LA CAÍDA DE LOS DIOSES
Unas semanas antes de que el régimen nazi iniciara su descenso a los infiernos, Adolf Hitler pronunció uno de sus discursos más infaustos: “¡Si el pueblo alemán no está dispuesto a emplearse a fondo para sobrevivir, no le quedará otra que desaparecer!”. El imperio milenario y universal con el que soñaba el Führer pronto iba a quedar reducido a un perímetro de apenas dos kilómetros en el centro de Berlín. En su delirio, el comandante supremo del Reich pensaba que los mejores alemanes habían muerto en los campos de batalla. El resto, los que le habían fallado, solo merecía morir.
El último acto de aquel drama comenzó en enero de 1945, cuando Josef Stalin lanzó todo el poder destructivo de sus ejércitos contra las cada vez más debilitadas fuerzas de defensa alemanas en Prusia Oriental. Una vez sobrepasadas, el líder soviético aleccionó a sus generales para que se dirigieran de inmediato a Berlín. Quería tomar la capital alemana antes que sus aliados occidentales porque le preocupaba que los nazis llegaran a un acuerdo de paz con los americanos, lo que era absurdo en aquellos momentos finales de la guerra.
UNA AGONÍA PROLONGADA
Meses antes de que comenzara
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