M aría entró a la oficina de su padre sin llamar a la puerta, apenas podía controlarse.
Todos en el despacho tenían que seguir al pie de la letra sus reglas, donde no había lugar para la informalidad, el tuteo ni los errores. Se trabajaba en medio de un clima tenso, y por más que lo hablaba con su padre, no daba su brazo a torcer.
–A los empleados hay que exigirles, y por eso les pago por arriba del promedio –le dijo a María la última vez–. A quien no le guste, entonces puede marcharse.
Un día, ella se plantó frente a su papá, que la miró por encima de sus gafas.
–No escuché que Hortensia te anunciara –dijo él con una actitud cortante.
–Tu secretaria no estaba en su escritorio.
–Pudiste llamar a la puerta. Aquí eres sólo una de las abogadas que trabaja para mí.
–Pues ahora no vengo como tu empleada –respondió molesta–. Me acabo de enterar que despediste a Luciano.
Su padre se levantó con calma y cerró la puerta de su oficina.
–Él cometió una grave falta.
–Sólo tomó un vaso de cerveza en su hora de almuerzo, estaba festejando el nacimiento de su primera hija.
–Es inadmisible que esté en la oficina con olor a alcohol, pudo esperar a llegar a su casa.
–No exageres, papá. Luciano no tenía aliento alcohólico.
Lo has dejado sin trabajo ahora que tiene en casa a una recién nacida. ¿En serio no te sientes mal por eso?
–No he llegado adonde estoy preocupándome por los demás –dijo con dureza–. Sabes que todo el que trabaja para mí debe guardar las formas, es un requisito para estar en este bufete y no hay excepciones.
María salió furiosa e indignada de la oficina,
