No soy un libro
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«Llena de hallazgos, inteligente y francamente entretenida, No soy un libro es una propuesta de lectura muy estimulante para jóvenes de 12 años en adelante.»Victoria Fernández, El País
Tres jóvenes amigos inician durante las vacaciones de verano lo que esperan que sea un largo y divertido viaje en tren por Europa, pero, sin embargo, no será como ellos esperaban... Muy pronto, en el tren que va de Madrid a París, un suceso extraño irrumpe en sus vidas.A partir de ese instante, como en los mejores relatos de ciencia ficción, José María Merino nos envuelve en una situación totalmente sorprendente e inesperada: hay un libro que no es un libro, pero que necesita ayuda y que lanza a los personajes a otro mundo, muy parecido y muy distinto al de todos los días, en donde estos se sienten perdidos y amenazados, aunque irán superando esas dificultades sacando lo mejor que llevan dentro y demostrando que siempre existe la posibilidad de ser los protagonistas de nuestras propias vidas.
José María Merino
José María Merino (A Coruña, 1941), poeta, novelista, cuentista, ensayista y antólogo de cuentos y de leyendas populares ha recibido, entre otros, los siguientes premios literarios: Nacional de las Letras Españolas, Novelas y Cuentos, de la Crítica, Nacional de Literatura Juvenil, Miguel Delibes de Narrativa, Ramón Gómez de la Serna de Narrativa, Mario Vargas Llosa de Relatos, Torrente Ballester de Narrativa, Salambó, Castilla y León de las Letras… Es miembro de la Real Academia Española.
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No soy un libro - José María Merino
LIBRO
CAPÍTULO 1
Aquel día había sido muy caluroso. La llegada de la noche no anunciaba frescor y desde el cielo seguía derramándose un bochorno sólido, que se mezclaba con el humo acre de los motores e iba formando bajo las marquesinas de los andenes una masa ligera de bruma pegajosa.
Faltaban alrededor de cinco minutos para la salida del tren. Casi todos los viajeros ocupaban ya su sitio y la gente que los había acompañado permanecía inmóvil junto a los vagones, en esa actitud rígida y un poco desorientada que precede a las despedidas. –Ésta es la última que le aguanto –exclamó Juan Luis–. En la vida vuelvo a hacer planes con él.
A la hora de la cita –más de tres cuartos de hora antes– únicamente Juan Luis había llegado a la estación. Al no encontrar a ninguno de sus amigos, había debido asumir con fastidio, una vez más, aquel desasosiego suyo que le hacía llegar siempre demasiado pronto a los sitios.
Marta había aparecido poco después. El desasosiego de Juan Luis se esfumó y, sentados ambos muy cerca del lugar convenido –el mostrador de información–, hablaron un rato, entre risas, de los incidentes menudos que habían surgido durante la preparación de sus equipajes. Pero transcurrieron treinta minutos más, Piri no acababa de llegar, y Juan Luis volvió a sentir su acostumbrada desazón y a expresarla con tanta insistencia que Marta había acabado por desazonarse también.
Observaban cada vez con mayor avidez la muchedumbre que se movía en el vestíbulo, bajo el continuo retumbar de los altavoces. Su impaciencia les hizo inquietarse tanto que se habían vuelto a colocar a la espalda sus grandes mochilas, preparados para no perder ni un instante de un plazo que se iba agotando. A las diez menos veinte, Juan Luis se había levantado con gesto iracundo, manifestando de nuevo su preocupación.
–¿Pero qué puede estar haciendo?
–¿Entendería bien dónde quedamos? –había preguntado Marta.
–Siempre ocurre lo mismo con él. Ya verás cómo pierde el tren.
Por fin, pasadas las diez menos cuarto, decidieron bajar a los andenes. Al llegar a su tren ya no les resultó fácil encontrar tres asientos vacíos en el mismo departamento, y después de colocar sus mochilas y bultos en la rejilla habían salido del vagón y miraban con ansiedad hacia el principio de las vías.
–De veras que nunca más contaré con Piri para nada –repetía Juan Luis.
–Igual le ha pasado algo –dijo Marta.
–Qué le va a pasar. Que no se organiza.
Un mozo se acercaba mientras iba cerrando las puertas de los vagones. Los acompañantes que aguardaban la partida desde el andén recuperaban la vivacidad, iniciando los gestos del adiós. Los brazos de los viajeros gesticulaban fuera de las ventanillas.
–Vamos –dijo el mozo–. Hay que cerrar.
–¡Espere! –exclamó Marta.
