Una reina enamorada
Por Kate Hewitt
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Alejado del trono por voluntad propia, Alessandro Diomedi no esperaba verse obligado a volver a Maldinia para suceder a su padre. Ni tener que casarse con la mujer que estaba destinada para él.
Entrenada desde la infancia para ser la perfecta reina, por fin había llegado el momento de que Liana Aterno cumpliese con su deber, pero Sandro no era ya el joven al que recordaba, sino un hombre cínico y amargado que, sin embargo, encendía en ella una pasión inusitada.
Cuando su primer beso demostró que aquel podría ser algo más que un matrimonio de conveniencia, Sandro decidió liberar la pasión que su misteriosa reina escondía bajo ese frío exterior.
Kate Hewitt
Kate Hewitt has worked a variety of different jobs, from drama teacher to editorial assistant to church youth worker, but writing romance is the best one yet. She also writes short stories and serials for women's magazines, and all her stories celebrate the healing and redemptive power of love. Kate lives in a tiny village with her husband, five children, and an overly affectionate Golden Retriever.
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Una reina enamorada - Kate Hewitt
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2014 Kate Hewitt
© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.
Una reina enamorada, n.º 2306 - mayo 2014
Título original: A Queen for the Taking?
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-4311-0
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
Capítulo 1
Alessandro Diomedi, rey de Maldinia, abrió la puerta del opulento salón de recepciones y miró a la mujer con la que debía casarse. Liana Aterno, la hija del duque de Abruzzo, estaba en medio de la habitación, su postura elegante, su mirada firme, incluso fría. Considerando la situación, parecía sorprendentemente tranquila.
Sandro cerró la puerta, el sonido marcando el final de su libertad. Pero no, eran imaginaciones suyas porque su libertad había terminado seis meses antes, cuando dejó su vida en California para volver a Maldinia y aceptar su puesto como primero en la línea de sucesión al trono. Y cualquier recuerdo de esa libertad había desaparecido cuando enterró a su padre y ocupó su sitio como monarca del país.
–Buenas tardes –su voz hacía eco en el enorme salón, con sus tapices, sus frescos en el techo, las elaboradas mesas de mármol y pan de oro.
No era exactamente un sitio acogedor y, por un momento, deseó haber pedido que llevasen a lady Liana a un salón más agradable.
Aunque, considerando la naturaleza de su inminente discusión, tal vez aquella fría sala era la más apropiada.
–Buenas tardes, Majestad –dijo ella.
No hizo una reverencia y Sandro se alegró porque detestaba esos anticuados gestos, aunque sí inclinó la cabeza en señal de respeto. Pero cuando clavó en él una mirada fría, Sandro sintió que su corazón volvía a endurecerse. No quería aquello, nunca lo querría, pero estaba claro que ella sí.
–Espero que haya tenido un viaje agradable.
–Sí, gracias.
Sandro dio un paso adelante, estudiándola. Era guapa, si te gustaban las mujeres pálidas. Su pelo era tan rubio que casi parecía blanco y lo llevaba sujeto en un moño, con un par de mechones cayendo a los lados, sobre unos pendientes de perlas.
Era delgada, pequeña, y sin embargo su postura era orgullosa, firme. Llevaba un discreto vestido de cuello alto y mangas largas en color azul pálido y un discreto collar de perlas. Tenía las manos unidas en la cintura, como una monja, y soportaba el escrutinio sin parpadear, aceptando la inspección con una fría e incluso altanera confianza. Todo eso lo enfadaba.
–¿Sabe por qué está aquí?
–Sí, Majestad.
–Olvídese de tratamientos. Estamos considerando la posibilidad de un matrimonio, así que llámeme Alessandro o Sandro, lo que prefiera.
–¿Cómo prefiere usted que le llame?
–Puede llamarme Sandro.
Su frialdad lo irritaba, aunque sabía que era una reacción poco razonable, incluso injusta. Sin embargo, sentía el deseo de borrar esa fría sonrisa de sus labios y reemplazarla por algo real.
Pero había dejado las emociones reales, honestidad, comprensión, simpatía, en California. No había sitio para eso allí, incluso cuando hablaba de matrimonio.
–Muy bien –respondió ella, pero no lo llamó de ninguna manera. Sencillamente esperó y Sandro tuvo que admitir que, a pesar de la irritación, sentía por ella cierta admiración. ¿Tenía más personalidad de la que había imaginado o estaba muy segura de sus futuras nupcias?
El matrimonio era virtualmente un trato sellado. Lady Liana había sido invitada al palacio para dar comienzo a las negociaciones y la celeridad con que había aceptado la delataba. De modo que la hija del duque quería ser reina, qué sorpresa. Otra mujer de corazón helado en busca de dinero, poder y fama.
El amor, por supuesto, no tenía nada que ver. Nunca tenía nada que ver; él había aprendido esa lección mucho tiempo atrás.
Sandro metió las manos en los bolsillos del pantalón mientras se acercaba a la ventana para mirar los jardines del palacio, pero al ver la verja dorada que rodeaba la finca se le encogió el estómago. Una prisión en la que él había entrado por voluntad propia, a la que había vuelto con una vaga esperanza, que desapareció al ver a su padre por primera vez después de quince años.
«No he tenido alternativa. De haberla tenido, habría dejado que te pudrieras en California... o mejor, en el infierno».
Sandro tragó saliva antes de darse la vuelta.
–Dígame por qué está aquí, lady Liana –le dijo. Quería escucharlo de sus propios labios, esos labios fruncidos.
Después de una pausa, ella respondió en voz baja:
–Para discutir un posible matrimonio entre nosotros.
