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Lo que toda mujer debe saber
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Libro electrónico140 páginas3 horas

Lo que toda mujer debe saber

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Información de este libro electrónico

J.D. Turner no podía permitir que Tally eligiera un compañero sin antes saber todo lo que podía haber entre un hombre y una mujer. Sobre todo si aquella belleza iba a criar a su pequeño. Por eso había decidido enseñarle personalmente lo que era el verdadero amor. Tally Smith tenía un plan para encontrar al hombre perfecto, casarse y formar la familia ideal para el pequeño Jed... Al menos hasta que J.D. la secuestró con la excusa de enseñarle lo que realmente necesitaban el niño y ella. Bueno, pues Tally también podía decírselo: ¡el niño y ella lo necesitaban a él!
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento7 abr 2016
ISBN9788468781792
Lo que toda mujer debe saber
Autor

Cara Colter

Cara Colter shares ten acres in British Columbia with her real life hero Rob, ten horses, a dog and a cat.  She has three grown children and a grandson. Cara is a recipient of the Career Acheivement Award in the Love and Laughter category from Romantic Times BOOKreviews.  Cara invites you to visit her on Facebook!

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    Lo que toda mujer debe saber - Cara Colter

    Editado por Harlequin Ibérica.

    Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

    Núñez de Balboa, 56

    28001 Madrid

    © 2003 Cara Colter

    © 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

    Lo que toda mujer debe saber, n.º 1837 - abril 2016

    Título original: What a Woman Should Know

    Publicada originalmente por Silhouette® Books.

    Publicada en español en 2004

    Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

    Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

    Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

    ® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

    ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

    Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

    Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

    I.S.B.N.: 978-84-687-8179-2

    Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

    Índice

    Portadilla

    Créditos

    Índice

    Capítulo 1

    Capítulo 2

    Capítulo 3

    Capítulo 4

    Capítulo 5

    Capítulo 6

    Capítulo 7

    Capítulo 8

    Capítulo 9

    Capítulo 10

    Si te ha gustado este libro…

    Capítulo 1

    A John David Turner le gustaba cantar. Cuanto más alto, mejor. Le gustaba cantar hasta que vibraran las paredes. Cantaba cuando estaba contento y aquel había sido un buen día a pesar de que se había hecho daño en el hombro arreglando el motor del Mustang del 72 de Clyde Walters.

    Por supuesto, sólo había un lugar en el mundo en el que un hombre con semejante voz, áspera y fuerte, pudiera cantar: la ducha.

    Mientras el agua caliente le aliviaba los músculos doloridos, se deleitó a sí mismo con una preciosa canción.

    –Annabel era una vaca de una belleza inusual…

    Subió en la última nota hasta emitir una aullido parecido al de los coyotes que, a veces, en verano, le contestaban.

    Se calló para ver si, dado que estaba en verano, sucedía.

    Tenía todas las ventanas de la casa abiertas para que la brisa de la noche le refrescara, pues aquel día había hecho calor.

    Vivía y tenía el taller de coches a la salida de Dancer, en Dakota del Norte, para que cuando le apeteciera cantar solo los coyotes lo oyeran.

    En ese momento, llamaron a la puerta.

    Frunció el ceño y consideró no abrir. Nadie sabía que cantaba. Bueno, sólo una persona hacía mucho tiempo lo había oído y eso había sido porque había cometido la locura de cantar una canción de amor.

    «No pienses en eso», se dijo.

    Volvieron a llamar.

    J.D. cerró el grifo y se secó. ¿Cómo se atrevían a fastidiarle la velada?

    ¿Por qué se había enfadado tanto? ¿Por la canción de amor, por la interrupción o por otra cosa? No lo sabía, pero estaba enfadado. Muy enfadado.

    ¿Quién sería? Probablemente, su amigo Stan, el otro soltero de la ciudad, único miembro junto a él del Club Del No Insistas, No Me Pienso Casar, conocido por sus iniciales CDNINMPC. A veces, se pasaba a verlo por las noches con un par de cervezas.

    Como fuera él, al día siguiente todo Dancer iba a saber que J.D. cantaba en la ducha canciones sobre vacas. J.D. tuvo la sensación de que iba a estar años escuchando chistes sobre vacas.

    Animado al pensar que quizá su amigo no dijera nada si consiguiera entretenerlo contándole sus avances con el Mustang, salió de la habitación y avanzó hacia el vestíbulo.

    Al llegar, se paró en seco. La silueta femenina que estaba dada la vuelta no era Stan, desde luego.

    Se había alejado de la puerta y estaba mirando hacia la ciudad. Obviamente, tenía frío. Llevaba una falda que en otra persona podría haber sido seria, de trabajo, pero en ella, no. En ella, la falda se aferraba de forma sensual a sus caderas y a sus nalgas y dejaba al descubierto sus largas y preciosas piernas.

    Oh, sí. Aun de espaldas, la reconocía.

    Los últimos rayos del atardecer arrancaban reflejos a su pelo rubio, que llevaba recogido en un moño del que se habían escapado algunos mechones.

    A J.D. se le secó la boca y se recordó tiempo atrás cantando cierta canción de amor.

    Se recordó que ya no era el mismo y, anudándose la toalla a la cintura, avanzó furibundo en dirección a la puerta.

