Conversaciones de emigrados alemanes
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Éste es un libro delicioso sobre el arte y la función de la narración, capaz de combinar penetración y ligereza, y de desvelar, bajo la superficie del juego, cada una de sus serias reglas.
Johann Wolfgang von Goethe
Johann Wolfgang von Goethe ist der bedeutendste deutsche Dichter. Er wurde 1749 in Frankfurt am Main geboren. Goethe kam aus gutem Hause. Er studierte Rechtswissenschaft und wurde Beamter. Nebenbei schrieb er. Das Theaterstück "Götz von Berlichingen" macht ihn in Deutschland bekannt. Da war Goethe noch ein junger Mann. Mit 26 Jahren ging Goethe nach Weimar und blieb dort für den Rest seines Lebens. Er war dort Beamter und leitete das Hoftheater. Goethe schrieb Gedichte, Novellen, Romane. Er reiste auch als einer der ersten Touristen nach Italien. Danach schriebe er viele Theaterstücke; sein bekanntestes wurde der "Faust". Zusammen mit den Dichtern Friedrich Schiller, Christoph Martin Wieland und Johann Gottfried Herder ist er ein Vertreter der "Weimarer Klassik". Goethes Gedichte, der "Werther" und der "Faust" zählen zur Weltliteratur. Als junger Mann war Goethe unglücklich in Charlotte Buff verliebt. Sie war schon verheiratet. Ein Kollege erschoss sich. Auch er war in eine verheiratete Frau verliebt. Dann schrieb Goethe "Die Leiden des jungen Werther". Der Roman ist in Briefen geschrieben. "Werther" löste einen Kult unter jungen Menschen aus. Der Roman wurde ein Bestseller in ganz Europa. Man nennt diese Epoche "Sturm und Drang".
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Conversaciones de emigrados alemanes - Johann Wolfgang von Goethe
1795
CONVERSACIONES DE EMIGRADOS ALEMANES
EN AQUELLOS desdichados días que tuvieron para Alemania, para Europa, y hasta para el resto del mundo, las más tristes consecuencias, cuando el ejército de los francos penetró en nuestra patria por una brecha mal vigilada, una noble familia abandonó las propiedades que tenía en aquellas comarcas y huyó atravesando el Rhin para salir de los aprietos con que se amenazaba a todas las personas distinguidas a las que se les imputaba como crimen el hecho de que se acordaran de sus antepasados con alegría y sentimiento de honor, de que gozaran de algunos beneficios que cualquier padre bien intencionado desearía gustosamente procurar a sus hijos y descendientes.
La baronesa von C., una viuda de mediana edad, se acreditó también ahora, en esta fuga, como antes en su casa, para consuelo de sus hijos, parientes y amigos, como una persona decidida y activa. Educada dentro de círculos sociales amplios, y formada después de sufrir diversos destinos, era conocida como una excelente madre de familia, y su penetrante espíritu estaba dispuesto a emprender todo tipo de negocio. Deseaba servir a muchos, y la mucha gente que conocía la ponía en situación de hacerlo. Ahora, inesperadamente, tuvo que actuar como guía de una pequeña caravana, y supo conducirla a ésta, cuidar de ella, y mantener el buen humor, tal como se manifestó, entre su gente, también en medio de la tristeza y de las necesidades. Y realmente, no era raro que entre nuestros fugitivos hubiera momentos de alegría; pues sorprendentes acontecimientos, nuevas situaciones, brindaron a los tensos espíritus varios motivos de bromas y risas.
La fuga apresurada hizo que el comportamiento de cada uno adquiriera rasgos característicos y llamativos. Uno se dejaba arrebatar por un falso miedo, por un horror intempestivo; el otro daba lugar a una innecesaria preocupación; y todo lo que éste hacía de más y aquél de menos, y todo suceso en el que se manifestaba debilidad en condescendencia o precipitación, daba en consecuencia ocasión para atormentarse o educarse mutuamente, de modo que estas tristes situaciones se hicieron más alegres que lo que podría haber sido otrora un viaje de placer.
Pues así como a veces en la comedia podemos permanecer serios durante un rato sin reírnos de las intencionales bufonadas; pero, en cambio, brota inmediatamente una sonora carcajada cuando en la tragedia ocurre algo inadecuado; así también una desgracia en el mundo real, desgracia que saca a los hombres de sus acostumbrados carriles, irá acompañada habitualmente de circunstancias ridículas a menudo en el mismo momento, circunstancias que con toda seguridad serán después motivo de risa.
Especialmente la señorita Luisa, hija mayor de la baronesa, una mujer animada, vehemente y, en los buenos días, imperiosa tuvo que sufrir muy mucho, pues de ella se decía que bajo el efecto del primer susto había quedado por completo fuera de sí y, distraída, en una suerte de total ausencia, había traído para empacar, con la mayor seriedad, hasta las cosas más inútiles, y hasta confundido a un viejo servidor con su novio.
Pero ella se defendía lo mejor que podía; sólo que no toleraba ninguna broma que se refiriera a su novio; pues ya bastante sufrimiento le causaba el saber que él se encontraba diariamente en peligro en el ejército aliado, y el ver que la deseada unión era postergada, quizá frustrada, por la desorganización general.
