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El canto del cisne
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Libro electrónico268 páginas3 horas

El canto del cisne

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Una inteligente, chispeante y divertida comedia de misterio. Un clásico del género, que recupera a uno de los personajes más memorables de la novela inglesa del XX, el profesor Gervase Fen.

Tras el éxito de La juguetería errante, vuelve el profesor de Oxford y detective aficionado Gervase Fen, para resolver otro extraño crimen a puerta cerrada. Cuando una encopetada compañía de ópera recala en Oxford para poner en marcha la primera producción posbélica de Los maestros cantores de Núremberg, de Wagner, la felicidad que reina en el ambiente pronto quedará ensombrecida por la aparición del odioso y molesto tenor Edwin Shorthouse. Todo el mundo tiene un motivo personal para odiar con toda su alma a Shorthouse, pero ¿quién de los presentes será tan torpe como para acabar con él ahorcándole y apuñalándole en su propio camerino, cerrado por dentro? Como dice Edmund Crispin en la primera línea de esta perspicaz novela: «Pocas criaturas hay en el mundo más estúpidas que un cantante».
IdiomaEspañol
EditorialImpedimenta
Fecha de lanzamiento31 jul 2016
ISBN9788415578826
Autor

Edmund Crispin

El verdadero nombre de Edmund Crispin era Bruce Montgomery. Nació en 1921 en Chesham Bois, Buckinghamshire y asistió al St. John's College en Oxford. Cuando se le preguntaba por sus aficiones, Crispin solía decir que lo que más le gustaba en el mundo era nadar, fumar, leer a Shakespeare, escuchar óperas de Wagner y Strauss, vaguear y mirar a los gatos. Por el contrario, sentía gran antipatía por los perros, las películas francesas, las películas inglesas modernas, el psicoanálisis, las novelas policíacas psicológicas y realistas, y el teatro contemporáneo. Publicó nueve novelas así como dos colecciones de cuentos, todas protagonizadas por el profesor de Oxford y detective aficionado, Gervase Fen, excéntrico docente afincado en el ficticio St. Christopher's College.

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    5/5
    Sheer, unadulterated joy.
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    2/5
    A music mystery. Gervase Fen is certainly no Nero Wolfe.
  • Calificación: 3 de 5 estrellas
    3/5
    I was fairly excited to read this book, having just really enjoyed another Edmund Crispin novel. Unfortunately, I rapidly discovered I was actually just rereading the same book.

    I knew that the setting would be the same, and that the theme would be theater people, but I was unprepared for just how similar the two books were.

    - The first few chapters focus on how much everyone hates one particular character.
    - The hated character dies suspiciously.
    - Everyone has a motive; no one has an alibi. Several people announce that they had considered killing the dead person themselves.
    - The police think it is suicide; Gervese Fen thinks it is murder. Everyone tells Fen he should leave well enough alone because the world is better off without the dead person.
    - Fen spends quite a while with a moral dilemma; meanwhile, two couples fall in love and become engaged.
    - One member of the newly engaged couples is also murdered. Everyone is surprised and alarmed.
    - By the end, the murderer(s) is dead, saving Fen from his dilemma.

    I liked the first one enough to give Crispin another shot, so I've got one more book to read. If this one has the same plot, I give up.
  • Calificación: 4 de 5 estrellas
    4/5
    Another fun outing with one of mystery's most eccentric amateur detectives.
  • Calificación: 3 de 5 estrellas
    3/5
    Crime fiction in a Wagnerian setting. Whilst the denouement is certainly clever, the way in which the principal characters are introduced the first few pages is exhilarating.

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El canto del cisne - Edmund Crispin

El canto del cisne

Edmund Crispin

Traducción del inglés a cargo de

José C. Vales

Dedicado a Godfrey Sampson

¹

Mi querido Godfrey,

Supongo que no eres un lector asiduo de este tipo de historias de crímenes, y en circunstancias normales me pensaría muy mucho dedicarte una de ellas. Pero un libro que tiene como telón de fondo Los maestros cantores… en fin, ¿qué otra cosa podía hacer? Fuiste tú quien me descubrió por vez primera esta noble obra (en aquellos días en los que toda mi actividad musical consistía en intentar evitar las clases de piano), y la admiración que ambos sentimos por ella no es ni el único ni el menor de los lazos que han estrechado nuestra amistad. Acepta esta historia, por tanto, aunque solo sea por el escenario, y como un aperitivo hasta el día que esta obra maestra de Wagner regrese al Covent Garden… sin los espantosos contratiempos que se narran en las siguientes páginas, esperemos.

Tuyo, como siempre,

e. c.

