LAS HORAS DE TERCIOPELO
Solange. París, junio, 1940.
Podía escuchar el sonido de los aviones afuera, su estruendo me llenaba de angustia. Lo único peor habría sido la alarma de una sirena anunciando un bombardeo. Me mordí el labio y me apresuré a tomar mi maleta.
Caminé por las habitaciones del departamento de mi abuela por última vez. Mi dedo se deslizó por los bordes de los muebles; dejé que mis ojos absorbieran la imagen de sus amadas porcelanas, de sus adornos tallados y, finalmente, de su magnífico retrato sobre la repisa de la chimenea. La única posesión de mi abuela que llevaría conmigo estaba oculta bajo el cuello de mi blusa, y sentirla contra mi piel me daba valor.
Aprendí muchas cosas de mi abuela en los últimos años, a pesar de que fue poco el tiempo que conviví con ella. Me enseñó que si se trataba de cambiar tu vida, lo mejor era no ponerte sentimental y apresurarte, así que eché un último vistazo a sus preciadas pertenencias y busqué en mi bolsa la llave. Cerré la pesada puerta detrás de mí y metí la llave en la cerradura. El departamento de mi abuela y sus pertenencias se quedaron exactamente como ella lo pidió. El lugar estaba ya sellado como una tumba.
Mi nueva vida comenzó en el instante en que cerré la puerta de ese departamento, con los tesoros personales y secretos de mi abuela guardados en sus profundidades.
Sería otra historia enterrada en nuestra familia llena de reinvenciones y cambios de nombre, de alquimistas y connoisseurs de la belleza y el amor.
Mi padre, un farmacéutico, creció sin saber de la existencia de su madre biológica hasta los dieciocho
Estás leyendo una previsualización, suscríbete para leer más.
Comienza tus 30 días gratuitos