    Cinco años. Sin adiós. Sin carta. Sin llamada de teléfono. Sin explicaciones. ¿Y ahora aparecía de nuevo en su vida?

    Elana Smith ya lo había cautivado una vez y no tenía intención de dejar que volviera a ocurrir, así que lo que iba a hacer era cerrar la puerta con llave.

    Pero, a medida que se fue acercando a ella, su furia se disipó y, para su sorpresa, no sólo abrió la puerta sino que tomó a Elana del hombro, la giró y la besó.

    No fue un beso de saludo.

    No, fue un beso de castigo. Un beso salvaje con connotaciones de traición y de cinco años preguntándose por qué. Fue el beso de un hombre que había quedado maltrecho en el campo de batalla del amor, pero que había sobrevivido y se había vuelto más fuerte, duro y frío que nunca.

    Elana intentó zafarse de sus garras y J.D. se alegró de ser mucho más fuerte que ella. Tras un leve forcejeo, Elana se rindió y lo besó.

    En ese momento, cuando él bajó la guardia, aprovechó para soltarse y golpearlo con el bolso en la cabeza. ¡Debía de llevar un ladrillo dentro!

    J.D. se apartó y la miró con el ceño fruncido.

    –¿Cómo te atreves? –le espetó.

    J.D. se fijó en su rostro. Oh, sí, era ella. Aquel rostro femenino ligeramente exótico. Recordaba perfectamente sus rasgos, aquellos increíbles pómulos, aquella nariz recta, aquella barbilla altiva.

    Sin embargo, el tono que había empleado para dirigirse a él no era el suyo. No, aquella mujer no era Elana.

    Se fijó en sus ojos. Elana los tenía azules y aquella mujer los tenía color violeta. Claro que podían ser lentillas.

    La miró detenidamente. Parecía realmente enfadada. Aquellos labios… no, Elana tenía labios carnosos y aquellos eran finos.

    J.D. maldijo. Acaba de besar a una desconocida que tenía la desgracia de parecerse a la mujer a la que una vez le cantó una canción de amor.

    Era obvio que no le gustaba que sólo llevara una toalla a la cintura.

    –Me ha estropeado la blusa –se quejó–. Y es de seda –añadió.

    –Sí, me lo imaginaba.

    La mujer lo miró como si estuviera convencida de que no tenía ni idea de telas y J.D. decidió dejarle claro que no era así.

    –Sé que es seda porque se transparenta cuando está mojada.

    La mujer lo miró con los ojos muy abiertos, se sonrojó y se cruzó de brazos.

    –Demasiado tarde –dijo J.D.–. Ya lo he visto. Encaje.

    –¡Oh! –exclamó la joven, indignada.

    –No me vuelva a pegar a con el bolso, ¿eh?

    –¡Pues deje de mirarme así!

    –¿Así cómo?

    –Como… como un lagarto.

    J.D. Turner, consumado soltero que se preciaba de que todavía algunas mujeres se giraban por la calle a mirarlo, no daba crédito a sus oídos.

    ¿Un lagarto? Le entraron ganas de volver a besarla.

    La miró atentamente.

    Llevaba la blusa abrochaba hasta el cuello. Obviamente, no era Elana.

    –¿En qué la puedo ayudar? –le preguntó cortante.

    Aunque no fuera ella, estaba claro que tenía que ser un pariente. Tal vez, su hermana pequeña. En cualquier caso, nada que tuviera que ver con Elana podía ser bueno.

    La joven se limpió los labios como si tuviera gérmenes y miró a su alrededor preocupada. J.D. entendió inmediatamente lo que se le estaba pasando por la mente.

    Estaba en el porche de un desconocido que sólo llevaba una toalla a la cintura, que la acababa de besar, y el vecino más cercano no la iba a oír por mucho que gritara.

    En otras circunstancias, habría intentado tranquilizarla, pero todo lo que tenía que ver con Elana significaba peligro. Había habido algo en el beso que le había indicado que había sido peligroso.

    Aquella mujer de cara angelical era peligrosa aunque no lo pareciera.

    Era más delgada que Elana, que tenía más curvas y a la que le gustaba enseñarlas. Elana era más sensual y solía vestir con minifaldas y cuero. Aquella joven llevaba un traje de chaqueta y parecía una institutriz.

    ¿Mary Poppins?

    –¿En qué la puedo ayudar? –repitió con frialdad.

    –En nada –contestó ella–. Ha sido un error –añadió, girándose para irse.

    J.D. no sabía si se sentía aliviado o apesadumbrado por que se fuera ir sin decirle quién era. Justo cuando le iba a decir que esperara, ella se tropezó en el segundo escalón y cayó al suelo.

    J.D. oyó su cabeza chocar contra el cemento y se apresuró a correr en su ayuda.

    –¡No me toque! –gritó la joven, medio desmayada.

    Se había hecho un corte en la frente que estaba sangrando e hinchándose por momentos.

    –¡No me toque! –repitió.

    J.D. la tomó en brazos sin dudarlo. Pesaba tan poco que su hombro ni se resintió.

    –Bájeme –le dijo cerrando los ojos.

    J.D. no le hizo caso e intentó no pensar en que se le estaba resbalando la toalla por las caderas. Entró por la puerta de la cocina y la dejó en una silla. La joven se intentó poner en pie.

    –Siéntese –le ordenó poniéndose bien la toalla.

    Ella

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