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las otras vidas
Tribuna
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Hacer no haciendo

En nuestro mundo prima la inmediatez, pero en bastantes ocasiones sería mejor hacer muy poco o nada

Ilustración de Fran Pulido para la tribuna de Antonio Muñoz Molina 'Hacer no haciendo'
Fran Pulido
Antonio Muñoz Molina

En nuestra mentalidad occidental y moderna decidimos que para arreglar un problema o mejorar una situación hay que hacer algo de inmediato. No se nos ocurre que en bastantes ocasiones sería mejor hacer muy poco, o incluso no hacer nada. Para nosotros ese “no hacer” encubre una pasividad culpable, tal vez una simple impotencia, teñida de resignación. Pero la simple observación de la vida enseña que en situaciones cruciales lo mejor no es hacer algo, sino abstenerse de hacerlo, y que la urgencia por actuar sin el grado necesario de conocimiento o reflexión puede conducir al desastre, agravando el infortunio que se intentaba remediar. Hay ciertas cosas que está bien hacer para mantener la salud, pero algunas de las medidas más importantes consisten en no hacer algo: no fumar, no comer ni beber en exceso. El no hacer no es pasividad, sino acción indirecta, incluso sigilosa. Los cinco preceptos del budismo no exigen hacer ciertas buenas acciones, sino no hacer otras: no tomar lo que no ha sido dado, no hablar de manera falsa o injuriosa, no perder el control de uno mismo mediante alguna forma de intoxicación, no entregarse a una sexualidad dañina para uno mismo o para otros, no destruir la vida. El resumen es más simple todavía: no hacer daño.

No hacer daño se nos aparece como una ambición muy limitada, dada la urgencia de todas las cosas que sí hay que hacer, pero su cumplimiento en la práctica tendría consecuencias revolucionarias, igual que la tiene en la vida de cualquiera. En nuestra juventud creíamos que para ser auténticos había que decirlo todo, y que la sinceridad completa era saludable aunque causara heridas. Con el tiempo nos hemos ido dando cuenta de que no decir ciertas cosas puede ser cortesía y prudencia, no hipocresía, y que cuando las diatribas se encienden, en privado o en público, las palabras cobran una inercia violenta que no controla nadie. En tales casos, es preferible acogerse a lo que llamaba Buda “el noble silencio”.

Yo estoy contento de unas cuantas cosas que he dicho en voz alta o por escrito, y me alegro de otras que elegí no decir, o que he borrado después de escribirlas. En el taoísmo existe el concepto del “no hacer”, que se complementa con el de “hacer no haciendo”. De él puede que aprendiera Gandhi la idea de la “no violencia”, que es la prueba más radical del grado de heroísmo que exige el no hacer. Rosa Parks eligió no levantarse de su asiento en aquel autobús de Montgomery, Alabama. Los manifestantes contra la segregación elegían no responder a los golpes de la policía ni a los insultos de los racistas, y no resistir a la detención. Los activistas israelíes, escasos y admirables, y sus iguales palestinos que se unen para protestar con la misma vehemencia contra los crímenes de Hamás y contra las matanzas innumerables del ejército israelí, han elegido no secundar la atmósfera inhumana de odio y venganza que ha invadido esa tierra.

