangular de la quinta de Triste-le-Roy, casi tan alto como los negros eucaliptos que lo rodeaban. Pensó que apenas un amanecer y un ocaso (un viejo resplandor en el oriente y otro en el occidente) lo separaban de la hora anhelada por los buscadores del Nombre.

Una herrumbrada verja definía el perímetro irregular de la quinta. El portón principal estaba cerrado. Lönnrot, sin mucha esperanza de entrar, dio toda la vuelta. De nuevo ante el portón infranqueable, metió la mano entre los barrotes, casi maquinalmente, y dio con el pasador. El chirrido del hierro lo sorprendió. Con una pasividad laboriosa, el portón entero cedió.

Lönnrot avanzó entre los eucaliptos, pisando confundidas generaciones de rotas hojas rígidas. Vista de cerca, la casa de la quinta de Triste-le-Roy abundaba en inútiles simetrías y en repeticiones maniáticas: a una Diana glacial en un nicho lóbrego correspondía en un segundo nicho otra Diana; un balcón se reflejaba en otro balcón; dobles escalinatas se abrían en doble balaustrada. Lönnrot rodeó la casa como había rodeado la quinta. Todo lo examinó: bajo el nivel de la terraza vio una estrecha persiana.

La empujó: unos pocos escalones de mármol descendían a un sótano. Lönnrot, que ya intuía las preferencias del arquitecto, adivinó que en el opuesto muro del sótano había otros escalones. Los encontró, subió, alzó las manos y abrió la trampa de salida.

Un resplandor lo guió a una ventana. La abrió: una luna amarilla y circular definía en el triste jardín dos fuentes cegadas. Lönnrot exploró la casa. Por antecomedores y galerías salió a patios iguales y repetidas veces al mismo patio. Subió por escaleras polvorientas a antecámaras circulares; infinitamente se multiplicó en espejos opuestos; se cansó de abrir o entreabrir ventanas que le revelaban, afuera, el mismo desolado jardín desde varias alturas y varios ángulos; adentro, muebles con fundas amarillas y arañas embaladas en tarlatán. Un dormitorio lo detuvo; en ese dormitorio, una sola flor en una copa de porcelana; al primer roce los pétalos antiguos se deshicieron. En el segundo piso, en el último, la casa le pareció infinita y creciente. La casa no es tan grande, pensó. La agrandan la penumbra, la simetría, los espejos, los muchos años, mi desconocimiento, la soledad.

Por una escalera espiral llegó al mirador. La luna de esa tarde atravesaba los losanges de las ventanas; eran amarillos, rojos y verdes. Lo detuvo un recuerdo asombrado y vertiginoso.
Dos hombres de pequeña estatura, feroces y fornidos, se arrojaron sobre él y lo desarmaron; otro, muy alto, lo saludó con gravedad y le dijo:
—Usted es muy amable. Nos ha ahorrado una noche y un día.

Era Red Scharlach. Los hombres maniataron a Lönnrot. Este, al fin, encontró su voz.

—Scharlach, ¿usted busca el Nombre Secreto?

Scharlach seguía de pie, indiferente. No había participado en la breve lucha, apenas si alargó la mano para recibir el revólver de Lönnrot. Habló; Lönnrot oyó en su voz una fatigada victoria, un odio del tamaño del universo, una tristeza no menor que aquel odio.

—No —dijo Scharlach—. Busco algo más efímero y deleznable, busco a Erik Lönnrot. Hace tres años, en un garito de la Rue de Toulon, usted mismo arrestó e hizo encarcelar a mi hermano. En un cupé, mis hombres me sacaron del tiroteo con una bala policial en el vientre. Nueve días y nueve noches agonicé en esta desolada quinta simétrica; me arrasaba la fiebre, el odioso Jano bifronte que mira los ocasos y las auroras daban horror a mi ensueño y a mi vigilia. Llegué a abominar de mi cuerpo, llegué a sentir que dos ojos, dos manos, dos pulmones, son tan monstruosos como dos caras. Un irlandés trató de convertirme a la fe de Jesús; me repetía la sentencia de los goim: Todos los caminos llevan a Roma. De noche, mi delirio se alimentaba de esa metáfora: yo sentía que el mundo es un laberinto, del cual era imposible huir, pues todos los caminos, aunque fingieran ir al Norte o al Sur, iban realmente a Roma, que era también la cárcel cuadrangular donde agonizaba mi hermano y la quinta de Triste-le-Roy. En esas noches yo juré por el dios que ve con dos caras y por todos los dioses de la fiebre y de los espejos tejer un laberinto en torno del hombre que había encarcelado a mi hermano. Lo he tejido y es firme: los materiales son un heresiólogo muerto, una brújula, una secta del siglo XVIII, una palabra griega, un puñal, los rombos de una pinturería.

El primer término de la serie me fue dado por el azar. Yo había tramado con algunos colegas —entre ellos, Daniel Azevedo— el robo de los zafiros del tetrarca. Azevedo nos traicionó: se emborrachó con el dinero que le habíamos adelantado y acometió la empresa el día antes. En el enorme hotel se perdió; hacia las dos de la madrugada irrumpió en el dormitorio de Yarmolinsky. Este, acosado por el insomnio, se había puesto a escribir. Verosímilmente, redactaba unas notas o un artículo sobre el Nombre de Dios; había escrito ya las palabras La primera letra del Nombre ha sido articulada. Azevedo le intimó silencio; Yarmolinsky alargó la mano hacia el timbre que despertaría todas las fuerzas del hotel; Azevedo le dio una sola puñalada en el pecho. Fue casi un movimiento reflejo; medio siglo de violencia le había enseñado que lo más fácil y seguro es matar… A los diez días yo supe por la Yidische Zaitung que usted buscaba en los escritos de Yarmolinsky la clave de la muerte de Yarmolinsky. Leí la Historia de la secta de los Hasidim; supe que el miedo reverente de pronunciar el Nombre de Dios había originado la doctrina de que ese Nombre es todopoderoso y recóndito. Supe que algunos Hasidim, en busca de ese Nombre secreto, habían llegado a cometer sacrificios humanos… Comprendí que usted conjeturaba que los Hasidim habían sacrificado al rabino; me dediqué a justificar esa conjetura.

Marcelo Yarmolinsky murió la noche del tres de diciembre; para el segundo «sacrificio» elegí la del tres de enero. Murió en el Norte; para el segundo «sacrificio» nos convenía un lugar del Oeste. Daniel Azevedo fue la víctima necesaria. Merecía la muerte: era un impulsivo, un traidor; su captura podía aniquilar todo el plan. Uno de los nuestros lo apuñaló; para vincular su cadáver al anterior, yo escribí encima de los rombos de la pinturería La segunda letra del Nombre ha sido articulada.

