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Liberación
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Libro electrónico209 páginas2 horas

Liberación

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«... esta novela, como todas las de Luis Goytisolo, rompe moldes y ofrece una estructura compleja, llamativa y siempre nueva.» El Cultural
Con el fondo constante del paisaje rural español, varias generaciones de personajes, algunos de ellos como surgidos de Antagonía, recorren la novela y nos hacen viajar por gran parte del pasado siglo XX. En el centro se encuentra Ricardo, arquitecto y escritor, autor de un extraño diario del emperador Marco Aurelio. Todos ellos se enfrentarán a sus más íntimos conflictos, ya sea la Guerra Civil, el descubrimiento de una serie de comprometedoras fotografías íntimas o la búsqueda de la identidad familiar. Cada historia supondrá la lucha por la liberación ya sea de la cotidianidad, de las pasiones o de las obsesiones.
IdiomaEspañol
EditorialSiruela
Fecha de lanzamiento7 may 2014
ISBN9788415937364
Liberación
Autor

Luis Goytisolo

(Barcelona, 1935) alcanzó la fama con su primera novela, Las afueras, y su nombre se ha convertido en uno de los de mayor prestigio de la narrativa contemporánea. Es autor de obras fundamentales como Antagonía, Fábulas, Estatua con palomas (Siruela, 2009), Diario de 360º, Liberación y Oído atento a los pájaros. Miembro de la Real Academia Española, ha obtenido, entre otros premios, el Nacional de Literatura y el de la Crítica.

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    Liberación - Luis Goytisolo

    LIBERACIÓN

    Luis Goytisolo

    En sobrecubierta: Detalle de fresco de Pompeya

    y fotografía de © Aleksandar Mijatovic

    © Luis Goytisolo, 2014

    © Ediciones Siruela, S. A., 2004, 2014

    c/ Almagro 25, ppal. dcha.

    28010 Madrid. Tel.: + 34 91 355 57 20

    Fax: + 34 91 355 22 01

    Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    ISBN DIGITAL: 978-84-15937-36-4