Su hermano mayor, Federico, un joven decidido, ejecutaba con orden y exactitud todo lo que la madre disponía, acompañaba a caballo al cortejo, y era a la vez correo, conductor de los coches e indicador del camino. El maestro del hijo menor, en quien se tenían muchas esperanzas, un hombre instruido, hacía compañía en el coche a la baronesa; el primo Carlos viajaba con un viejo religioso que como amigo de la casa se había vuelto desde hacía tiempo indispensable para la familia, con un pariente mayor y otros menores, en un coche que iba atrás. Camareras y camareros seguían en jardineras, y unas cuantas parihuelas muy cargadas, que en más de una parada tuvieron que quedar atrás, cerraban el cortejo.
Toda esta gente había abandonado sus casas a disgusto, como fácilmente se puede imaginar; pero el primo Carlos se alejaba con un doble disgusto de la otra orilla del Rhin: no porque acaso hubiera dejado allí a una mujer amada, como se habría podido suponer según la juventud de él, según su esbelta figura y su carácter apasionado; él se había dejado seducir más bien por la deslumbrante belleza que bajo el nombre de libertad había sabido procurarse tantos adoradores, primero secreta, luego públicamente, y por más que ella tratara tan mal a los unos, era honrada con mayor vehemencia por los otros.
Así como los amantes son habitualmente ofuscados por su pasión, así le pasaba también al primo Carlos. Desean la posesión de una sola cosa y creen en cambio poder prescindir de todo lo otro. Estado social, bienes de fortuna, todas las realidades parecen desaparecer en la nada, mientras el bien deseado se transforma en lo único, en el todo. Padres, parientes y amigos se vuelven extraños a nosotros, mientras nos apropiamos de algo que nos colma y hace que todo lo restante sea extraño a nosotros.
El primo Carlos se abandonaba a la vehemencia de su pasión y no la disimulaba en las conversaciones. Creía poder entregarse con tanta más libertad a estas ideas, cuanto que él mismo era un noble y, aunque el segundón, tenía que esperar sin embargo una considerable fortuna. Precisamente estos bienes, que había de recibir en el futuro, estaban ahora en manos del enemigo, que no habitaba por cierto en ellos para beneficiarlos. A pesar de ello Carlos no podía llegar a ser enemigo de una nación que prometía al mundo tantos beneficios y cuyas ideas él juzgaba de acuerdo con los discursos y manifestaciones de algunos de sus miembros. Habitualmente perturbaba él la tranquilidad de la reunión, cuando ésta era capaz de aquélla, elogiando sin mesura todo lo malo o bueno que ocurría entre los neofrancos, expresando ruidosamente su complacencia por los progresos que habían hecho éstos; y con esto sacaba a los otros de sus casillas tanto más cuanto que ellos veían que sus sufrimientos se duplicaban por la satisfacción en el mal ajeno de un amigo y pariente, y tenían que sentirlos todavía más dolorosamente.
Federico se había enemistado con él ya varias veces, y últimamente ya ni siquiera lo trataba. La baronesa, con ingenio, sabía hacer que se midiera al menos momentáneamente. La señorita Luisa era la que más le daba que hacer porque, por cierto que a menudo injustamente, trataba de despertar sospechas respecto a su carácter y a su razón. El preceptor le daba la razón en silencio, el religioso se la negaba en silencio; y las camareras, para quienes la figura de él era atractiva y su liberalidad respetable, lo escuchaban complacidas porque se creían justificadas por las ideas de él a levantar ahora con orgullo sus delicados ojos, que antes habían bajado con modestia en su presencia.
Las necesidades del día, los obstáculos del camino, las molestias de los alojamientos obligaban a todos a concentrarse en un interés del momento; y el gran número de emigrados franceses y alemanes que encontraban doquiera y cuyo comportamiento y destino eran muy distintos eran con frecuencia motivo de que reflexionaran sobre las muchas causas que había en estos tiempos para practicar todas las virtudes, pero, en especial, la virtud de la imparcialidad y de la tolerancia.
Cierto día la baronesa hizo la observación de que nunca como en aquellos momentos de confusión y necesidad de generales se podía ver con tanta claridad cuán incultos, desde todo punto de vista, eran los hombres. «La vida civil», decía, «parece ser como una nave que traslada un gran número de personas, viejas y jóvenes, sanas y enfermas, por aguas peligrosas, aún en tiempos de tormenta; sólo en el momento en que la nave zozobra se ve quién puede nadar; y hasta los buenos nadadores sucumben en tales circunstancias.
»Por lo general vemos cómo los emigrados en su desorientación llevan consigo sus errores y necias costumbres, y nos asombramos de ello. Pero así como el viajero inglés no se desprende de la marmita de té en ninguno de los cuatro continentes, así también el resto de los hombres son doquiera acompañados por orgullosas exigencias, vanidad, desmesura, impaciencia, obstinación, falta de criterio, por el placer de asestar algún golpe perverso a sus congéneres. El frívolo se alegra de la huida como si fuera un paseo, y el insatisfecho exige que todo se le ponga a su servicio, aun cuando actúa como un mendigo. ¡Raro es que se nos presente la pura virtud de un hombre que sea impulsado realmente a vivir para los otros, a sacrificarse por los otros!».