El tercer «crimen» se produjo el tres de febrero. Fue, como Treviranus adivinó, un mero simulacro. Gryphius-Ginzberg-Ginsburg soy yo; una semana interminable sobrellevé (suplementado por una tenue barba postiza) en ese perverso cubículo de la Rue de Toulon, hasta que los amigos me secuestraron. Desde el estribo del cupé, uno de ellos escribió en un pilar La última de las letras del Nombre ha sido articulada. Esa escritura divulgó que la serie de crímenes era triple. Así lo entendió el público; yo, sin embargo, intercalé repetidos indicios para que usted, el razonador Erik Lönnrot, comprendiera que es cuádruple. Un prodigio en el Norte, otros en el Este y en el Oeste, reclaman un cuarto prodigio en el Sur; el Tetragrámaton —el nombre de Dios, JHVH— consta de cuatro letras; los arlequines y la muestra del pinturero sugieren cuatro términos. Yo subrayé cierto pasaje en el manual de Leusden: ese pasaje manifiesta que los hebreos computaban el día de ocaso a ocaso; ese pasaje da a entender que las muertes ocurrieron el cuatro de cada mes. Yo mandé el triángulo equilátero a Treviranus. Yo presentí que usted agregaría el punto que falta. El punto que determina un rombo perfecto, el punto que prefija el lugar donde una exacta muerte lo espera. Todo lo he premeditado, Erik Lönnrot, para atraerlo a usted a las soledades de Triste-le-Roy.

Lönnrot evitó los ojos de Scharlach. Miró los árboles y el cielo subdivididos en rombos turbiamente amarillos, verdes y rojos. Sintió un poco de frío y una tristeza impersonal, casi anónima. Ya era de noche; desde el polvoriento jardín subió el grito inútil de un pájaro. Lönnrot consideró por última vez el problema de las muertes simétricas y periódicas.

—En su laberinto sobran tres líneas —dijo por fin—. Yo sé de un laberinto griego que es una línea única, recta. En esa línea se han perdido tantos filósofos que bien puede perderse un mero detective. Scharlach, cuando en otro avatar usted me dé caza, finja (o cometa) un crimen en A, luego un segundo crimen en B, en 8 kilómetros de A, luego un tercer crimen en C, a 4 kilómetros de A y de B, a mitad de camino entre los dos. Aguárdeme después en D, a 2 kilómetros de A y de C, de nuevo a mitad de camino. Máteme en D, como ahora va a matarme en Triste-le-Roy.

Para la otra vez que lo mate —replicó Scharlach—, le prometo ese laberinto, que consta de una sola línea recta y que es indivisible, incesante.

Retrocedió unos pasos. Después, muy cuidadosamente, hizo fuego.



1942





en Ficciones, 1944

















miércoles, agosto 14, 2024

«La reina del baile», de Camila Fabbri

Fragmento





2. NO HAY FUTURO

Felipe cierra los ojos porque no quiere verme. Está a punto de acabar, lo sé porque los labios se le arrugan como el ombligo de una naranja. Me agarra fuerte de la nuca y yo le digo que no haga eso, que no me arranque el pelo, por el amor de Cristo. Y se ríe. Felipe me acaba en el estómago.

       —Busco una toalla —dice.

Siempre que sale caminando rápido le miro el final de la espalda y el culo. Pienso en estatuas de cuerpos que no sé quiénes son, en parques que a nadie le importan. Vuelve con el toallón que puse limpio esta mañana, ese que tiene la cara de una chica con superpoderes. Me lo pasa por ahí apenas pero es inútil, el aceite de su semen va a quedar adherido por horas. Se recuesta en la cama para normalizar la presión sanguínea y de paso me abraza.

       —No quiero acabar adentro. Perdón.

       Le respondo que está bien y me imagino un matadero de vacas. Felipe no sabe cómo decirme que no me quiere más, pero coger de vez en cuando nos hace bien. Somos un nudo de pelo espeso que se está desenredando.

       —¿Te conté?

Le respondo que no.

       —Del vecino del sexto piso, ese que es gigante y tiene un perro pequinés. ¿Sabés quién te digo?

       Le respondo que sí.

       —Anoche tuvo una ausencia. Le dicen brote psicótico. Estuvo horas y horas hablando con el perro. Después lo bañó. Al rato mezcló bebidas blancas con fernet con coca, cerveza, todo lo que tenía en la heladera, y se tiró rendido en la cama. El perro estaba justo debajo de él y lo aplastó. Vino la guardia canina el jueves pasado y se lo tuvieron que llevar.

       Le pregunto si vio algo y me contesta que no.

       —Esta mañana apareció con un cachorro nuevo. La misma raza, el mismo color. ¿Sabes qué nombre le puso?

       Le respondo que no.

       —Futuro.

       Felipe se levanta de la cama y se ríe. Yo no le veo la gracia. Mi cuerpo desnudo ya no le provoca nada. Parezco un muñeco de plastilina recién despedazado. Me da un abrazo como de felicitación por una medalla en un campeonato escolar. Sale apurado para no llegar tarde a su partido de fútbol. Oigo que el vecino está hablando con el cachorro otra vez. No está bien quedarse sola con esas voces. Enciendo el televisor. En un concurso intentan cortar una manzana a la mitad, debe ser con exactitud. Ninguno de los concursantes, de capital o provincia, lo logra. La exactitud es un desvarío.
       
       Se me cierran los ojos pero no hago caso. Todavía no me quiero dormir. Acaricio a Gallardo, que esta noche está inquieto, es un vaivén de ladridos que no me molestan. Hay demasiadas ambulancias dando vueltas ahí afuera y eso lo pone en guardia. Salgo al balcón para ver qué puede haber pasado. Gallardo camina conmigo. Es tan grande este perro. Lo quiero tanto, y a la vez lo dejaría atado a un poste en la puerta de un supermercado chino. No lo voy a hacer, pero lo haría. Que Gallardo me mire mientras lo abandono y salte y llore, que despedace su cuello peludo agarrado a esa cadena de poste. Que tenga horas de tristeza ahí hasta que alguien se apiade. Tener una criatura peluda tan grande en un departamento medio vacío no es un asunto global. Pero no, no, no, querido Gallardito, jamás te haría eso. Te voy a seguir sacando a pasear, voy a limpiar tu mierda con bolsitas de plástico, te voy a bañar en la bañera dos veces al mes porque en una peluquería canina me sale carísimo. No permitiré que duermas conmigo porque no soy de esa clase de personas que embadurnan las sábanas con pelusa canina.
       