Devon, 1946

Capítulo uno

Pocas criaturas hay en el mundo más estúpidas que un cantante. Es como si el ajuste milimétrico de la laringe, la glotis y los senos bucofaríngeos que se precisa para la generación de sonidos hermosos tuviera que venir acompañado casi invariablemente —oh, cuán inexcrutables son los caminos de la Providencia— de la estulticia propia de un ave de corral. Sin embargo, tal vez la cosa no sea tanto innata cuanto el resultado de las circunstancias y el entrenamiento. Esa susceptibilidad e irritabilidad de los cantantes, y esos lapsus aterradores y esos vacíos intelectuales, se observan también en los actores… Y se ha advertido desde hace mucho tiempo que los cantantes que tienen relación con el teatro son más obtusos e insufribles que otros cualesquiera. Uno se sentiría inclinado, desde luego, a atribuir esas deficiencias exclusivamente a las consecuencias de la exposición pública a la que se ven continuamente sometidos, si no fuera por la existencia de los bailarines de ballet, que (con unas pocas y notables excepciones) son por lo general particularmente ingenuos y encantadores. Evidentemente no hay una respuesta inmediata y general a este complejo problema. En cualquier caso, el hecho en sí mismo es un dato cierto y admitido por todo el mundo.

Elizabeth Harding desde luego era consciente de ello… Tal vez solo teóricamente al principio, pero tuvo una implacable confirmación práctica cuando comenzaron los ensayos de El Caballero de la Rosa.² De modo que se sintió aliviada al descubrir que aquel Adam Langley era considerablemente más culto e inteligente, y también más esbelto y atractivo, que la mayoría de los tenores operísticos. Tenía la intención de casarse con él y, naturalmente, su capacidad intelectual era un factor que había que tener en consideración.

Elizabeth no era en ningún caso una persona fría y calculadora, por supuesto. Pero la mayoría de las mujeres —a pesar de las ficciones románticas que enturbian todo el asunto matrimonial— son lo suficientemente realistas como para examinar con cuidado todos los méritos y deméritos de sus posibles maridos antes de comprometerse. Además, Elizabeth gozaba de una vida holgada e independiente gracias a su propio talento, y había decidido que no iba a abandonar imprudentemente todo aquello al albur de un simple afecto, por muy apasionado que fuera. De modo que examinó la situación con su característica meticulosidad y claridad mental.

Y la situación era la siguiente: que se había enamorado explicable y bastante inesperadamente de un tenor de ópera. De hecho, en los momentos en los que las dudas la asaltaban, la palabra «encaprichamiento» le parecía incluso un término más ajustado que «amor». Los síntomas no dejaban la menor duda respecto a su dolencia. Incluso mostraban un parecido tan fuerte con los tropos y los tópicos de las historias de amor convencionales, que casi le resultaban vagamente desconcertantes: pensaba en Adam antes de irse a dormir por las noches; seguía pensando en él cuando se levantaba por la mañana; incluso, como una degradación definitiva, soñaba con él; y corría a la ópera para encontrarse con él con una pasión absolutamente inapropiada en una joven discreta y sofisticada de veintiséis años. En cierto sentido, aquello era humillante; por otra parte, desde luego era la forma más deliciosa y excitante de humillación que hubiera experimentado jamás… Y eso a pesar de haber tenido una experiencia abundante en cuestiones amorosas y haberse entregado a muchas lecturas teóricas sobre la materia.

Nunca fue capaz de recordar con claridad cómo llegó a esa situación, pero parecía haber ocurrido de un modo bastante repentino, sin un período de gestación previo ni advertencias preliminares. Un día, Adam Langley no era más que un miembro agradable pero anónimo de una compañía operística; al día siguiente, brillaba en solitario con un esplendor cósmico, en medio de una barahúnda de satélites insignificantes que se tornaban espectrales e irreales a su lado. Ante semejante fenómeno, Elizabeth se sentía un poco como el temeroso cenobita que recibe la visita de un arcángel, y se asombraba al descubrir que aquella experiencia amorosa modificaba la opinión que tenía de la mayoría de las cosas que la rodeaban. «Esas cosas que perdemos por el camino, que se desvanecen…»³ Desde luego, habría rechazado de plano aquella interferencia gratuita en sus puntos de vista habituales de no haber sido por aquel sentimiento sin precedentes de paz y felicidad del que venía acompañada.

—Mi Adam querido… —susurró aquella noche a su almohada caliente y taciturna—, mi querido y odioso Adam… —Era una forma de cariño que habría molestado enormemente al objeto de su amor si lo hubiera oído. Hubo más arrumacos de ese tipo, pero semejantes efusiones amorosas conforman un espectáculo tan lamentable que el editor ha decidido eliminarlas; además, el lector puede suponer cómo eran o se las podrá imaginar él solito.