Ahora bien, mientras se conocía a algunas personas que daban motivo para semejantes reflexiones, había ya pasado el invierno. La suerte se había mostrado de nuevo favorable a las armas alemanas, los franceses habían sido obligados a pasar de nuevo del otro lado del Rhin, Frankfurt había sido liberado y Maguncia rodeada.
Con la esperanza de que siguieran avanzando las armas victoriosas, y ansiosa por volver a adueñarse de una parte de su posesión, la familia se encaminó de prisa hacia una propiedad que le pertenecía y se encontraba bellamente ubicada en la orilla derecha del Rhin. ¡Cuán reconfortados se sintieron cuando volvieron a ver correr el bello río ante sus ventanas, con cuánta alegría, tomaron posesión de cada parte de la casa, cuán amistosamente saludaron a los conocidos muebles, los antiguos cuadros y en general a todo el mobiliario, cuán valioso les resultó hasta lo más insignificante que ya habían alguna vez, también del otro lado del Rhin, todo tal como estaba antes!
No bien corrió por la vecindad la nueva de la llegada de la baronesa, todos los viejos conocidos, amigos y servidores acudieron de prisa a ella, para conversar con ella, para repetir las historias de los meses transcurridos, y para pedirle, en varios casos, consejo y ayuda.
Rodeada por estas visitas, ella tuvo la más agradable sorpresa cuando el consejero privado von S. se presentó junto con su familia. Era un hombre para el cual los negocios, desde la juventud, se habían transformado en una necesidad, un hombre que merecía y tenía la confianza de su príncipe. Se atenía estrictamente a determinados principios y respecto a varias cosas tenía su propia manera de pensar. Hablaba y actuaba con corrección, y exigía lo mismo de los otros. Una conducta consecuente le parecía la suprema virtud.
Su príncipe, el país, él mismo, habían sufrido mucho por la invasión de los franceses; había conocido el capricho de la nación que sólo hablaba de ley, y el espíritu opresor de los que siempre tenían en la boca la palabra libertad. Había visto que también en este caso la mayoría de la gente se mantenía fiel a sí misma y, con gran vehemencia, tomaba la palabra por acción, la apariencia por propiedad. Las consecuencias de una campaña desdichada, así como las consecuencias de esas difundidas ideas y opiniones, no dejaban de ser percibidas por su penetrante mirada; aunque no se podía negar que él juzgaba muchas cosas con pasión y con cierta hipocondría.
Su esposa, amiga de la juventud de la baronesa, encontró, luego de tantas tribulaciones, un verdadero cielo en los brazos de su amiga. Habían crecido juntas, juntas se habían formado, no tenían secretos la una para con la otra. Las primeras inclinaciones de los años juveniles, los problemas críticos del matrimonio, alegrías, preocupaciones y penalidades de la maternidad, todo se lo habían confiado mutuamente otrora, en parte oralmente, en parte en cartas; y habían mantenido una vinculación ininterrumpida. Sólo en los últimos tiempos los disturbios les habían impedido comunicarse entre sí como de costumbre. Con tanta mayor animación se atropellaron sus conversaciones entonces, tanto más tuvieron que decirse, mientras las hijas de la señora del consejero pasaban su tiempo junto con la señorita Luisa en creciente familiaridad.
El bello gozo de esta encantadora comarca era lamentablemente perturbado con frecuencia por el trueno de los cañones que, según fuera la dirección del viento, se oía desde lejos con más o menos claridad. Tampoco se podía evitar, debido a la abundante afluencia de noticias diarias, la conversación sobre política que perturbaba por lo común la momentánea alegría del grupo, pues las distintas maneras de pensar y opiniones eran manifestadas de ambas partes con mucha pasión. Y así como los hombres intemperantes no se abstienen del vino ni de las comidas de difícil digestión aunque sepan por experiencia que inmediatamente después han de tener un malestar, así tampoco podían refrenarse en este caso la mayoría de las personas del grupo; más bien cedían a la irresistible tentación de dañar a otros y procurarse después a sí mismos, al fin de cuentas, un momento desagradable.
No cuesta trabajo imaginar que el consejero privado pertenecía al partido adicto al antiguo sistema, y que Carlos hablaba a favor del contrario, que esperaba que las inminentes innovaciones trajeran salud y vida a la antigua, enferma situación.
Al principio estas conversaciones se hicieron con bastante mesura, especialmente porque la baronesa supo mantener el equilibrio entre ambas partes con gratas interrupciones; pero cuando se acercó la época importante en la que el bloqueo de Maguncia había de transformarse en sitio, y se empezó entonces a tener graves temores por la suerte de esta bella ciudad y de los habitantes que habían quedado en ella, cada uno manifestó sus opiniones con desmedido apasionamiento.
Tema de conversación fueron especialmente los clubistas que habían quedado en dicha ciudad, y esperaban que se los castigara o