       Gallardo y yo miramos a través de las rejas del balcón. Ahí abajo, Felipe todavía intenta subirse a su auto pero no lo logra. Lo oigo maldecir. Pobre hombre en el final de sus treintas, todavía es un niño de ocho con anteojos. Aunque me acabe en el estómago y tenga un desapego maligno, sigue siendo una miniatura que no sabe qué hacer cuando no encuentra una llave. Por encima de él o allá adelante, en la esquina de un hospital público, una bicicleta dada vuelta a mitad de la esquina y una chica con casco que apenas mueve las piernas como una cucaracha mal pisada. Está viva, claro que sí, y rodeada de ambulancias. Gallardo ladra porque ve a Felipe, pero Felipe ya encontró la llave de su auto y se dio a la fuga. Ya descargó todo lo que tenía dentro, ahora podrá meter goles o romperse la rodilla en una corrida furtiva hacia el arco. La chica hace eso de mover piernas y brazos y tres monjas salen del hospital católico de la esquina de mi edificio para socorrerla. Sí. Están vestidas de monjas blancas y ayudan a una chica atea. Gallardo sigue ladrando, le pido que se calle. Ahora sí me molesta. Se lo digo de mala manera. Perro ridículo. La chica sube a la silla de ruedas y las tres monjas ondulan sus cofias porque ya llegó el viento del otoño. Estoy sola ahora, mirando la resolución de ese accidente. Se habrá roto algún hueso, mañana tendrá yesos, la visitarán sus parientes o su pareja. Menos mal que usaba casco, pobre cabrita despoblada. Tengo una mirada atenta para los desastres. Me entero de todos, soy público para la imagen que rodean las ambulancias. Siempre estoy ahí, noto los detalles y después los puedo contar.

       Ahora Gallardo se hace un bollo en la orilla de la cama. Yo me pongo aloe vera en el bozo para que no se me arrugue. Ya tengo treinta y cinco años, estas son las cosas que tengo que hacer. Hay un momento de la vida en que combatir el pliegue de la cara es la actividad principal de algunas personas.
       
       —Gallardo, ahora te quiero, pero no te voy a querer siempre.

       El perro mueve la cola y yo apago la luz. Pienso en Futuro, el cachorro ridículo del vecino que se brota. Los perros duermen, nosotros enloquecemos.

       Buenas noches.





Publicado por Anagrama, 2023



















lunes, agosto 05, 2024

«Al filo de la revolución», de Juan Patricio Riveroll

Fragmento



 

No quedaba más que esperar represalias. La embajada mexicana le dio asilo al presidente junto con su familia, al igual que al líder del Partido Comunista. Esto generó una oleada de peticiones de asilo que culminó con las embajadas latinoamericanas llenas. Ernesto, incansable, salvó de la cárcel a muchos dirigentes políticos, consiguió casas en donde refugiar a unos y encontró asilo para otros, además de trasladar algunas armas, pero ante la negativa generalizada de seguir luchando decidió viajar a México y conseguir trabajo allí, y eso a Hilda no le interesaba. Para salir del país ella tenía que hacer gestiones en la embajada peruana y cambiar el salvoconducto de exiliada con el que llegó por un pasaporte, con el obstáculo de que el gobierno en turno abominaba de cualquier aprista. No se habían olvidado de ella. Sin trabajo y sin el apoyo de los representantes de su país, mientras esperaba la respuesta de la embajada, Hilda fue detenida por la policía del nuevo régimen afuera de la pensión donde vivía. Las actividades de Ernesto no habían pasado desapercibidas.

–¿En dónde está Guevara?
–No sé, pregunten en la embajada argentina.
–Denos una fotografía suya.
–No tengo ninguna.

Al entrar a su habitación, la mujer vio libros, ropas y muchas otras cosas regadas por doquier. La policía había esculcado hasta juntar todas las fotografías que pudieron y se las mostraron una por una.

–¿Está en esta foto?
–No.
–¿En esta?
–No –y así sucesivamente, negaba ver la cara de Ernesto en fotografías en las que sí aparecía.

Hilda fue trasladada a la cárcel de mujeres Santa Teresa.

Al llegar protestó para que se respetase su condición de asilada política, para que al menos le dijeran de qué la acusaban, y pidió un abogado. La directora del penal la escuchó sin poder prometerle nada: el caso estaba fuera de sus manos.

La metieron en el mismo espacio que las presas comunes, ladronas u homicidas, en un salón enorme en el que todas dormían con la luz encendida durante la noche. Las levantaban a las cinco de la mañana y a las seis empezaban a trabajar en el aseo de la cárcel. La comida no podía ser peor: frijoles casi crudos y sin ninguna sazón, y tortillas. Enseguida comenzó a dar clases de alfabetización, pues ninguna de las presas sabía leer ni escribir. Se limitó a tomar té y de vez en cuando una manzana que le llevaba una amiga, y así cuando una comisión de la Cruz Roja visitó la cárcel, al cuarto día de su encarcelamiento, Hilda declaró que si no la ponían en libertad en veinticuatro horas se declararía en huelga de hambre. La trinchera en la que se encontraba iba más lejos que el simple exilio, de nuevo condenada al ostracismo por defender los ideales en los que basaba su vida, soportando el cautiverio con una serenidad imperturbable. Pero no fueron días fáciles. El hambre y el mal sueño la debilitaban, y el miedo de no saber lo que podían hacer con ella también la perseguía. En los momentos más duros usaba la imagen de Ernesto para recobrar fuerzas, y creía que en su posición él haría lo mismo que ella. Su mayor deseo era que no lo agarraran, pues era probable que las fuerzas represivas del nuevo Estado se ensañaran más con él.

Antes de vencerse el plazo para empezar la huelga de hambre recibió a un grupo de peruanos que le contaron que Ernesto estaba a salvo, que su primera reacción había sido querer entregarse para que a ella la soltaran, pero que todos a su alrededor lo convencieron de que no serviría de nada, que solo aumentaría el problema. Era más fácil tratar de sacar a uno que a dos. Aceptó asilarse en la embajada argentina para evitar su detención, bajo la premisa de que una vez consumada la victoria del gobierno usurpador no habría necesidad de imponer más el terror, y los prisioneros políticos quedarían en libertad.

También acudió a la cárcel el embajador chileno, que le contó que su homólogo peruano se negaba a darle el pasaporte o a hacer gestiones para su liberación, una muestra más de la mezquindad de quienes tenían secuestrado a su país. Era una pena confirmar que el embajador de la nación vecina se interesaba más por su caso.

El día que empezó la huelga de hambre la enviaron a la enfermería y la acostaron. La directora insistió en que lo que estaba haciendo era una locura y trató de disuadirla con argumentos más o menos bien fundados y la tentación de una comida como Dios manda. El aroma del pollo que pusieron a su lado en una vajilla que daba la impresión de ser fina fue como un tipo de tortura, y con toda ingenuidad intentaron convencerla con un juego de cubiertos, ausentes en el resto del penal. Recurrió a toda su fuerza de voluntad para resistir. Tomaba sorbos de agua y trataba de mantener la mente ocupada en recuerdos y en las ideas que la llevaron allí, con su integridad intacta. A las ocho de la noche la directora la mandó llamar para comunicarle que el Tribunal de Justicia había acordado liberarla y que sería interrogada al día siguiente. El nuevo gobierno tema que un caso aislado se convirtiera en un escándalo, dado el carácter político de la detención. Salieron artículos en la prensa y algunos periodistas querían hablar con ella, pero fueron rechazados por la directora; a Hilda tampoco le gustaba la idea de que un acto de rebeldía que consideraba justo cayera en el exhibicionismo.