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Hay que saber qué hacer, y qué no hacer. He leído con gran curiosidad una información de este periódico sobre las tareas emprendidas para recuperar un paisaje arrasado hace doce años por uno de los incendios más devastadores de esta edad nueva del fuego en la que ahora vivimos, en los montes valencianos de Cortes de Pallás, donde ardieron treinta mil hectáreas de bosque. La respuesta a una calamidad así nos parece evidente, y ha sido la habitual durante mucho tiempo: limpiar el terreno quemado y reforestarlo cuanto antes, con tantos árboles como sea posible. En estos montes de Valencia, cuenta Pau Alemany, se ha elegido la opción cautelosa de hacer mucho menos, y de hacer no haciendo, porque la experiencia dice que hacer demasiado puede contentar a los planificadores y a los políticos, pero agrava los mismos problemas que se intentaban resolver. Una plantación masiva impone la primacía de una sola especie y favorece a medio plazo que se produzcan más incendios, porque no basta solo con plantar árboles: hay que cuidar el bosque, desbrozarlo, retirar la materia vegetal seca que hace de yesca en el origen de un incendio. La ideología del hacer incondicional exige cadenas lineales de causas y efectos; pero puede haber efectos inesperados y desastrosos, y en el mundo natural, como en las vidas humanas, hay conexiones radiales en las que puede intervenir beneficiosamente el azar. En Cortes de Pallás, con el asesoramiento del WWF, no se intenta replantar un bosque que volverá a arder, sino restaurar un ecosistema completo, con una variedad de especies vegetales y animales que lo hagan más resiliente, y en el que han de participar no solo ingenieros y brigadas forestales, sino habitantes del territorio con sus trabajos diversos, incluidos pastores con sus rebaños de cabras: las cabras mantienen a raya la proliferación de la maleza, y además abonan el terreno con su estiércol, y a través de él propagan semillas, haciendo así su papel en la repoblación.

Hay que dar tiempo al tiempo. La gente del campo conocía por experiencia los beneficios del hacer no haciendo. Cada dos o tres años una parte de la tierra debía no cultivarse y dejarse en barbecho, para que así pudiera recuperar los nutrientes. En el barbecho de una finca de cereal que pertenecía a otro dueño, mi padre, con su consentimiento, me hacía llevar a nuestros animales de carga, trabándoles las patas delanteras para que no escaparan. La yegua y la burra parecían igual de bien avenidos que Rocinante y el rucio de Sancho. La ganancia era mutua, y se lograba sin esfuerzo. Nuestros animales pacían los tallos de las espigas segadas y la hierba que había ido creciendo desde el verano anterior, y a la vez estercolaban la tierra, y contribuían a su recuperación. Sin duda los abonos químicos y los pesticidas aumentarían durante un tiempo la fertilidad de la tierra y su rendimiento económico. Pero en un plazo no muy largo la tierra se agota, y desaparecen las especies silvestres de plantas e insectos que la enriquecían sin que se fijara nadie. En la pandemia aprendimos que la mejor política de protección de la naturaleza era dejarle el respiro del no hacer humano. En el silencio de las calles sin tráfico no había copa de árbol que no se agitara con los trinos agudos de los pájaros, y en las grietas de las aceras y hasta del asfalto surgían briznas vigorosas de plantas.

En los oficios de las artes y de la imaginación el no hacer tiene un valor que no se reconoce. A veces hay que escribir, y hay veces en las que es mejor no escribir. También es bueno el barbecho en la literatura. Lo que la disciplina y la premeditación no consiguen, a pesar del más arduo empeño, nos lo provee gratuitamente el azar. El artista primerizo cree en la sobreabundancia: cuantas más palabras, más adjetivos, más notas, más pinceladas, más gesticulaciones, más rico y original será el resultado; cuanto más completo sea el plan de una novela —aquí viene la horrenda palabra estructura— más sólida será la forma final.

Cuesta aprender a no hacer ni decir demasiado, incluso a no saber demasiado del proyecto que se tiene entre manos. Un libro ya escrito no suele mejorarse añadiendo, sino quitando. El dominio de una técnica, como el de un idioma, solo es verdadero cuando se ha vuelto inconsciente. Entonces sucede lo que parece el puro abandono de la invención, el fluir sin error y sin apariencia de esfuerzo que reconozco en ese dibujante que trabaja en su cuaderno a mi lado, la inmediatez entre la idea y el acto de un calígrafo japonés o un maestro del jazz. Lo lineal se disuelve en una constelación de conexiones inesperadas. Hacer es no hacer: parece que la música corre como el agua de una fuente, que la novela o el poema se están escribiendo solos.

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