Lucero entró a su departamento y cayó como un bulto sobre el sillón. Otro fin de semana jugando a ser diferente.
Miró alrededor y le pesó la soledad. Se abrazó llorando y de algún lado apareció su gata saltando sobre ella.
—Perdóname, Mimí -susurró, acaricián-dola-, debes estar bastante cansada de escucharme sollozar.
Mimí maulló mientras Lucero sacaba el dolor que guardaba en el alma, y que todos creían había superado. Pero ¿cómo olvidar el abandono de Cristian?
Nunca debieron casarse, pero pensó que los pleitos se debían a los nervios del matrimonio, aunque luego Cristian se volvió más insolente y aprovechaba cualquier discusión para amenazarla con el divorcio.
Ella nunca le creyó, hasta que una tarde se marchó gritando que casarse fue el gran error de su vida.
Desde ese día se prometió que nunca más se expondría, y sin querer fue moldeando a una mujer que era su salvavidas, y la careta que ponía frente a los demás para que pensaran que había superado su fracaso matrimonial, iniciando un cambio radical en su afán de despistarlos.
—Qué bien se te ve —Le decían sus amigas, cuando la miraban lista para una noche de diversión.
Ahora vestía con ropa muy apretada, se dejaba su melena suelta y sacaba provecho de sus azules ojos al utilizar el maquillaje.
Se unió al grupo de las ‘bandoleras’, como se hacían llamar sus amigas, y empezó una vida en donde sólo importaba pasarla bien.
Le agarró el gusto a coquetear y ser ella quien llevara el control. Se esmeraba en ser seductora y jugar con el hombre que se encontraba a su lado. Le divertía saberse deseada y acabar con todo cuando le convenía. No aceptaba ir a la