Durante el interrogatorio el Procurador General la acusó de comunista por sus apuntes sobre la reforma agraria, sus libros sobre economía marxista y el Código del Trabajo de Arévalo.

–Tener obras marxistas no es ningún delito. Un profesional debe leer de todo.

Era cierto, porque nunca se había considerado comunista, aunque no tenía nada en contra de dicha ideología. Recordó algo que le dijo Ernesto días antes de que la detuvieran: «¿Por qué sos aprista, si pensás como comunista? Además, creo que tenés algún problema psicológico desde tu niñez, por ese complejo de Juana de Arco que revelás, eso de sacrificarse por la patria». En aquellos instantes frente al inquisidor, con las palabras de Ernesto cumpliéndose de forma grotesca, no podía explicar que ella jamás buscó estar en esa posición, que todo lo que hizo, incluso quedarse en Guatemala después del triunfo de los golpistas, fue dado por las circunstancias, y todo lo volvería a hacer si fuera necesario.

–El presidente Castillo Armas quiere verla.
–Está bien, lo único que pido son garantías para salir del país y regresar al mío.

Cuatro días más tarde todavía no se cumplía la orden de libertad, hasta que amenazó con volver a declararse en huelga de hambre. Cuando finalmente la dejaron en libertad, varias presas lloraron.

–¿Quién nos va a enseñar a leer?
–Ustedes sigan estudiando. No es fácil, pero pueden aprender solas. Es cosa de que quieran.

Hilda se apiadó de ellas. No era justo que, aunque fueran criminales, vivieran en tales condiciones. Al cerrarse detrás de ella la puerta de la prisión, la mujer sintió un gran alivio, y ese mismo día se instaló en un edificio barato. Comía en el restaurante de una amiga y se aguantaba las ganas de ver a Ernesto, encerrado en una embajada que no aceptaba visitas y era observada por los soldados del régimen. En la tensión de ese entorno envenenado, la libertad de ambos era más importante que el encuentro. 

La entrevista con el nuevo presidente guatemalteco, Carlos Castillo Armas, fue cordial, puesto que se habían conocido tiempo atrás en casa de una amiga en común. No parecía el mismo hombre de antes; su aspecto físico había desmejorado, estaba pálido y flaco, con el tórax abultado por el chaleco antibalas. Daba la sensación de estar frente a un muñeco: el de los intereses yanquis y la oligarquía. La saludó amistosamente junto con otros dos oficiales; ella le pidió que no volvieran a detenerla antes de que pudiera salir al Perú, ya que sabían que la demora en la gestión del pasaporte no era culpa suya. Fue una reunión completamente hipócrita en la que nadie habló de los temas que tenía en la cabeza.

Un día Ernesto la sorprendió en el restaurante en el que sabía que Hilda comía de vez en cuando, gracias a una de las cartas que recibió en la embajada.

–¿Por qué no te fuiste a Argentina con el resto de los asilados?
–Yo no me quiero volver, voy a seguir mi camino a México, así como lo había planeado. Vamos, andá.
–Yo me voy para Perú, pero todavía tengo que esperar el pasaporte. Si no me lo dan me sigo para Argentina.
–El mío está en la embajada mexicana para que me den la visa. Si de verdad querés irte hasta allá te doy la dirección de mis viejos, ellos te podrán ayudar en algo.

Todos los conocidos que veían a Ernesto andando por la calle o en el restaurante volteaban la cara o lo miraban aterrorizados, sin dirigirle la palabra. Era un secreto a voces que las autoridades estaban detrás de él.

–Después de este fiasco a mí me quedan claras dos cosas: que la lucha de Latinoamérica es en contra del imperialismo yanqui y que esa lucha tiene que ser por medio de las armas. Mirá lo que sucede si no se opone resistencia.
–¿Entonces por qué quieres ir a México?
–Aquí la revolución ya se acabó. Quiero trabajar un poco y juntar algo de plata para seguir a Europa, o mejor a China.
–¿Y de qué vas a trabajar?
–Un amigo de mi viejo vive allá, se supone que es un cineasta reconocido. Recordaré mis inquietudes artísticas no realizadas, empezaré como extra y después, poco a poco... Qué te parece a vos?

Hablaba entre risas, un poco en broma y un poco en serio.

–No creo que un hombre como tú, con tus ideales de justicia, encuentre en el cine el canal para realizarlos, salvo que sea en un país en donde la revolución tenga el poder político. Como trabajo eso es anularse si se hace en cualquier país capitalista. Sería mejor otra ocupación, aunque sea barriendo calles. Creo que ni como extra te conviene entrar en el cine, porque es vivir en un ambiente que cambia todas las perspectivas. Yo te aconsejo, y te lo digo solo porque me pediste mi opinión, que no te metas en eso. Si hubiese la garantía de poder hacer el cine que uno quiere, denunciando la explotación o los verdaderos problemas de la sociedad, estaría bien, pero ni para los grandes actores hay esa posibilidad. Lo que sí creo es que debes dedicarte a ser médico, aunque no ganes nada y tengas que trabajar en otra cosa para comer.

La miró gravemente y tardó un poco en contestar.

–Está bien, tomaré en cuenta lo que decís. Yo lo pensaba por si la vida en México fuera muy dura, así siempre tendría cómo resolver lo básico para no morirme de hambre.
–En caso de extrema necesidad se pueden barrer calles o lavar platos, pero tú tienes una profesión. La tienes que ejercer. 
–Sí, sí. Es verdad.

Lo acompañó en tren hasta Villa Canales, camino a la frontera, y casi no hablaron. Irse de esa forma daba una sensación derrotista que ninguno quería externar. Abandonaban un campo de batalla en el que las fuerzas contra las que lucha han salieron victoriosas, y ellos quedaban como un par de sombras olvidadas en el páramo de la opresión. Impotentes ante el zarpazo del imperialismo, su mente vagaba entre visiones de un futuro oscuro y la melancolía por la nación que había dejado de existir antes de florecer. Mantendría el nombre, pero la esencia que conocieron se esfumó frente a ellos. No tenían ganas de hablar del infortunio.

Se tomaron de la mano y él recitó los poemas de Vallejo que sabía de memoria:

–«Cuando al final de todas las jornadas, / ya no tenga un futuro hecho camino, / vendré a reverdecerme en tu mirada, / ese riente jirón de mi destino».
–Ese ya no es de Vallejo, ese ya es tuyo –dijo Hilda, y él sonrió. De no haber sido por el pasaporte y por la visa tal vez habría seguido en ese tren hacia el norte, de la mano del hombre que acaparaba su vida y sus pensamientos. La despedida fue breve, casi como un trámite. La incertidumbre se había vuelto una constante.

Ernesto cruzó la frontera, Hilda volvió a la ciudad y en una de las calles aledañas al edificio en el que vivía su mirada se cruzó con la de un ciclista. Su mal presentimiento se confirmó en la puerta, donde otro hombre y el ciclista la obligaron a entrar para recoger sus cosas bajo el argumento de que ya no era bienvenida en suelo guatemalteco.