–Y, considerando que no nos habíamos visto nunca, ¿la posibilidad de casarnos no le preocupa o angustia en absoluto?
–Nos conocimos cuando yo tenía doce años, Majestad.
–Doce –repitió él, mirándola fijamente. Pero su rostro no despertaba recuerdo alguno. ¿Habría sido igualmente fría a los doce años? Seguramente, pensó–. Pero debe llamarme Sandro.
–Sí, claro.
De nuevo, no lo llamó por su nombre y él estuvo a punto de sonreír. ¿Estaba provocándolo a propósito? Preferiría eso a su helada compostura. Cualquier emoción era mejor que ninguna emoción en absoluto.
–¿Dónde nos conocimos?
–En una fiesta de cumpleaños que organizó mi padre en Milán.
Sandro no lo recordaba, aunque no le sorprendía. Si ella tenía entonces doce años, él tendría veinte y estaba a punto de renunciar a su herencia, a la vida de palacio, a sus obligaciones... para volver seis meses antes, cuando el deber exigió que reclamase su alma o la vendiese. Aún no sabía lo que había hecho.
–¿Y usted sí me recuerda?
Durante un segundo, ella pareció si no desconcertada algo parecido. Sandro vio que sus ojos, de un sorprendente color lavanda, se ensombrecían. No era tan pálida después de todo, pensó.
–Sí, lo recuerdo.
–Lamento no recordarla.
Liana se encogió de hombros.
–No esperaba que así fuera. Entonces era poco más que una niña.
Sandro asintió con la cabeza, preguntándose qué pensamientos, qué sentimientos habría tras esa máscara de hielo. ¿Qué emociones habían oscurecido sus ojos por un momento?
¿O estaba siendo absurdamente sentimental? No sería la primera vez. Creía haber aprendido la lección, pero tal vez no era así.
Liana Aterno había sido uno de los primeros nombres que aparecieron en las comunicaciones diplomáticas tras la muerte de su padre y él había aceptado que debía casarse para tener un heredero.
El padre de Liana era un aristócrata que había ocupado varios cargos importantes en la Unión Europea y ella, que había dedicado su vida a proyectos benéficos, jamás había dado un escándalo. Todo eso debía ser tomado en consideración por el bien de su país. Además, Liana era irritantemente perfecta en todos los sentidos; la perfecta reina consorte. Y parecía saberlo, además.
–¿Ha tenido otras relaciones? –le preguntó, observando su rostro ovalado. No había ninguna emoción en sus ojos, ninguna tensión en su cuerpo. Casi parecía una estatua, algo hecho de frío mármol, sin vida.
No, pensó entonces, en realidad le recordaba a su madre, una mujer fría y calculadora, sin emociones, a quien solo importaba el estatus de reina.
¿Era así aquella mujer o estaba juzgándola de manera injusta, basándose en su triste experiencia? Por su expresión, era imposible saber lo que sentía y, sin embargo, Sandro la detestaba por haber respondido a su llamada, por estar dispuesta a casarse con un extraño.
Aunque él iba a hacer lo mismo.
–No –respondió ella por fin–. He dedicado mi vida a trabajar en proyectos benéficos.
Reina o monja. Siglos antes, esa había sido la elección de algunas mujeres de alto rango, pero en aquel momento parecía algo arcaico, absurdo.
Y, sin embargo, era una realidad próxima a la suya: rey o director de su propia compañía. Esclavo o libre.
–¿No ha habido nadie mas? –insistió–. Debo admitir que me sorprende. ¿Cuántos años tiene... veintiocho?
–Así es.
–Imagino que habrá tenido muchas ofertas.
Ella frunció los labios.
–Ya le he dicho que he dedicado mi vida a proyectos benéficos.
–Uno puede dedicar su vida a proyectos benéficos y tener relaciones. O casarse.
–Eso espero, Majestad.
Un sentimiento muy noble, pero uno en el que Sandro no confiaba. Evidentemente, lo que aquella mujer fría y ambiciosa deseaba era ser una reina.
Una vez, él había soñado con el matrimonio, con una relación de amor, de pasión. Una vez.
Liana sería una reina perfecta. Estaba claro que la habían educado para ese papel y casarse era un deber del que Sandro se había desentendido durante demasiado tiempo.
–Yo tengo obligaciones durante el resto de la tarde, pero me gustaría que cenásemos juntos esta noche, si le parece bien.
Ella asintió con la cabeza.
–Por supuesto, Majestad.
–Así podremos conocernos mejor y hablar de los aspectos prácticos de esta unión.
–Claro.
Sandro clavó en ella sus ojos, esperando ver alguna emoción, fuese incertidumbre, duda o simple interés humano. Pero en la mirada de color violeta solo veía frío propósito y determinación. Intentando disimular su decepción, se dirigió a la puerta.
–Disfrute de su estancia en el palacio de Averne, lady Liana.
–Gracias, Majestad.
Solo cuando cerró la puerta tras él se dio cuenta de que no lo había llamado Sandro.
Liana dejó escapar un largo suspiro, llevándose las manos al abdomen. Se sentía un poco más tranquila, casi anestesiada. Había visto a Alessandro Diomedi, rey de Maldinia, su futuro marido.
Se acercó a la ventana y miró los jardines del palacio y los antiguos edificios de Averne más allá de la verja, bajo un cielo sin nubes. Las cumbres nevadas de los Alpes eran casi visibles si estiraba un poco el cuello.
La conversación con el rey había sido irreal. Casi sentía como si hubiera estado flotando, mirando a esas dos personas, esos dos extraños que no se habían visto antes y que pensaban casarse el uno con el otro.
Aunque habían pasado varias semanas desde que sus padres sugirieron