El joven Nathaniel Hathorne
Por Víctor Sabaté
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Nuestro primer descubrimiento, publicado con licencia Creative Commons, nos habla de las frustraciones y dificultades de quienes intentan adentrarse en el mundo de la literatura, a la vez que reflexiona sobre las influencias, la inspiración y el plagio literario.
Un texto impecable que trata a través de preguntas, citas y juegos autorrerenciales, el difícil placer de ser publicado.
Con curiosas anécdotas que incluyen a Borges, Bioy Casares, Silvina Ocampo, Vargas Llosa, Poe o Melville, el autor consigue dar veracidad a esta ficción imposible.
¿A cambio de qué venderías tu alma al diablo?
Premio de Narrativa Breve Ciudad de Amposta 2010.
* En el título no hay una errata; más información en el interior.
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El joven Nathaniel Hathorne - Víctor Sabaté
Notas
El joven del gabán
Estoy seguro de que no creeréis mi historia, y quizá sospechéis que ni siquiera yo debo de creer en ella. Sois, por supuesto, libres de hacerlo. También yo he pensado que lo que me ha sucedido, este plagio inverosímil del que creo haber sido víctima, es algo imposible, y que, en consecuencia, el hecho de escribir un libro a partir de ello bordeará la extravagancia o la ridiculez. Pero también me parece que es justamente su imposibilidad la que lo convierte en un robo perfecto: un robo en el que ni siquiera la víctima puede permitirse creer. Cierta o no, fruto de mis delirios o no, me parece que la historia merece ser escrita. No conozco a nadie que haya contado nunca algo así, aunque sospecho que mi experiencia no ha sido única; tal vez lo sea el deseo de hablar de ella, y tal vez este deseo me permita, de aquí a un tiempo, resolver o demostrar ciertas cuestiones.
Antes de empezar, sin embargo, antes de la narración de los hechos y de las hipótesis que he imaginado para justificarlos, deberé detenerme en las circunstancias que los rodean. Puede que ésta os parezca una rememoración innecesaria, torpe y narcisista. Es posible que tengáis razón en lo segundo; a fin de cuentas, estas vacilantes páginas suponen mi reencuentro con la escritura después de muchos años. Es posible también que tengáis razón en lo tercero: nunca me he distinguido por la discreción o la humildad, al menos mientras escribía (y, sin embargo, aún es fuerte la tentación de publicar este libro bajo seudónimo, como sucederá con la primera versión del texto *). En ningún caso tendréis razón si pensáis que se trata de una rememoración innecesaria. Es cierto que el objetivo de estas páginas no es la exposición de mis ilusiones de juventud, ni de mis ambiciones frustradas, ni de las tristezas que inevitablemente nos asolan de vez en cuando. Soy consciente de que todo eso carecerá de interés para vosotros, como carecen de interés las vidas comunes de los hombres comunes, y sé que este libro sólo se justifica por la parte insólita de la narración. Pero, debo insistir, estas divagaciones que la anteceden (que ya la están antecediendo) son un incómodo pero necesario contexto; sin ellas, la historia que me propongo contar carecería de sentido; sin ellas, no estaría completa. Permitidme, entonces, que empiece hablando de mí.
Hace diez años me encontraba a las puertas de la licenciatura en Derecho. Era un joven inexperto, huraño, indolente, tímido, y tenía un sueño desesperado y persistente que arrastraba desde la adolescencia: convertirme en escritor. Tenía medio año por delante para alcanzar ese sueño: una estancia en Bowdoin como profesor asistente, para completar las prácticas de fin de carrera; seis meses que representaban mi última oportunidad antes de que el engranaje de rutinas y obligaciones de la vida adulta pusiera en peligro mi pasión por la escritura.
Ya desde la adolescencia me había creído destinado a la literatura, pero lo cierto es que aquella convicción no había sido demasiado favorable: era tan fuerte, y me sentía yo tan ligado a aquel destino, que había desarrollado una preocupante tendencia a la postergación: dado que lo natural es que las determinaciones se cumplan, no parecía haber ninguna prisa en alcanzar la mía. Tampoco me había servido para evitar errores: al terminar el instituto cometí la imprudencia de basarme en aquella convicción literaria para elegir carrera. Las dos únicas opciones que consideré fueron Periodismo, que en mi candidez postadolescente imaginaba más cercano a la vida, a la calle, y Filología, que con igual candidez me parecía una opción casi monacal, un retiro de las cosas mundanas, una tópica torre de marfil. Como mi inclinación natural me conducía (y aún me conduce) precisamente hacia la soledad y el alejamiento de las actividades sociales, me decidí, a modo de mecanismo compensatorio, por la opción vital que representaba el periodismo.
Entonces fue cuando topé con el sistema universitario: la amarga certidumbre de que el periodismo, o al menos la licenciatura en Periodismo, o al menos la licenciatura en Periodismo en una universidad española, es el peor camino para quien quiera escribir ficción. Pocas semanas después de empezar ya supe que desertaría: me pasé el año entero entre la cafetería y la biblioteca, leyendo, fumando y escribiendo parodias de obras clásicas protagonizadas por los profesores de la facultad: Paco Veiga en Colonos; Don Ramón Sala de la Mancha; La tragedia de Joan B. Culla, príncipe de Dinamarca…
Antes de terminar el curso hablé con mis padres y les conté que había decidido abandonar la carrera. Mis padres, procedentes de aquella generación para la que los estudios universitarios de sus hijos son una cuestión de honor, una especie de desagravio por la falta de oportunidades educativas que ellos mismos padecieron, recibieron la noticia con decepción, y no sin reproches. Aceptaron seguir pagando mis estudios, pero habría dos condiciones: no se admitirían más deserciones, y esta vez ellos elegirían la nueva carrera: Derecho. Por mi propio bien. Por mi propio futuro.
No pude oponerme; el año perdido, el gasto inútil, y, sobre todo, aquellas miradas paternas, cargadas de resignación ante la expectativa no satisfecha, me hicieron sentir demasiado culpable para ello. Por supuesto, la perspectiva de una licenciatura en Derecho me parecía desoladora, pero no me faltaban consuelos: era imposible que Derecho fuera peor que Periodismo, y tendría unos cinco años para consagrarlos a la escritura de al menos un libro que me abriera camino en el mundo de las letras, sin más distracción que unos molestos pero simples ejercicios memorísticos en forma de exámenes trimestrales.
Pero, ay, la pereza, las novelas de los demás, la confianza en que mi talento me permitiría salir adelante tan pronto como me lo propusiera, los manuales de derecho mercantil, civil y penal, los leves desamores, las vagas borracheras; todo conspiraba contra mis buenas intenciones, y al llegar al último año apenas había escrito unos cuantos relatos breves y un par de esbozos y primeros capítulos de novelas que no terminaría nunca, porque el talento me había permitido superar aquellas etapas de mi aprendizaje literario sin la enojosa exigencia de