–¿A dónde me llevan?
–A México.
–Pero no tengo papeles para entrar.
–Eso es problema suyo.





Publicado por Editorial Planeta Mexicana, 2021



















jueves, agosto 01, 2024

«La luna en harapos», de Susana Villalba

Fragmento del inicio


Fotografía original de Sebastián Freire

Hernán Cortés: Tres días la sed fue tan intensa que hasta pensamos en volver. Tres días pensé en la Catalina, su olor a nuez moscada y a tomillo, su pelo arrebatado, piel de lima y su jadeo, me tapaba los oídos y no había ron ni agua. Al fin una tormenta nos vino a ocupar en cosas de hombres. Los navíos resistieron el viento pero no el encabritar de los caballos, los hubo que atar como a los hombres que escucharon relatos de huracanes. Almacenamos agua pero la sed dejó su huella para siempre, los hombres ya no tienen corazón. Lo van perdiendo en fiebres, en la falta de paisaje, de mujer y taberna, la falta de todo lo que hace que lo tengan. Ya no hablan, el mar no necesita explicación. Y en su siempre sonar van olvidando que es posible escuchar. Sonámbulos, los tiene fascinados el naufragio como algo que al menos sucediera, como una concreción en este mundo de real espejismo. Por qué no habré venido con marinos de verdad, con los aventureros el riesgo es esta lentitud.


Malinche: La noche de otra boda, marido como un hijo, perfumes ahuyentaban lo que no era posible ventilar. Un arco tensión era la casa, Abuela sentía algo funesto, una madre alejando el tiempo de su cuerpo. Pero ya no era virgen que domarle demonios. Sus hermanas cuidaban con la furia de ordenar lo que traiciona fuerza, madre junco, los vinos y su amor de falsa mitad sin hombre. Y falso era el más suave que padre. Negociando tierras yo estaba parte pero sentía un rumor que me apartaba. Parteras de otro mundo sentí, me desgarraban. Madre era una mujer, yo no era la hija, era mujer. Puñal sus ojos, lo miraba por ver si él me miraba. Me alejaba con pedidos inútiles. Después cambió la casa.


Templario: Por el agua fue mi cuna y fue mi vida, Juan Sin Tierra y una sola quietud que fue la Orden templando el corazón. Por el agua fui cristiano y por el fuego caballero, por la cruz donde se cruzan en la tierra. Por los siglos de los siglos en el agua. La ciudad de cristal está muy cerca. Lo sé por los tifones que la guardan, por los monstruos que suben a cubierta devorando marineros con su abrazo fatal y sus silbidos de náufraga artimaña. Qué frágiles navíos, qué juncos por espadas, qué inconstancia. Llegamos a la tierra del verano donde aguardan los grifos, los perros lobizones gimiendo ante las puertas, atrayendo a las estériles que sueñan con un llanto en el umbral.


Malinche: De pronto la madre se hizo madre por el hijo. La hija nació cuando era niña de madre. El padre fue a la muerte y yo tras él como sus mantas, su cuchillo y las ofrendas al guardián del pasadizo. Fui tras él como su perro que lo guía entre montañas, por el frío, por el agua y las arenas de la muerte. Se fue el padre y ya no tuvo la madre que ser madre de la hija. Fue mujer y no fue madre de mujeres. Fue nueva de hombre nuevo, hijo nuevo, lo viejo hasta la hija fue arrojado.


Soñador: No el agua del segundo doblez, que se camina, agua de mundo, volver a ser, después del frío, una saeta agua. Vendrá de sal de vientre, los sueños de la tierra, una copulación en disolverse. Por agua que brama, por entraña de agua que ruge, por el revés del cielo. Vendrá animal que corre cuando no huye, o de su sombra. De los tiempos atrás del tiempo cuando empezó a correr. Una embriaguez animalada a lo venado. Baba de espuma de sal cuando salía de la boca del mundo de atrás. En el segundo doblez. De la tercera generación de lunas. Un fuego hecho venado con su jaguar en corazón. Una flecha con patas de animal y cuerpo de dos brazos, como hombre de la novena casa, del círculo de estrellas que nos toca. Peligrosa conjunción. El tercer fuego el que debía ser, sacerdote guerrero. Vendrá prestado. Vendrá torcido, dividido. De la madera que frotó la mala piedra. La piedra piedra. Venado tras venado tras venado. De la profundidad del corazón de agua. Brujo de los brujos de los peces, una memoria hacia adelante. Y hacia atrás. Agua que quema como agua. Salir de madre. Cabeza ya fue. Jaguar tendido. Ubre del sueño. Así vendrá, la mala leche, salada y fuego. Que no apagó en el tiempo de apagar. Vendrá. Mucha madera para nada.


Hernán Cortés: Agua y joyas, Grijalba no pedía otra cosa. Sin ver lo que no quiso detrás de cada orilla. Por eso vengo yo por toda la agua del mundo. Y detrás siempre hay agua. La calderilla se la dejo a Velázquez, no vine de tan lejos a hacerle de patán y contador sino a mis cuentas propias con la vida, no vengo en cualquier busca como andan ganapanes. Estamos para altos menesteres sobre estos sarracenos. Venir a pedir agua y unas joyas que no ahorran la costa de la armada, no debieran admitir a los cobardes, no debieran permitir a los vulgares mercachifles. Si les faltan esclavos descubren por azar y le fabulan intención, efímeras conquistas necesarias. Perros del bastimento.


Malinche: Aquella noche hubo tormenta, venía como un rayo el que nacía. Algunos árboles cayeron, el padre vendaval golpeó la casa. Me soñaba entre parteras, con la madre esperando a ese rey de tempestades, ese oscuro como el clan del axolote, llegado intempestivo a llevárseme la madre como al padre se lo llevó el olvido. Pero no estaba allí, me vinieron a buscar las comadres al alba. Lejos el hermano había nacido en esa puja con los cielos, por la noche, con la luna de tormenta. Lo dejamos una noche en las cenizas, por saber qué animal lo protegía. Por la mañana hubo huella de ocelote, el que limita territorio. Bautismo de cacao, lo llevamos al oráculo. Lo llamaron ese día ni aciago ni a favor, un solo obstáculo dijeron y todos me miraron.




Publicada por Salta el Pez Ediciones, Buenos Aires, 2021



Publicada por Descontexto Editores, Santiago, 2024







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miércoles, julio 31, 2024

«La expulsión de los jesuitas», de Eduardo Galeano




 

Las instrucciones llegan en sobres lacrados desde Madrid. Virreyes y gobernadores las ejecutan de inmediato, en toda América. Por la noche, de sorpresa, atrapan a los padres jesuitas y los embarcan sin demora hacia la lejana Italia. Más de dos mil sacerdotes marchan al destierro.

El rey de España castiga a los hijos de Loyola, que tan hijos de América se han vuelto, por culpables de reiterada desobediencia y por sospechosos del proyecto de un reino indio independiente.