Junto al extremo anterior del tren había aparecido por fin una figura que corría, y que enseguida pudieron identificar. Marta y Juan alzaron los brazos y llamaron a gritos al recién llegado. Sosteniendo con esfuerzo su mochila, aturdido y sofocado, Piri seguía corriendo hacia ellos. Estaba ya cerca cuando sonó la señal de partida y, casi al mismo tiempo, el tren arrancó. Haciendo un esfuerzo, Piri llegó junto al vagón, se agarró al asidero de la puerta y continuó corriendo hasta que el mozo extendió un brazo y pudo sujetarle. Juan Luis le cogió también y Piri subió con dificultad los escalones y alcanzó la plataforma.
–Por los pelos –exclamó Piri, entre jadeos.
–Hay que llegar antes –advirtió el mozo–. Esto no está permitido.
–Eres un desastre –dijo Juan Luis–. No sé por qué hacemos planes contigo.
–¿Ya me vas a reñir? ¿Tú sabes el atasco que había en la Castellana? He estado más de una hora metido en el autobús.
–Haber salido antes.
–Salí cuando pude.
–Dejadlo y vamos a sentarnos –propuso Marta–. Al fin y al cabo, ya estamos los tres juntos.
Entraron en el departamento y Piri colocó su mochila junto al equipaje de sus amigos. En el departamento iban también dos chicas y un hombre mayor, cubierto con una gorra de visera. Después de acomodarse, Juan Luis continuó sus reproches y Piri sus excusas. El tren se alejaba velozmente entre la nochenosoyunlibro.
n o s o y u n l i b r o
NOSOYUNLIBRO
Poco después de que el tren hubiese iniciado su marcha, Marta sacó de su bolsa la agenda y un bolígrafo, dispuesta a anotar sus impresiones.
Sentía el traqueteo trepidar en su interior como esos compases que, desde el primer movimiento de una sinfonía, vaticinan un desarrollo melódico de largas y solemnes proporciones, o como esos temas musicales que, en algunas películas, aparecen al principio para identificar la señal sonora que se irá repitiendo en los momentos culminantes.
Desde que, a la vuelta de las anteriores vacaciones veraniegas, había tenido noticias de la existencia de aquel tipo de viaje –que permitía recorrer durante un mes cualquier lugar de Europa, así como Turquía y algunos países árabes, improvisando sobre la marcha los itinerarios– su propósito de llevarlo a cabo se había convertido en una obsesión. Además, el precio no era imposible de pagar por ella misma, sin pedir extras a sus padres, si ahorraba durante el curso parte de su paga.
Su padre había sido el más difícil de convencer. Respondió con incredulidad a las primeras insinuaciones, e incluso hizo un gesto de malestar.
–¿Recorrer Europa? ¿A tu edad? ¿Tú sola?
No era ya una niña, había respondido ella. El siguiente verano, cuando tuviese lugar el viaje, habría cumplido los diecisiete años. Tampoco iría sola: se iba a organizar un grupo numeroso de amigos y amigas. Muchas chicas y chicos habían hecho ya aquel viaje, sin complicaciones ni problemas.
–Tú dedícate a estudiar y machaca el inglés –le había respondido su padre, con aire de disgusto–. Ya viajarás sola cuando seas mayor.
Sin embargo, su madre no mostró extrañeza y al fin se había convertido en una ayuda importante para el éxito de su proyecto.
–A mí no me parece tan absurdo –dijo, cuando Marta planteó el asunto por segunda vez. Su padre había separado la vista de la televisión con un respingo. –¿Que no te parece absurdo?
–Marta es juiciosa, y todos sus amigos son gente maja.
–¿Un mes por ahí, sin rumbo, con la mochila al hombro, de tren en tren, como los vagabundos?
–Pero tú nos has contado que, de estudiante, ibas al extranjero, a campos de trabajo y sitios así –repuso Marta.
–Era diferente –exclamó su padre, haciendo con la mano un gesto rotundo de rechazo, como si apartase materialmente la objeción de su hija. –¿Por qué era diferente?
–Primero, yo ya estaba en la Universidad. Segundo, era, quiero decir soy, un hombre. Marta y su madre intercambiaron una mirada suspicaz.
–Las cosas han cambiado, Fede –dijo la madre de Marta, con tono que no parecía irónico–. Luego estalló la Revolución Francesa, y la Industrial, y se inventaron los satélites artificiales, y la informática, etcétera.
–No te burles –repuso él, débilmente–. Quiero decir que yo tenía más edad. y que un chico se defiende mejor por esos mundos.
Pero la propuesta quedó casi aceptada, pendiente sólo de que Marta aprobase tercero. Y la actitud de su padre cambió tanto que, cuando todavía faltaba bastante tiempo para los exámenes finales, le había regalado aquella agenda, donde además de venir un mapa desplegable que tenía la península Ibérica en el anverso y Europa en el reverso, se indicaban las monedas de los diferentes países, las distancias en kilómetros y hasta algunas frases usuales en distintos idiomas, con la pronunciación figurada. Se dejaba mecer por el traqueteo, repasando recuerdos del curso, en que solamente la ilusión y los preparativos de aquel viaje que estaba iniciando quedaban como algo plenamente grato, digno de recordarse con gusto.