    Conversión al formato digital: caurina.com

    www.siruela.com

    Contenido

    Portadilla

    Créditos

    I

    Resumen del año

    Vista del pueblo desde La Mola

    Aguas turbias

    Nata

    El cerro de la alegría

    Desolación

    La Marcha Radetzky

    El interlocutor

    II

    Cacheos

    Lo intrincado y lo transparente

    Mastuerzo

    La tercera maravilla

    Primero de año

    El tonto de turno

    III

    Ladridos y dientes

    Resignación

    El excéntrico

    Proyecto de Año Nuevo

    IV

    El rasero

    El hallazgo

    V

    La nube parda

    La consagración del momento

    Excelencia del arco iris

    El mensajero

    Invierno en Villa Vera

    Ciervos

    Al abrigo de los ribazos

    Pies fríos

    Leer el cielo

    Ni fatalidad ni azar

    El dedo en el anillo

    Dibujos en el agua

    Ánforas

    Como ventanas

    Sobrevivir apenas a tu enemigo

    La ciudad

    Águila remontando el vuelo

    Sílex

    Lo desconocido

    VI

    Año Nuevo

    Frobenius

    Carta a Kim

    VII

    Apariciones

    La casa de enfrente

    La nevera vacía

    El tríptico de las postrimerías

    Banquete

    VIII

    Ojos

    La fiesta de los moteros

    Venus tras el espejo

    La frialdad de las estrellas

    Pasar por el tubo

    El retablo

    La victoria

    IX

    Conejos

    La puerta del bosque

    El encuentro

    Renovación

    Panorama general de Vallfranca

    Tomar un martini al sol

    Cascanueces

    Encuentro en la plaza

    La Mola

    I

    Resumen del año

    Así como la demolición del interior de un antiguo edificio del que se quiere salvar tan solo la escueta fachada suele suscitar una secreta aprensión entre los viandantes que transitan por las cercanías, debido no ya al peligro de un derrumbe accidental o de desprendimientos, sino, sobre todo, por temor a las miasmas integradas en la estructura material de esa construcción cuyo derribo se está encargando de liberar, efluvios cuya carga de miseria, enfermedad, sufrimiento y desgracia se intuye contagiosa, así la inquietud del ser humano ante cualquier decidida revisión de su pasado individual o colectivo que deje al descubierto la realidad más profunda, más irrevocable. Se trata de un rechazo similar al que despiertan esas toses callejeras que organizan la expresión del que tose como en torno a un embudo, espantados los ojos, mientras los transeúntes se ponen fuera del alcance de tan truculentas exhalaciones, de la imperceptible pero perniciosa envoltura de un cuerpo excesivamente ocupado en no expeler la vida junto con los bacilos como para preocuparse por las apariencias y las formas. Y como esa tos, como algo que salta de dentro afuera, los efluvios malignos que parecen emitir las caras internas del edificio vaciado, el damero de las medianeras visible a través de los yertos huecos de las ventanas, el parcheado residual que testimonia la actividad desarrollada a lo largo del tiempo en los pisos ya desaparecidos, negras tiras de chimenea, zócalos, paños de azulejos, restos de cañerías, despojos que más que con la vida se relacionan con la muerte.

    Caso extremo de esta clase de repulsión, al menos para mí, es el que me inspiran los muebles de anticuario, así como los simplemente heredados, cuando no han sido remozados por entero. Los armarios y cómodas que, al ser abiertos, desprenden el olor de las prendas usadas por generaciones de seres que yacieron por última vez en la cama que se nos ofrece para dormir; las perchas de las que habían colgado chaquetas de cuello más o menos gastado, más o menos sobado; las mesitas de noche. El propio oficio de anticuario me parecía de mal agüero, asociado como acostumbra a ir su negocio a la muerte de alguien y, con frecuencia, a la codicia enfrentada de sus herederos, y la opresión incluso física que me producía el interior agobiante y sombrío de este tipo de establecimientos, inútilmente iluminados, según uno se adentra entre los muebles, cuadros y espejos expuestos, por la luz de unas lámparas que antes que aquí habían colgado de otros techos, se me imponía como la materialización misma de ese mal agüero. Aunque supongo que este tipo de sentimientos de rechazo los vengo experimentando desde siempre, me los formulé por primera vez y se los formulé a Magda cuando, a comienzos de nuestra relación, la acompañé a la casa que su familia tiene en el campo, al poco tiempo de que en ella hubiese muerto algún pariente. Los pomos de las puertas, los bordes sobados de las sillas del comedor, los asientos del salón, de cuya tapicería pedos y olores corporales afloraban trocados en una desagradable impresión de frío. Supongo que en La Noguera había experimentado mil veces algo parecido, pero tuve que llegar a una casa que no me era familiar –por no decir que me era extraña– para que, a modo de contrapunto a mi compenetración con Magda, cobrase conciencia de ello.

    Lo que repele de esos muebles gastados por el uso, de esa nube de polvo que se revuelve sobre los escombros, es la desdicha de la que enseres y muros han sido testigos, esa gris respiración que acaba por apagarse. Pero, así como el que por su oficio –albañil, arquitecto–, sea o no víctima de tales aprensiones, se ve obligado a terminar por vencerlas, así todo aquel empeñado en conocerse a sí mismo, y solo a partir de ese conocimiento hacer una u otra cosa, tendrá también que vencer el temor a una introspección llevada a sus últimas consecuencias. Pues, mientras que la vida como fenómeno general referido al cosmos despierta tanto interés como simpatía, no bien restringimos su significado a la existencia concreta del ser humano empieza a suscitar aprensiones y suspicacias, que se convierten en instintivo rechazo cuando de lo que se trata es de desentrañar o intentar esclarecer la realidad íntima del sujeto. Lo normal es que, contrariamente a lo que suele proclamarse, a casi nadie le apetezca verdaderamente indagar demasiado en sí mismo, ahondar hasta los recovecos más recónditos de la conciencia, de forma que solo unos pocos son capaces de convertir esa indagación, con frecuencia ingrata, en conocimiento liberador, susceptible de dotar al sujeto de un margen de autonomía hasta entonces desconocido. La energía generada es similar a la inherente a todo proceso de aproximación amorosa, cuando, llevadas por el deseo de integración, cada una de las partes se adentra en la intimidad de la otra, y las revelaciones a las que accede son, al propio tiempo, oscuras revelaciones acerca de uno mismo. El conocimiento que se deriva, por ejemplo, del inquirir de cada parte acerca de anteriores experiencias amorosas de la otra, responder con precisión implacable, atosigado por los latidos del corazón, a las puntualizaciones pedidas por Magda, pedir a mi vez detalles, imaginar su cuerpo besando y siendo besado por otro, penetrando y siendo penetrado, haciendo exactamente lo que ahora hacemos nosotros solo que visto desde fuera, turbador tumulto de formas que termina por cobrar vida propia.