Nadie los llora tanto como los guaraníes. Las numerosas misiones de los jesuitas en la región guaraní anunciaban la prometida tierra sin mal y sin muerte; y los indios llamaban karaí a los sacerdotes, que era nombre reservado a sus profetas.

Desde los restos de la misión de San Luis Gonzaga, los indios hacen llegar una carta al gobernador de Buenos Aires. No somos esclavos, dicen. No nos gusta la costumbre de ustedes de cada cual para sí en vez de ayudarse mutuamente.

Pronto ocurre el desbande. Desaparecen los bienes comunes y el sistema comunitario de producción y de vida. Se venden al mejor postor las mejores estancias misioneras. Caen las iglesias y las fábricas y las escuelas; las malezas invaden los yerbales y los campos de trigo. Las hojas de los libros sirven de cartuchos para pólvora. Los indios huyen a la selva o se hacen vagabundos y putas y borrachos. Nacer indio vuelve a ser insulto o delito.



en Memorias del fuego, II. Las caras y las máscaras, 1984













martes, julio 30, 2024

«La señora muerta», de David Viñas





 

—No me gusta el olor de la goma quemada —fue lo primero que dijo esa mujer. 

Moure la miró un rato antes de contestar, pero no como la había estado observando hasta ese momento, desde que la descubrió en la cola apoyada a medias contra la pared, con un gesto resignado e insolente a la vez. «Levante», se dijo. «Levante seguro», y le sonrió: 

—No es goma lo que están quemando. 
—Ah, ¿no? —esa mujer lo miraba con desconfianza— ¿Qué es entonces? 
—Inmundicias —murmuró Moure con malestar. 
—¿Y de quién? 
—De todos... de todos los de la cola. Hace dos días que vienen haciendo lo mismo. 

Desde atrás, los que estaban en medio de la penumbra que flotaba sobre la calle, los empujaron para que avanzaran: ella se dio vuelta, apenas molesta de que la tocaran o de que le arrugaran el vestido, murmuró. Ya va, ya me di cuenta, qué tanto, y avanzó unos pasos ceremoniosamente. Se había apoyado contra la chapa de un hotel y se miraba en el reflejo: era un enorme cuadrado de bronce y Maure advirtió que se palpaba los labios. 

—¿Le duelen? —se le acercó.
—No. Estoy despintada. 

Y esa mujer seguía mirándose aunque esa chapa la reflejase deformada, con una boca más ancha y unos ojos estirados. 

—Usted no tiene esa boca —señaló Moure. 

Ella abrió y cerró la boca varias veces, como si estuviera en un parque de diversiones, con la desconfianza de un chico o de un provinciano: 

—Sí, tengo una boca de muñeco —se juzgó con aire despreciativo. 
—No, no... —protestó Moure. 
—Pero me gusta tener una boca así. 

Unos metros más adelante se fue levantando un murmullo que aumentó la densidad y se prolongó un rato, como un moscardoneo. «No me puede fallar», se propuso Moure. Una mujer con la cabeza cubierta con una pañoleta se le arrodilló delante, agachada la frente y parecía rezongar con una confusa irritación mientras se frotaba las manos; cuando la fila avanzó de nuevo, la mujer se fue arrastrando sobre las rodillas sin dejar de gangosear eso que decía, sin dejar de frotarse las manos. 

—Rezan, ¿no? 
—Sí —dijo Moure. 
—Ah... —ella se persignó y lo hizo con torpeza, velozmente; parecía alarmada y miró ese cielo bajo como si hubiera escuchado el ruido de un avión y tratara de localizarlo. Pero el cielo estaba negro y no se veía nada. Después se tranquilizó, lo miró a Moure, se sonrió a medias, agradecida de algo y apoyó la cabeza contra la chapa del hotel. 
—¿Está cansada? —la sostuvo Moure mientras se repetía «No me falla; no me puede fallar». Al fin de cuentas, él había ido a la cola para eso. 

Pero ella balanceaba la cabeza: eso no quería decir ni que sí ni que no, solamente que no estaba segura. 

—¿Quiere irse? — 
—Cuando me sienta bien cansada. Moure le oprimió el brazo.
—Pero mire que tenemos para rato. Ella frunció las cejas: 
—¿Lo dice en serio? 
—Yo siempre hablo en serio. 
—¿Y cuánto dice que falta? 

Moure miró hacia adelante y calculó dos cuadras, tres, una mancha larga que se estremecía en medio de la penumbra, los de atrás que volvieron a empujar con una pesadez insistente, la mujer de la pañoleta que seguía murmurando algo que no se entendía muy bien, ahí arrodillada, un soldado con una olla humeante que brilló bajo el farol: 

—Unas tres horas dijo. 
—¿Tanto? 

Moure presintió que a ella no le interesaba mucho lo que había preguntado, ni le interesaban las palabras que había usado, ni ninguna palabra: 

—Y, hay mucha gente —reflexionó. 
—A la gente le gusta. 
—¿Estar en la cola? 
—Sí —dijo ella con desgano—. Le gusta esperar algo, cualquier cosa... 

La mujer arrodillada por momentos parecía irritarse con lo que rezaba, cabeceaba y fruncía la frente. «Esta noche no puede fallarme», seguía pensando Moure. Y toda esa fila avanzaba muy lentamente, mucho más despacio que en una procesión. Moure calculó: allá adelante estarían por cruzar un puente, se le habrían roto las ruedas a un carro o el caballo se habría muerto en medio de la calle. Algo así pasaría. «Seguro». Y había tan poca luz con esos trapos negros que envolvían los faroles y todo era tan borroso. 

—¿Me permite? —ella se le apoyó bruscamente en un brazo se descalzó, primero un pie, después el otro y se los sobó con unos quejiditos de satisfacción. Pero cuando estaba en eso, volvieron a empujarla para que avanzase y ella repitió —Ya está, ya va, no ven lo que estoy haciendo. Me van a pisar, tengo los pies desnudos... La mujer de la pañoleta levantó un momento la cabeza, verificó quién había dicho eso y siguió con su rezo. 

—¿Un poco de sopa? —ofreció Moure. 
—No —ella todavía estaba con los pies desnudos y pugnaba por mantener el equilibrio y calzarse— Me aburre la sopa. 
—¿Ni un poco? 
—No. 

Moure señaló: 
—Pero mire que le están ofreciendo...

Un soldado le había tendido una taza pero tuvo que recogerla; tenía una cara adormecida y se esforzaba por sonreírse: la contempló a esa mujer, intentó sonreírse con más convicción y lo único que logró fue un parpadeo, entonces la miró humildemente pero ella había hundido las manos en los bolsillos y sacudía los hombros: 
—Me aburre la sopa —repetía—. De chica, me la hacían tragar: de arvejas, de sémola, de verduras, era un asco. 

