Si hace un año hubieras entrado a la sede de Trigal C.A., la conocida fábrica de pastas, hubieras visto, muy afanada en su trabajo, a Trigal Leterni, la hija del dueño. Lo más probable es que ella no se hubiera vuelto a mirarte, ni siquiera hubiera notado tu presencia; y no porque la joven fuera presumida o antipática, como muchos llegaron a creer, sino porque en esa época Trigal Leterni era otra. Sí, como lo oyes. Es como si hubiera sido otra persona. Pero entonces ocurrieron varios eventos que vinieron a cambiarlo todo.
En aquella época, Trigal Leterni era una muchacha muy gorda. Esa no era su principal característica (porque su sensibilidad, inteligencia y notable talento para las matemáticas eran muy superiores a su sobrepeso), pero eso era lo primero que notaba quien la veía. Trigal había empezado a ganar volumen corporal hacia el final de su infancia. Su padre, que había enviudado cuando la hija tenía 12 años y la educaba en solitario, le restó importancia al asunto al comienzo, y cuando quiso tomar medidas ya era tarde. Trigal se negaba a hablar de su exceso de peso y no admitía el menor cambio en su dieta. El papá pensó que cuando se convirtiera en una señorita, ella misma se pondría al frente del problema, pero no fue así; al cumplir los 21 años la balanza indicaba que tenía muchos kilos de más.
—Es una lástima –le decían los peluqueros, sobre todo los más imprudentes– con un pelo tan hermoso y esa cara tan bonita… pero estás muy llenita, niña. Haz algo…
Algo parecido le expresaban las dependientas de las tiendas de ropa, que solían fracasar en el intento de conseguirle algunos diseños a la moda.
—En tu talla no tenemos nada —le contestaban con un suspiro de resignación.
Si no hubiera nacido en una época en que el sobrepeso está reñido con
