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La vida secreta de las élites

SANTA MARÍA, la hacienda de la familia Ibarra, estaba a unas horas de trayecto desde el centro de la ciudad: para llegar había que cruzar los barrios periféricos que se entrelazaban con una zona industrial poblada de fábricas y refinerías. Luego, el camino se hacía curvilíneo y atravesaba la montaña: los carros parecían bailar sobre el pavimento, entre el precipicio y la carretera. Finalmente, la ruta bajaba hasta un valle despejado, donde soplaba una agradable brisa tibia y se sentía el olor salvaje de la vegetación tropical.

En ese último tramo se alcanzaba a ver, paralela a la carretera, una vía de trenes abandonada y cubierta casi totalmente por pastizales. Los rieles estaban roídos y oxidados, las señales arrasadas y las estaciones en ruinas. No quedaba rastro de una de las rutas comerciales más transitadas del siglo anterior, que el abuelo de Patricio Ibarra ayudó a construir. La región, llamada El Remanso, tenia una geografía envidiable. Era un valle entre una cordillera con un microclima privilegiado: caluroso y seco durante el año. Arturo Ibarra llegó acompañado de diez hombres de confianza en mulas y caballos, a comienzos del siglo XX. Venía con la misión de explotar yacimientos de carbón, con un permiso adjudicado indefinidamente sobre las tierras por el gobierno nacional. Ibarra apenas acababa de salir de la adolescencia, pero ya era un hombre formado.

Las minas resultaron ser más grandes de lo estimado en los estudios previos y, muy pronto, su regente se vio en la necesidad de reclutar un ejército de trabajadores que se instalaron en la región. La vasta producción carbonífera de las minas abastecía a la capital: varias toneladas del mineral salían todos los días hacia la ciudad en los ferrocarriles.

Ibarra decidió construir ahí mismo una hacienda desde donde pudiera vigilar de cerca su negocio y vivir con Magdalena, su esposa, y Mauricio, Mercedes y Ángela, sus tres hijos. La propiedad era monumental: más de seiscientas hectáreas de tierra virgen. El paisaje le recordó a Ibarra un viaje que había hecho en su infancia a la península de Yucatán donde vio las prosperas haciendas que producían henequén. La impresión que le causaron fue tan grande que se

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