Moure sacó un cigarrillo y lo golpeó muchas veces antes de encenderlo. «Papa comida», se felicitó. Estaban muy cerca de uno de esos montones de basura que habían quemado y que soltaban un calor denso, incómodo y un poco tembloroso; algunas personas salían de la fila, se acercaban, la cara y el pecho se les enrojecían y se quedaban un rato frotándose las manos como si estuvieran redondeando algo entre las palmas, un poco de harina o de barro. Después volvían a la fila y les susurraban a los que tenían al lado vayan, vayan; no les dicen nada. Moure la codeó a esa mujer y señaló: otro se despegaba de la fila con una carrerita parecida, casi avergonzado, casi alegre. 

—¿Fuma? —preguntó Moure. 

Ella miró a los costados, atentamente, después un poco a la mujer que seguía arrodillada y rezongando: 
—¿Aquí?... —y no sacó las manos de los bolsillos. 

Moure encendió el cigarrillo y largó unas bocanadas para que ella oliera: eso era bueno, caliente y llenaba la boca y el pecho. «Esto marcha solo», se alegró. Ella le miraba la mano, sin indiferencia y de vez en cuando le espiaba los labios y la nariz se le hinchaba como si le costara respirar o como si todavía le molestara ese olor que había creído era de goma quemada. 

—¿A usted le gustaba? —dijo de pronto. 

Moure se sobresaltó pero largó una lenta bocanada: 
—¿Quién? 
—La Señora... ¿Quién va a ser si no? 

Moure tomó el cigarrillo entre las dos manos, lo acható y arrancó una hebra con la misma cautela con que se hubiera cortado una cutícula; después levantó la vista y la miró a esa mujer: era joven, tendría unos veinticinco, no mucho más. «Si me la pierdo soy un…». Pero no se la iba a perder. Los de atrás empujaban, esos no respetaban nada, no se dio por enterado y siguió mirándola: el cuello, ese pecho tan abierto, el vientre y la deseó bastante. Por fin dijo: 
—Era joven... 
—¿Usted cree que la podremos ver?
—Y, no sé. Habrá que esperar.
—Dicen que está muy linda. 
—¿Sí? 
—La embalsamaron. Por eso. 

Había quedado un espacio entre ellos dos y la mujer arrodillada. 

—Hay que correrse —dijo ella como si se tratara de algo inevitable. 
—Sí —advirtió Moure—. Sí. 

Y se quedaron mirando vagamente hacia adelante: la mujer de la pañoleta se puso de pie y estuvo un buen rato observándose y tocándose las rodillas, un chico empezó a llorar y una mujer deslizó una mancha blanca sobre su mano y ahí la sostuvo y de nuevo pasaron los soldados, esta vez ofreciendo café, sin saltearse a nadie, desapasionadamente. Ella murmuró algo y Moure le escrutó la cara para ver qué quería. No. Me estaba acordando de algo. Nada más, dijo ella sin sacar las manos de los bolsillos; Moure advirtió que era de piel el sacón que tenía porque lo rozaba contra el dorso de la mano y pensó que le hubiera gustado acariciarlo con los dedos, con el pulgar sobre todo, pero no se animó. 

—¿Vio? —era ella que señalaba con el mentón desganadamente. 

Moure volvió la cabeza y vio a un hombre que orinaba al borde de la vereda y se sintió irritado, justamente irritado, porque ese podría haber ido a otro lugar o se hubiese aguantado o, en último caso, no se hubiera puesto en la fila, entre tantas mujeres, porque esas cosas siempre pasan y uno debe saber lo que se puede aguantar. 

—Está mal, ¿no? —murmuró. 

Pero ella se había apoyado contra una vidriera y bostezaba, olvidada de sus pies y de ese hombre que orinaba, y lo hizo varias veces, porque no fue un solo bostezo prolongado sino una serie de tres o cuatro que la obligaron a fruncir la nariz y a secarse unas lágrimas con la punta del pañuelo. 

—¿Tiene sueño? 

Ella negó sin dejar de bostezar: 
—Hambre tengo. 
—¿Quiere... ? 
—Sí. 

Y fue ella misma quien lo tomó del brazo y la que dijo que subiera a un auto y fueran primero a cualquier lugar. Algo cerca, fue lo único que exigió y no perentoriamente, sino como si recordara algún requisito o alguna ventaja. Se arrinconó a su lado en el auto y contemplaba sin ningún asombro las piernas de los que iban en las plataformas de los tranvías iluminados, a uno que llevaba sandalias, a los que la miraban largamente sin atreverse a sonreírse pero con muchas ganas de hacerlo cada vez que el auto se detenía en cualquier bocacalle. Cuando un marinero se inclinó un poco para verla mejor, ella golpeó con la mano en el vidrio. A ese lo espanté, suspiró. Y usaba un perfume de malva, un perfume de vieja o de casa con pisos de madera. ¿Y cuánto querés? Lo que vos quieras y el auto siguió corriendo. Moure se sintió agradecido, entusiasmado y le pasó el brazo sobre los hombros. Cerca, ¿no?, volvió a preguntar ella y Moure sacudió la cabeza. Esa cola, la gente que esperaba con tanta indiferencia, amontonados, pasivos, la calle en tinieblas, él había esperado demasiado. Era lento y lo sabía, pero tampoco se podía atropellar. Pero ya estaba. Y solo, esas cosas se hacen solas. Cuanto más se piensa, sale peor. Cuando el coche se detuvo por primera vez y Moure advirtió que el chofer esperaba una nueva orden mirando en el espejito, apenas dijo a otra. Pero cerca. Cuando ocurrió la segunda vez, eso de toparse con una puerta cerrada cuando alguien piensa exclusivamente, cálidamente en entrar de una vez y quedar a solas como dos chicos que se esconden dentro de un ropero para que el mundo de los adultos tan ordenado y con tanta gente que mira se desvanezca, Moure se empezó a irritar. No hay lugar —informaba el chofer—. ¿Los llevo a otro? Sí, sí. Pronto. Y anduvieron dando vueltas por unas suaves calles arboladas y ella empezó a reírse porque sentía las manos de Moure que le oprimían las piernas, pero no como para acariciarla, como si ella fuera ella, es decir, una mujer, sino como si su piel fuera un pañuelo o una baranda o la propia ropa de Moure, algo de lo que se aferraba para secarse o para no caerse. Por favor... por favor, repetía Moure y le estrujaba la carne. También estaba la mirada del chofer, que delante de esos portones cerrados soltaba el volante como para dar explicaciones porque él no tenía nada que ver con todo eso. ¿Los llevo a otro? Sí. Pronto... Pero, pronto por favor... Y toparon con otro portón, una gran tabla pintada de gris cerrada con un candado, y la risa de esa mujer aumentó mientras Moure pensaba que lo que a ella le correspondía era quedarse en silencio, tomarlo de la mano y tranquilizarlo o pasarle los dedos por las sienes para que se le desarrugara la frente, pero las mujeres se ponen nerviosas y no sirven para nada y por eso son mujeres. El coche había parado por cuarta vez o sexta y el chofer repetía ese mismo ademán de prescindencia. 

—¿Todo está cerrado? —gritó Moure. Los ojos del chofer apenas temblaron en ese espejito y ella se rio con una risa que le dobló la espalda. 
—¡No te rías más, mujer! —la sacudió Moure. 

