Desde muy pequeña, Moira mantenía un aspecto perfecto. Nada fuera de lugar. Rara vez manchaba sus ropas o andaba desgreñada. En las fiestas infantiles se inhibía de participar en juegos y piñatas.
Ella se limitaba a sentarse en una silla alejada para observar a todos. Si se le acercaba alguien para invitarla a jugar, muchas veces rompía en llanto al escuchar el comentario cruel que Moira le había dedicado. Con voz baja y mirada helada, ofendía a los niños, a los empleados domésticos y a quien pudiera alcanzar con sus destructivas observaciones acerca del aspecto de las personas, de la humildad de su atuendo, de la fealdad de sus rasgos y la tosquedad de sus modales. No se detenía, incluso, para soltar venenosos comentarios acerca de los adultos, si con ello mortificaba a los hijos. Y cuando alguien venía a reclamarle o pedirle cuentas, negaba todo y sonreía con un aire tan angelical y encantador que todo el mundo quedaba confundido. Su madre siempre la justificaba. Según su argumentación, no era posible que una niña tan linda, que obtenía tan buenas calificaciones y flotaba como un hada en las clases de ballet pudiera hacer las “travesuras” que le imputaban.
Mayra, la otra gemela, era exactamente lo contrario. Eran como un espejo, iguales en todo lo visible, pero de signo complementario. Si el guardarropa de Moira estaba abarrotado de vestidos terminados en encaje y adornados con primorosas flores bordadas, el de Mayra se componía de unas pocas prendas en las que predominaban la mezclilla y las amplias camisas de algodón. En el aula era distraída, jamás estaba entre los primeros del curso ni mucho menos, pero en los espacios de recreo ejercía un liderazgo incuestionable. Podía agarrarse a puñetazos para defender a una amiga y poco más tarde, con la cara sucia y el cabello casi completamente escapado del lazo, estaba riendo a carcajadas y compartiendo con sus amigos el sándwich