Pues durante aquel curso habían sucedido otras cosas que recordaba con menos tranquilidad: había tenido su primera experiencia amorosa y, tras conocer de verdad cómo eran los besos de un chico, había conocido también el primer desengaño sentimental.
En pocos meses, se había encontrado tan enamorada como esas heroínas del cine o de las novelas que convierten un amor correspondido en el único suceso del mundo, para caer luego en la soledad opaca y asfixiante, tras ser rechazadas de modo brusco y sin motivos.
El tiempo inesperado de inseguridad y zozobra que transcurrió durante la enfermedad y la operación de su madre, a finales de marzo, había llevado consigo el súbito alejamiento de su enamorado, y tras la relación apasionada, que había durado todo el invierno, aquel chico se había separado definitivamente de ella, sin explicación alguna.
Después de la ruptura, Marta había quedado casi un mes abismada en la sensación de parasitar un cuerpo ajeno, que se movía con aburrido automatismo. La insistencia cariñosa de Piri y de Juan Luis, los minuciosos planes para el viaje, la necesidad de preparar los exámenes finales, fueron sacándola de su estupefacción de fantasma.
Había recuperado al fin su modo de ser habitual, aunque a veces sentía, como un dolor indeleble, la amargura humillante de aquella ruptura sin excusas. Pero el tren que la alejaba de los lugares de cada día parecía alejarla también de los escombros humeantes de aquella tristeza.
N O S O Y U N L I B R O
N O S O Y U N L I B R O
Entró en el departamento un hombre con barba y, tras comprobar que había asientos vacíos, se sentó en uno de ellos.
Juan Luis, manteniendo un gesto ostentoso de malhumor, observaba las últimas luces suburbiales que iban quedando atrás, entre la oscuridad.
Su enfado inicial ante el retraso de Piri –debido más a su inevitable impaciencia que a la preocupación por el paradero del amigo– había aumentado al comprobar que el otro no traía consigo la novela que le había prestado mucho tiempo antes, y que Juan Luis tenía el propósito de releer durante el viaje: una novela de fantasía científica de la vieja colección paterna que le había fascinado en su primera lectura.
–¿De verdad que no me la has traído? –repitió, con la voz cargada de reconvención.
–Me la olvidé encima de la cama –explicó Piri, confuso–. Es lo primero que preparé para traer. Pero luego mi madre se puso a querer ordenarme la ropa y se me pasó.
En momentos como aquellos, que ocurrían varias veces al año –pues Domingo, Aspirino, Piri para los íntimos, tenía facilidad para esos olvidos y descuidos que fastidian a los demás–, Juan Luis sentía por él un vehemente aborrecimiento, y hasta justificaba la reticencia de su familia con aquel muchacho desgarbado y vulgar. Pues en casa de Juan Luis, Piri era considerado con un desdén condescendiente.
–Eres demasiado bueno con él –decía a menudo su madre, interpretando su amistad con Piri como expresión de pura generosidad.
Con ello, su madre aludía veladamente a la conmiseración que a Juan Luis debían suscitarle los problemas familiares de aquel muchacho, hijo único de padres divorciados, que vivía con su madre, una modesta empleada administrativa, persona al parecer de comportamiento irascible e histérico. En tales circunstancias, Juan Luis defendía porfiadamente a su amigo.
–No le conocéis –afirmaba–. Es muy divertido y muy buena persona.
–Es un chico extrañísimo, con esas gafas tan gordas y esas melenas, y esos zapatones,
tan pálido, lleno de granos –decía su hermana mayor.
Las críticas se habían incrementado cuando les comunicó su proyecto de viaje por
Europa, en el Inter Rail.
–¿Con ese Piri? ¿Vas a irte con él?
–También va a ir Marta –repuso él–.Y seguramente Iñaki, y Ana Mari Molinero.
–Pero si ese Piri es un desastre. ¿No has contado que es la segunda vez que pierde las gafas este curso?
–Se las rompieron en una pelea, pero Piri tenía razón. El otro era ese Santiago Pardo, uno que le hizo una guarrada a Marta.
–A mí me interesan sobre todo tus idiomas. ¿No habíamos quedado en que el próximo verano irías otra vez a Francia? –había preguntado su padre.
Juan Luis soportó el fuego cruzado con bastante aplomo y aseguró que, precisamente, un viaje como aquél era ideal para practicar idiomas. y que, en todo caso,