EL CIELO DE LAS BIBLIOTECAS
n veintidós de abril –qué más da de qué año– me llamó la hija de uno de mis viejos profesores de facultad. No hablaba con ella desde el funeral de su padre, al que acudimos un puñado de antiguos estudiantes que no le olvidábamos como profesor y persona. Nada puede separar lo que la literatura ha unido. Después de la ceremonia, alguien dijo que debíamos tomar algo, porque después de todo aquello era una reunión de antiguos compañeros de facultad,… Los demás también hablaban de autores, claro, ése era su trabajo, pero los despachaban como quien recita un listado de teléfonos. Aquel viejo profesor de filología que realmente amaba la literatura, por raro que parezca, era una isla en un mar de egos sin vocación.
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