    Todo eso hace de la mujer amada la persona a la que mejor llegamos a conocer, una vida que se integra en nosotros al tiempo que nos integra, no en vano conocimiento carnal y conocimiento son en la Biblia sinónimos. Sería muy equivocado pensar que familiares y amigos, por mucho que no haya secretos para ellos, puedan alcanzar un similar nivel de conocimiento mutuo. ¿Qué saben los hijos de los padres, de cómo eran antes de ser padres? ¿Y de los hijos, tanto más desconocidos cuanto más crecen? ¿Qué sabemos de nuestro nacimiento, de los hechos que en él concurrieron, sino lo que nos han contado, una concatenación aleatoria de acontecimientos cuyo mero enunciado nada explica? Si yo me llamo Ricardo es por mi tío Ricardo, cuyo padrino, a su vez, parece que también se llamaba así, conforme a la más fortuita de las predestinaciones. Recuerdo la primera vez que cobré conciencia de que mi nombre era algo que me había sido asignado, un descubrimiento que me hizo sentirme orgulloso de mí mismo según volvía a casa canturreando –no tendría entonces más de cinco o seis años–, mi sombra alargándose oblicua al sol de la tarde: el nombre que me había tocado me sonó bien y eso, sumado al efecto de la sombra que me precedía, su paso decidido, me llenó de repentina euforia, y elevé la voz, el tono de lo que estaba cantando, mientras pisaba y braceaba con más fuerza.

    La costumbre del padre de Magda de escribir cada primero de enero el balance o resumen del año anterior me interesó desde el principio. Según ella cuenta, esa era la principal tarea de un día en el que había que procurar hacer un poco de todo y que todo saliera bien, a modo de prefiguración votiva de lo que había de ser el año que estaba empezando. A mí, antes que una reseña de fechas o hechos, me parece preferible el esbozo del estado anímico del momento, de los pensamientos o preocupaciones dominantes, fruto de lo acontecido a lo largo del año recién terminado.

    Vista del pueblo desde La Mola

    La Mola nunca estuvo en venta. Sus propietarios eran gente de ciudad y el hecho de que nadie en Vallfranca recordase cuándo la habían visitado por última vez nada indicaba en este sentido, por ser lo habitual. De unos años a esta parte sucedía lo mismo con casi todas las fincas de recreo: los hijos de los dueños se negaban a ir al campo. El que ninguna de ellas fuese comparable a La Mola ni en presencia ni en emplazamiento, lejos de cambiar las cosas, inducía a pensar que los herederos de esta, precisamente por ser más privilegiada, eran también más reacios a disfrutarla.

