Dolorosa
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Esta es una novela retorcida, grotesca, sexy y poetica, y sobre todo, es de vampiros. En un calabozo, Abigaíl, vampiro y dominatriz, tiene prisioneras de las que se alimenta y tortura. Alrededor giran otros seres indefensos, degradados, sabedores de que al equilibrio esclavo-amo lo amenazan los recuerdos del pasado, el azar, la conciencia de que, al final, ninguno tiene otro asidero a la vida.
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Dolorosa - Gerardo Horacio Porcayo
Adentro, afuera. Se agitan las llamas.
En nosotros. En ellas. En este lóbrego hueco que es nuestro hogar.
Antorchas en paredes y entrañas.
Circuito lascivo. Contradictorio; eriza la atmósfera de humores y deseos. De miedos, hechos deseos.
Y sombras. Copias etéreas y multiplicadas. Copias que danzan, se integran a la piel porosa de este recinto, a sus primitivas paredes. A su textura de osamenta añeja y carbonizada; pétrea. Danzan al ritmo del débil silbido del viento que se cuela por las hendiduras de las puertas, por fisuras en la geografía del terreno, fracturas que no hemos querido buscar.
Sus gritos no escapan por ellas. Son tenues, guturales. Demasiado cansados o aterrados, para emerger con fuerza. Para siquiera estremecer al eco y convencerlo de su necesidad de préstamo, de más voz para sus voces.
Abigail acaricia otro cuello. El de Casandra. Cuatro han quedado atrás, agobiadas, resecas, colgando de los grilletes, resintiendo su falta de humedad, su resquebrajado llanto, que no genera más lágrimas, más temblores que ganen al cansancio y agiten sus senos desnudos y estériles, sus vientres y glúteos de bello recuerdo. De actual decrepitud...
Casandra vuelve a oponerse al hambriento beso. Agudiza la mirada, como queriendo destruir a Abigail con esa sola mueca. Pelea con las cadenas, volviendo a destrozar cicatrices, a tatuar con mayor relieve el cautiverio en su piel.
Y Rosario parece su espejo. Copiando actitudes, miradas. Todo invertido, imagen de azogue. Terror en sus pupilas, más que odio. Desesperación, más que denuedo... Su turno está demasiado cerca. Es la última. La Sexta. La nueva.
La más entera. La casi inmaculada Rosario.
Para ella sí hay lágrimas, cuando los brazos de Casandra ya no oponen resistencia, cuando sus débiles dedos dejan de aferrar las cadenas y Abigail se desprende, actitud seductora. Limpiándose gotas inexistentes de la comisura de su boca, avanzando con paso lento... tan lento que podría trazarse un mapa de los músculos que sustentan sus senos en ese cadencioso caminar.
Los ojos de Rosario se abren con desmesura. El miedo traza otras órbitas en sus iris; espirales descendentes, hacia la nada. Su latido empieza a sofocar mi espectro sonoro. Cada vez más rápido, más intempestivo.
Abigail la acorrala, acerca el rostro, hasta casi acariciar con sus pupilas las cafés de Rosario.
Y el corazón da un último y terrible golpe.
Abigail no se desprende, no violenta su cuello pese a que aún no tiene la cuota para los dos. Sus manos aferran las curvas aún deseables, recorren la piel con rápidos movimientos, como queriendo que ese roce viaje al más allá, acompañe al espíritu de Rosario. O quede vigente, mientras dure la carne.
La goza, busca en su mente, hasta que la última luz se extingue.
No se aleja de inmediato, es como si rastreara las vías de la muerte.
Después me besa, lame mi mejilla con un leve gesto de sus dedos largos y pulcros.
—Te amo —musita. Luego desliza sus pies, tocando apenas el rugoso suelo, quizás el mismo aire.
La miro perderse en nuestro cuarto. Sin desaliento, complacida. Brillando con luz negra en esta penumbra.
Y es promesa suficiente.
No necesito más. No requiero más para la gastada labor que me ocupará por media hora.
Para apresurarme por alcanzarla en el dormitorio.
Para desear seguir aquí.
II
Abigail es el mundo.
No hay otra cosa. Resquicio alguno que no esté lleno de ella. Que no la contenga.
Poco a poco he podido aprenderlo. Su piel es delicada, cubierta por una fina pelusa. Microscópica, apenas perceptible al tacto. Puedo demorar horas recorriendo su cuerpo, detenerme en sus senos. Reposar mi mano en ellos, hasta que su rara tibieza lo traspasa todo. Hasta que sus manos yacen en mi cintura y sus pies exploran los míos.
Ella me ha enseñado a ver. A entender este mundo.
—Antes de oír, de tocar, tienes que saber ver —suele decirme. Y tiene razón.
Los preámbulos son largos. Se tiende y va desnudándose lentamente. Se estira como un gato, levanta una rodilla, el pie; separa y flexiona sus dedos de uñas exactas; gira para mostrarme el ahogo de sus nalgas, para insinuar esa breve zona que por más que visite sigue siendo un secreto.
Me pide contemplarla. Absorberla milímetro a milímetro hasta aprehenderla.
Entonces me deja tocar. Unir mi piel a la suya, hasta ser uno. Sangre y piel en amalgama. Colmillos que entrechocan en este doble sustento.