El epíteto «odioso» era de todo punto difamatorio. Adam Langley era una persona perfectamente presentable: tenía treinta y cinco años, y unos rasgos amables, agradables y normales, unos ojos castaños risueños, y unos modales corteses que le servían admirablemente para encubir su natural timidez. Su principal defecto residía en cierto aire distraído que en ocasiones adoptaba la apariencia de desidia. Era un hombre confiado, modesto, fácilmente impresionable, e inocente por completo de cualquier pecado salvo de faltas levísimas, y aunque de vez en cuando se había sentido conmovido por una pasión delicada y —a decir verdad— bastante torpe, las mujeres no habían desempeñado un papel muy importante en su pacífica y exitosa vida. Tal vez fuera por esa razón por lo que estuvo durante tanto tiempo sin darse cuenta de lo que Elizabeth sentía por él. Al principio, en todo caso, él la consideraba simplemente como una escritora que había conseguido que la admitieran en los ensayos de El Caballero de la Rosa, con el fin de estudiar el ambiente operístico, pues tenía la idea de utilizarlo en un episodio de su nueva novela.

—Pero schön! —le susurró Karl Wolzogen a Adam durante un receso en uno de sus ensayos al piano—. Si al menos esa mujer cantara… ah, amigo mío, ¡menudo Octaviano sería!

Y, más por cortesía que porque le impresionara el entusiasmo de Karl —que tendía, para ser sinceros, a ser indiscriminado—, Adam se fijó en Elizabeth detenidamente por vez primera. Comprobó que era una mujer pequeña, exquisitamente esbelta, con el pelo castaño claro, ojos azules, una nariz ligeramente respingona, y unas cejas combadas que le conferían un aire un tanto irónico a su semblante. Su voz —en aquel momento estaba hablando con Joan Davis— era grave, intensa y sosegada, con una leve aspereza no del todo desagradable. Se había aplicado el carmín con una notabilísima habilidad, y Adam se sintió gratamente sorprendido, pues en general tenía la impresión de que la mayoría de las mujeres debían de realizar esa operación delante de un espejo distorsionado y mientras sufrían un ataque del baile de San Vito. Iba vestida sobria y carísimamente, aunque con un excesivo toque de masculinidad, para el gusto de Adam. ¿Y respecto a su personalidad? En ese aspecto, se podría decir que Adam estaba un poco empantanado. De todos modos, le gustaba la vitalidad controlada de Elizabeth, y su aplomo, y tanto más cuanto que no había ni una pizca de arrogancia en él.

Años después Adam solía bromear atribuyendo su matrimonio a una conspiración de los señores Strauss y Hofmannsthal. Los papeles principales de El Caballero de la Rosa eran para tres sopranos y un bajo. A Adam, siendo tenor, lo habían engatusado para que asumiera el pequeño y despreciable papel de Valzacchi,⁵ y esto le permitía estar la mayor parte del tiempo desocupado durante los ensayos. Era inevitable que Elizabeth y él acabaran juntos… Y hasta ese momento, todo fue bien. Pero entonces se presentó un obstáculo, que ni por un instante se le había pasado por la cabeza a Adam, y era que Elizabeth pudiera desear que su relación alcanzara un nivel superior al de una desinteresada amistad, que era como había comenzado. Y en ese plano se había mantenido obstinadamente, ciego a los encantos y a los afectos, sordo a las sugerencias y a las insinuaciones, en un estado de paradisíaca inocencia asexual que desesperaba por completo a Elizabeth, sobre todo porque parecía perfectamente natural e inconsciente. Durante algún tiempo se sintió desconcertada. Y comprendió que una declaración abierta de sus sentimientos, más que incitarlo a tomar una decisión, muy probablemente lo pondría en guardia… Aparte de que su propia y característica discreción acabaría adornando una declaración semejante con un perceptible tono de incongruencia y falsedad. Dice mucho del estado de semihipnosis en el que estaba sumida su mente que solo se le ocurriera la solución obvia después de transcurrido un tiempo considerable: sencillamente, lo único que había que hacer era encontrar a una tercera persona que mediara entre ellos.

Fuera de la ópera no tenían amigos comunes, y dentro solo había una posible elección para una misión tan delicada. La persona indicada tenía que ser una mujer… Y una mujer, además, que tuviera cierta edad, una mujer de mundo, sensata, y con quien Adam tuviera confianza. Así que una tarde, después de los ensayos, Elizabeth fue a visitar a Joan Davis (que cantaba el papel de la Mariscala) a su piso de Maida Vale.

