Irina abrió la puerta del departamento y se aguantó las ganas de llorar. Era pequeño y deprimente, pero fue lo único que consiguió con el dinero que le quedó después de pagar a los acreedores de su padre. Dio un suspiro y pensó que ya encontraría la manera de salir adelante.
–Yo ocuparé la habitación más pequeña –le dijo María, sacándola de sus pensamientos.
–Qué pena contigo, te merecías tu jubilación por tantos años trabajando para la familia –señaló llorosa.
–Ya no pienses en eso, mi niña –respondió con cariño–. Primero había que cumplir con esos buitres, yo lo único que necesito es un techo y estar a tu lado para cuidarte.
Se abrazaron con cariño mientras llegaban hasta ellas los gritos de los niños que corrían en el patio de afuera, y el aroma de algún guiso que se preparaba en el departamento de junto.
–Prometo que nos irá bien –murmuró Irina, mirándola a los ojos– y prometo que te cuidaré, como lo hiciste tú desde que falleció mi madre. María la quería como a una hija, y la cuidó con más esmero desde que murió doña Anya, cuando Irina tenía nueve años, pero era consciente de que así como el señor Sacha la consintió, ella también la había malcriado. Siempre la apoyó en sus locuras y malas decisiones, como el dejar la universidad para conocer el mundo.
–Qué mejor manera de aprender los idiomas que viajando –le dijo una mañana.
–¿Y la universidad, mi niña?, eso es lo más importante, ¿no crees?
–Pero aburrido, María. Yo no sirvo para estar sentada toda una mañana cada semana y por seis años. No va conmigo. Y ella entendió su forma de ver la vida, pero en la situación en