EL DESTINO DE UNA REINA
1 El convento de Nuestra Señora Sur de Francia Verano de 1789
Algo estaba muy mal. Pude darme cuenta esa mañana por sus rostros enjutos, por la manera en la que las monjas corrían por el pasillo, con los talones golpeteando furiosos contra las antiguas y frías piedras de la abadía.
Mi estómago gruñó y apreté el puño contra él, esforzándome por no pensar en el hambre. «Hace décadas que no teníamos una cosecha tan mala», no dejaron de decir las monjas durante todo el verano, con la misma proporción de resignación y censura, como si de alguna manera nosotros lo hubiéramos provocado. «Dios está probando nuestra fe». La prueba de Dios duró semanas, luego meses. Meses que, para una niña hambrienta de once años, se alargaban con la vastedad de la eternidad. «Debemos rezar por las pobres almas que sufren. Recemos por los pobres, por los hambrientos», nos decían las monjas cada noche, en vísperas, y de nuevo en los himnos matinales. «¿Los hambrientos?». Tenía ganas de maldecir-las. «¿No estoy yo muriendo de hambre?». Por supuesto, sabía mejor que nadie que no debía contestarles a las hermanas más que con una triste inclinación de cabeza, con los ojos piadosamente mirando al suelo. Además de tener el vientre vacío, solo faltaba que también me doliera la espalda.
El único lugar en el convento en el que obteníamos comida suficiente era
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