Una criada bastante mayor, que arrastraba los pies, la condujo hasta una estancia bastante desordenada… Tan desordenada que parecía como si se acabara de producir un robo. En todo caso, a Elizabeth le pareció evidente que aquel era el estado habitual de los aposentos de la señorita Davis. La criada anunció a Elizabeth, farfulló algo con gesto de desaprobación, hizo un amago de ordenar de mala gana un caos de objetos que había en el aparador, y luego se fue, avanzando a trompicones y murmurando algo entre dientes.

—Pobre Elsie —dijo Joan, sacudiendo la cabeza—. Nunca podrá asumir esta manera de vivir, tan caótica y desordenada. Siéntate, querida, y toma una copa.

—¿No estás ocupada?

—Como puedes ver… —Joan agitó delante de ella una aguja, un trozo de seda arrugada, y un artefacto de madera con forma de champiñón—, estoy zurciendo. Pero puedo seguir haciéndolo perfectamente mientras hablamos… ¿Ginebra con…?

Charlaron de cosas sin importancia, allí sentadas las dos, mientras fumaban un cigarrillo tras otro. Luego, con algún recelo, Elizabeth sacó a colación la razón de su visita.

—Tú conoces a Adam —empezó, y entonces se quedó estupefacta por haber principiado la conversación con una frase tan estúpida—. Es decir…

—Es decir —afirmó Joan—, que estás coladita por él.

E hizo una mueca desconcertante. Era una mujer alta, esbelta, de unos treinta y cinco años, con unos rasgos que, aunque eran demasiado irregulares para considerarse bellos, eran sin embargo notablemente expresivos. Su mueca era una mezcla de perspicacia y una sonrisa cínica y pícara.

Elizabeth se sintió francamente desanimada.

—¿Tan obvio resulta?

—Desde luego… Quiero decir, para todo el mundo, salvo para Adam. Yo incluso he pensado un par de veces en ponerlo al corriente de la situación, pero no conviene que un tercero ande inmiscuyéndose en ese tipo de asuntos.

—En realidad… —Elizabeth se ruborizó a pesar de sí misma—, eso es exactamente lo que venía a pedirte que hicieras.

—Querida mía, qué gracia. Me voy a divertir muchísimo… —Joan se detuvo para pensarlo—. Sí, ahora que lo pienso… Creo que es el único modo de que se entere de algo. Como dirían nuestros abuelos, Adam no es una persona «de muchas luces». Pero es una criatura muy bondadosa, de todas maneras. Que Dios os bendiga a ambos. Hablaré mañana mismo con él.

Y eso fue lo que hizo. Aprovechó un oportuno descanso en los ensayos y se llevó a Adam a los camerinos. Lo que tenía que decirle lo cogió absolutamente desprevenido. Adam protestó, débilmente y sin ninguna convicción. Después, Joan lo dejó allí, meditando lo que le había dicho, y regresó al escenario.

La sorpresa inicial de Adam dio paso casi inmediatamente a un abrumador sentimiento de satisfacción… Pero semejante placer de ningún modo tenía su raíz en la vanidad, sino en que de este modo quedaría atrás un grave revés amoroso que había sufrido recientemente. En él también se produjo una reordenación de todas sus circunstancias y opiniones: era como si estuviera intentando componer un puzzle y por fin consiguiera vislumbrar la imagen del juego… Como si, de hecho, se hiciera tan evidente que casi resultara imposible de comprender cómo había tenido tantas dificultades a la hora de resolverlo y por qué había tardado tanto. Una beatífica felicidad y un abrumador desconcierto luchaban por abrirse paso en su interior. Diez minutos antes consideraba a Elizabeth una amiga encantadora; ahora no tenía la menor duda de que iba a pedirle que se casara con él.

Reclamaron su presencia en el escenario, y allí participó con solvencia y elegancia en las angustias del barón Ochs von Lerchenau.

Pero cuando finalmente se enfrentó a Elizabeth, su timidez se apoderó de él. A lo largo de la semana siguiente llegó incluso a evitarla: aquello hundió a Elizabeth en una profunda desesperación. A medida que transcurrían los días, la joven escritora llegó a creer incluso que Adam se había ofendido al conocer sus sentimientos, aunque en realidad la razón de su insociabilidad residía en una especie de timidez por la que el propio Adam se maldecía sin parar, pero de la que durante algún tiempo fue incapaz de desembarazarse. Al final, fue el propio Adam quien se desesperó ante la puerilidad con la que estaba abordando el asunto. Ocurrió hacia el final del primer ensayo general con vestuario. Haciendo acopio de valor —y con una indumentaria más apropiada para algún tipo de misión monstruosa, como el asalto de una ciudad sitiada, por ejemplo, que para declararse a una chica de la que sabía perfectamente que estaba enamorada de él—, bajó a hablar con Elizabeth a la platea.