Y ella sólo negó con la cabeza, sin hablar pero con más ganas de reírse, apretando los labios y no cubriéndose la boca con una mano. 

—¿No se puede ir a otra parte?
—Moure se había tomado del respaldo del chofer. 
—Y, no sé... 
—¿Nada hay? 
—Más lejos... 
—¿Dónde? 
—En la provincia. 
—¿Seguro? 
—No; seguro, no. 
—Estaba de Dios que tenía que pasar esto —cabeceó Moure. 
—Hay que aguantarse —el chofer permanecía rígido, conciliador—. Es por la señora. 
—¿Por la muerte de?... —necesitó Moure que le precisaran. 
—Sí, sí. 
—¡Es demasiado por la yegua esa! 

Entonces bruscamente, esa mujer dejó de reírse y empezó a decir que no, con un gesto arisco, no, no, y a buscar la manija de la puerta. 

—Ah, no... Eso sí que no —murmuraba hasta que encontró la manija y abrió la puerta—. Eso sí que no se lo permito.., — y se bajó.




en Las malas costumbres, Editorial Jamcana, Buenos Aires,1963













lunes, julio 08, 2024

«A Ramón Imago no le importaba decirlo (aunque nunca lo dijo)», de Rafael Bielsa

Fragmento del inicio


 

Brandán Niemöller se preguntó cuál era exactamente su profesión. ¿La de un historiador errante, la de un arqueólogo, la de un antropólogo evolutivo, la de un escritor o detective? 

De la respuesta a esa pregunta dependería el estilo elegido para narrar todo lo que le había revelado el contenido del portafolios. El abordaje expositivo, su estilo, su ritmo. El aliento del texto. 

No hacía demasiado tiempo atrás, apenas después de que el Regente inaugurara la «cofia» durante una celebración ecléctica −en la que se mezclaron los símbolos ceremoniales con el vodevil popular, en una atmósfera cuyo exceso de colores, olores y sonidos conducía a lo reverencial−, había entrado en una de esas tiendas tan divulgadas luego de la última Máxima Purificación, donde se ponían a la venta objetos recogidos de la diáspora y el abandono. Desde dispositivos ecológicos superados hasta unas toscas piezas para sostener los pantalones, los llamados «cinturones», a los que se sumaban zapatos de cuero flor, y obsoletas fuentes internas de luz. Hasta un portafolios rebosante de papeles. En fin, todo esto en casas provisoriamente deshabitadas, o en edificios que alguna vez habían sido imponentes dependencias públicas que jamás volverían a cumplir las mismas funciones. La caída de todo orden es, inexorablemente, cubierta por otro que se dice superior. 

Brandán, por aquellos días, estaba estudiando la Primera Independencia territorial respecto de la desaparecida República Argentina, concretada tras la Separación. 

O sea, los hechos que dieron vida y aliento a la República de los Buenos Aires, y los posteriores que determinaron su caducidad por medio de la creación de la Ciudad Sobe- rana de Buenos Aires, donde vivía, ahora bajo la «cofia». Protagonistas, líneas históricas de fuerza, instituciones. 

República Argentina, República de los Buenos Aires, Ciudad Soberana de Buenos Aires, todo en menos de dos décadas. Territorios menores y desdichas mayúsculas para demasiados seres humanos. Siempre las había habido, pero rara vez tan irreparables. 

Su empresa no era sencilla. Primero, porque sobre ese período existía una sombra espesa incitada por las autoridades, en particular por el Regente, quien detrás de su título transitorio no tenía la más mínima voluntad de abandonar el poder. Por lo propio, era difícil que los protagonistas presenciales se prestaran a la confidencia. Y, finalmente, porque el conocimiento de la historia no se le inculcaba a nadie, lo que no dejaba de tener su costado benéfico: esa ignorancia permitía encontrar −de casualidad o por provocación de los propios elementos hallados–, cosas como el portafolios. 

El contenido consistía en una gran cantidad de hojas impresas en viejos periféricos láser, libretas manuscritas, fotografías, reproducciones de documentos históricos, todo perteneciente en su tiempo a uno de los actores de la Primera Independencia en el que Brandán Niemöller había puesto la lupa: Ramón Imago. Protagonista secundario, es cierto, pero de ahí́ su originalidad y el peculiar interés en sacarlo a la luz. De los actores principales se ocupaba la memoria popular y la propaganda gubernamental, para adorarlos o para incendiarlos. 

Obedeciendo a un reflejo, rotó la cabeza hacia el archivador. Pensó en que la vieja República Argentina había sido un país desdichado. De indecible riqueza, con un pasado de apogeo que los argentinos terminaron por malograr. 

Habían cultivado tal virtuosismo destructivo, que llegó a ser el rasgo fundamental de esa comunidad organizada en el caos. A través del hábito de meterse en todo lo ajeno mientras desertaban de sus propias responsabilidades, abrazando el credo hipster de la división, siendo eruditos en la cultura de la discordia, desatando un darwinismo salvaje que, por unánime, terminó por decretar la impunidad del rebaño. Bastaba con que alguien escupiera en el suelo, para que de ahí́ naciera un saqueador. La anarquía misma, como chaparrones hidrófobos. 

Como amantes noveles ofuscados ante la belleza del objeto de su deseo, en lugar de poseerlo, habían preferido aniquilar a todo aquel que imaginaran que estaba deseando lo mismo que ellos. 

Amantes inseguros que fueron perdiendo la cordura en las bóvedas de la codicia, en el burlesque de la vulgaridad, en los laberintos de la intolerancia. Incapaces y caprichosos, soslayaron algunas de las lógicas del amor: su asimetría, el precio en dolor que hay que pagar por el disfrute de las delicias, su naturaleza transitoria, que aconseja algo de contemplación y bastante más de paciencia. 

Tardíamente adolescentes, siempre bruscos, jamás interesados por los bordes blandos de la armonía. Con una épica apoyada en la indolencia, la incompetencia, y la insensatez, vivieron años luchando, malviviendo, emigrando y muriendo por tratar de que lo inexorable tuviera la apariencia de un logro esperado. 

Su legendaria intemperancia estaba mucho más forjada en la impotencia que en la defensa de los principios. Y su ingenio, del que todavía se hablaba, no era más que astucia e instinto, los mismos de los animales para encontrar el camino más corto. Como la hormiga del desierto o el charrán ártico, bichos de los que hablan y muestran los programas audiovisuales y sensoriales de memorias del mundo exterior. 

Fue así, pensando en la estirpe de la Ciudad Soberana de Buenos Aires, casi como un cronista usando herramientas arqueológicas, que, tras pasar por la antropología en sus diversas especialidades y por la atractiva actividad detectivesca, llegó a tomar la decisión, de que los documentos de Ramón Imago serían material para una narración novelesca. Lo que alguna vez se había llamado real-fiction





en Bestias fugaces talladas en el tiempo, Descontexto Editores, 2024







Fotografía original de Rafael Bielsa por Silvana Colombo






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