Nuestros orgasmos son frente a frente, mirándonos a los ojos. Compenetrándonos al infinito.
—No hay nada más importante que los ojos —concluye siempre, cuando nuestros cuerpos se rinden. Quedan extenuados, uno al lado del otro.
Yo sé algo igual de importante.
Sus palabras son la única verdad que existe en el universo. Ninguna otra cosa es capaz de explicarlo.
No hay otra razón. Otra figura.
Sólo está Abigail.
III
Podría haber sueño.
Resplandor de cuerpos unidos, entrelazados.
Prefiero mirarla en su solitario descenso al mundo onírico, en esa increíble paz que llena su rostro.
Luego, retirarme con lentitud para concluir mis labores. Lo más urgente está hecho.
Sólo resta el cuerpo de Rosario. Aún cuelga de los grilletes, mórbido, innatural. Las estrías resecándose al inicio de sus senos bastos, de esa arquitectura compacta, de esa belleza vinculada a una estética de la década anterior.
Aunque me moviera torpe, escandalosamente, las restantes cinco no despertarían. Prefiero extremar medidas, dejar que su nimio reposo las ayude a recuperar fuerzas, a completar el efecto de la abundante comida que ya han ingerido.
La piel de Rosario es tibia, colmada por sangre muerta. Escasos grados ha disminuido su temperatura. Sus ojos abiertos, ya muestran esa textura de joyas deslucidas. De roca cristalina en bruto.
Abro las muñequeras de hierro, compruebo la calidad de la piel en esa zona. Amoratada, hecha jirones.
La coloco sobre mi hombro y su rigidez completa la sensación que permea todo mi cuerpo. Muerte. Su leve almizcle apenas alcanza a acariciar mi olfato.
Busco el pasadizo, ese túnel que debo recorrer en cuclillas. Cien metros. La diminuta puerta, que tanto trabajo costó sellar, se abre con un rechinido.
El aroma satura mis fosas nasales. Líquido necrogénico, purulencia progresiva, sin vías de escape.
La muerte, esta vez, golpea con todo.
La caverna de piedra volcánica readquiere dimensiones humanas. Un ovoide de cuatro por tres metros. Al centro, el diminuto lago. Sus aguas oscuras y pestilentes, vuelven a recordarme las sendas del transcurso humano.
Dejo que la linfa tenebrosa reciba el cuerpo de Rosario. Flota, en ese miasma espeso, entre huesos que asoman como restos de un naufragio. Su piel, va pigmentándose, perdiendo blancura.
Parece como si sus antecesoras prestaran brazos para evitar su inmersión en el abismo final.
Miro su rostro, por última vez, antes de girar, de retirarme del altar de Abigail.
De esta zona tan exclusiva.
Tan apartada, que sólo visito en estos momentos de falso sepulturero. Recluta de impurezas, alimentador de un hocico que lentamente va devorando las sobras de nuestro retorcido sustento.
IV
Hubo un antes. Siempre lo hay.
Una zona que busco perder en el sector marchito de los recuerdos. Un momento que nadie alcanza a tocar. Apartado, rugoso. Enfermo de lejanía.
Costrificado en el sentir.
Era como pertenecer al barro, sin saber flotar o respirar su terrosa esencia. Añorando otros sitios y vidas.
Un error. Para mí. Para ella.
Diferentes.
Destinos que negaban su cruce. Que negaban la actual complicidad.
Simples vidas.
Hoy tenemos más. También menos. Esta condición. Esta hambre que nos unifica, nos aparta del día. Nos hace movernos como uno solo. Entender, a partir de la incertidumbre. Avanzar, como si no hubiera alternativas.
Sin otra regla que los instintos, que este inusual fervor.
No importa en qué momento me alcance la vigilia. A veces aún percibo el toque del sol sobre el asfalto. El calor bajando por las paredes, rodeándonos con su casi olvidado efluvio.
Y siempre logro resistirlo. Consigo negarme a probar su nociva textura.
Mirar a Abigail es suficiente lastre. Imán absoluto. Aún dormida. Sin más hálito que su perfume dulce y agrio. Mortífero.
Sin más barrera que su figura estatuaria. Rígida. Perfecta.
Su piel basta para abolir el cosmos. Resplandece en atardeceres sin sol, en la cripta fría y amueblada que es nuestro palacio.
El que ella siempre deseó, y sólo hasta ahora posee.
Subterráneo, imperceptible.
Nicho exclusivo donde gasto mis sentidos en cada movimiento que ella realiza, en cada instante de paz absoluta. En su símil mortuorio, ese interregno que vuelve a reclamar mi sentido de maravilla, mi otredad inaguantable.
En ese momento no somos uno. Y a la vez lo somos. Fragmentados, pero unidos...
Más que cualquiera de los que habitan el exterior.
La incertidumbre. El bastardo sentimiento de angustia dura sólo minutos, pero es como si las centurias se agolparan, estallaran en su incipiente esbozo. Configuraran otras cualidades, otros resplandores.
Todo criterio previo.
Hasta que ella abre los ojos, mira mi obsesión.
Y ríe. Porque otra vez somos uno. Vivimos, bajo la ciclópea y extraviada mirada de la luna.
—¿Qué haremos hoy? —pregunta, mientras acaricia mi mejilla.
Y nuestras mentes se abrazan, conjugan