    No bien empezaron a circular rumores, en Vallfranca se impuso de inmediato la opinión de que, de ser cierto que La Mola había sido vendida, el comprador tenía que ser forzosamente alguien de ciudad, por mucho que los guardeses asegurasen no saber nada ni haber mostrado la finca a nadie. ¿A quién del pueblo podía ocurrírsele comprar La Mola, irse a vivir a La Mola? Las fincas como La Mola eran para gente de ciudad y siempre lo habían sido: mansiones ajardinadas tanto más apreciadas cuanto mejor escondidas quedaran las dependencias agrícolas. Se suponía que su valor dependía de la importancia de la explotación agraria, pero incluso en los tiempos en que la agricultura era rentable, también se suponía que los propietarios no sabían una palabra al respecto, el cuándo, el cuánto, el porqué, el para qué, el hasta dónde; por no saber, ni siquiera el apellido de sus servidores, a los que llamaban por el nombre propio. Y eso, en parte porque verdaderamente no sabían y, en parte, porque lo propio de ellos era precisamente no saber, no tener el más mínimo conocimiento acerca del campo y de los campesinos. Ni siquiera convenía que se acercaran demasiado a los cultivos o a las dependencias, no fueran a rozarse, a ensuciarse, a tener que llevarse un pañuelo a las narices, a inhalar, a sentirse mal, a tener una reacción alérgica o coger el tétanos. Pero, por encima de todo, porque había que mantenerse lejos.

    Los ricos del pueblo, en cambio, por muchos millones que tuvieran en la cuenta corriente –a lo mejor bastantes más que esas familias de ciudad, por lo general venidas a menos– y por más que sus hijos estuvieran también sacándose una carrera en la ciudad, vivían de otra manera. De vez en cuando les gustaba ponerse al volante del tractor y arreglar algún tramo de camino entre los cultivos abandonados. Y salir de caza cuando se levantaba la veda, o a coger setas, y almorzar en pleno campo, la bota de vino pasando de mano en mano. Algunos incluso cuidaban personalmente un trozo de huerto. Sus casas eran la casa que había sido de la familia desde siempre, una casa de pueblo interiormente arreglada –a veces también exteriormente– como un apartamento urbano. No obstante, cada vez eran más los que preferían alquilar esa casa a inmigrantes y trasladarse a un chalet construido a las afueras del pueblo. Solo que seguían sin saber cómo sentarse en unas butacas tan profundas y cómo apañarse con tantas lámparas bajas, por lo que siempre acababan recurriendo a las luces del techo. Vivir en un lugar como La Mola era algo que quedaba fuera de todo cálculo.

    Sin embargo, una cosa era que no se vieran a sí mismos disfrutando de La Mola y otra muy distinta que no soñaran con sacarle algún tipo de beneficio, que no hubieran hecho sus planes, sus proyectos. De ahí que cuando se tuvo la certeza no ya de que los rumores sobre la venta eran ciertos, sino, sobre todo, de que el comprador no era otro que el señor Blanc, la conmoción fue enorme. ¡La Mola había sido comprada por uno de ellos sin que nadie hubiese llegado ni tan siquiera a sospecharlo! Mientras los demás se entretenían fantaseando, el señor Blanc pasaba al terreno de los hechos. Si ya antes era el hombre más influyente del pueblo, a partir de aquel momento la distancia que le separaba de los demás se hacía insalvable. Y si hasta entonces había vivido en la Rectoría, detrás de la iglesia, la mejor casa del pueblo –llena de tesoros, se aseguraba, aunque nadie los hubiese visto, ya que el señor Blanc tenía por costumbre recibir a las visitas en el comedor de la fonda contigua, también de su propiedad–, estaba más que claro –¡inconcebible que no se hubieran dado cuenta antes!– que para él no iba a representar ningún problema tomar posesión de La Mola.

    Por otra parte, si habían llegado a enterarse de la compra fue solo por una indiscreción del pasante de la notaría cuando el trato llevaba ya tiempo cerrado. Luego se dijo que meses atrás el señor Blanc había sido visto en el asiento trasero de su Mercedes abandonando el camino que conduce a La Mola, aunque tal imagen bien pudiera ser fruto de la imaginación de algún paseante ocioso. También se decía que, de hecho, llevaba ya tiempo viviendo secretamente en La Mola, sin que

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