Elizabeth estaba sentada, pequeñita, tímida, tranquila y serena en una butaca roja, en el centro de la primera fila del patio de butacas. Enmarcada en los fastuosos esplendores rococó de la ópera, como una delicada joya en un estuche antiguo. Gradas sobre gradas doradas de palcos y galerías que partían a ambos lados del palco real, elevándose en pisos hasta la oscuridad cenital. Rubicundos querubines y cupidos de Boucher sostenían inverosímiles columnas estriadas con apasionados abrazos. La gigantesca araña osciló una fracción milimétrica con una corriente de aire, y sus cuentas de cristal centellearon como luciérnagas gracias a la luz que irradiaba el escenario. Entonces, Adam se detuvo, aterrorizado. La mise en scène de ningún modo era la apropiada para las intimidades que tenía que comunicarle a la joven. Consultó primero su reloj y luego observó cómo andaban las cosas en el escenario, y comprobó que el ensayo aún duraría media hora por lo menos; invitó a Elizabeth a salir fuera a cenar.

Fueron a un restaurante de Dean Street, y se sentaron en una mesa para dos, con una lamparita de tulipa roja, en uno de los salones de abajo, cargados de humo. Los atendió un camarero chipriota, bajito, parlanchín, al que prácticamente no se le entendía nada. Adam pidió, tras una concienzuda deliberación, un vino tinto carísimo, y las esperanzas de Elizabeth centellearon visiblemente. Dado que era obvio que la bienintencionada verborrea del camarero convertiría la cena en un momento poco propicio para las confidencias, Adam pospuso el asunto principal de la velada hasta el café: concluida la cena, el camarero finalmente se vería obligado a largarse. Entonces, Adam se embarcó en una dubitativa exposición argumental, con una precipitación innecesaria y sin la suficiente reflexión.

—Elizabeth —le dijo—, me he enterado… Es decir… Entiendo que… Que, es decir, que mis sentimientos… Lo que quiero decir es que…

De repente se detuvo, enmudecido ante tanta inseguridad y tanta incoherencia, y se bebió todo el contenido del vaso de licor de un trago. Parecía un hombre que hubiera perdido los nervios incomprensiblemente cuando se encontraba a medio camino en la cuerda floja. Elizabeth sintió una crisis de desesperación transitoria al verse obligada a resistir tanto suspense; desde luego, todos los indicios eran favorables, pero una nunca puede estar completamente segura de…

—Adam, querido —contestó Elizabeth cariñosamente—, ¿qué demonios estás intentando decirme?

—Estoy intentando decirte —continuó Adam con angustia— que… que estoy enamorado de ti. Y que me gustaría casarme contigo. Casarme contigo —repitió con injustificada firmeza, y se echó hacia atrás de repente, mirándola con gesto de abierto desafío.

«De verdad…», pensó Elizabeth, «cualquiera podría pensar que me está retando a un duelo. Pero, oh, Adam, querido mío, mi tímido incontrolable y mi precioso y adorado idiota…». Con una inconmensurable dificultad, Elizabeth resistió la tentación de arrojarse en sus brazos. Sin embargo, no tardó en observar que el camarero chipriota estaba una vez más metiendo la nariz en lo que no le importaba, mostrando los dientes afablemente, a su lado, y decidió que tenía que resolver la situación tan rápido como le fuera posible.

—Adam —le dijo, con una formalidad que estaba lejos de sentir—, ojalá pudiera expresar lo agradecida que me siento. Pero ya sabes… este no es el tipo de cosas que una debería decidir sin pensar… ¿Me das algún tiempo para pensármelo?

—¿Un poco más de licor? ¿Eh? —dijo el camarero, materializándose repentinamente a su lado—. ¿Drambuie, Cointreau, Crême-de-Menthe, un buen brandy?

Adam lo ignoró; ahora que ya había pasado lo peor, ya había recobrado la compostura, prácticamente.

—Elizabeth —dijo—, estás siendo una hipócrita. Sabes perfectamente que te vas a casar conmigo.

—Green Chartreuse, un vodka excelente…

—Lárguese. Elizabeth, querida mía…

—¿Quieren la cuenta entonces? ¿Eh? —dijo el camarero.

—No. Váyase de una vez. Como te estaba diciendo…

—Oh, paga la cuenta, querido —dijo Elizabeth—. Y sácame de aquí y bésame.

—Puede besarla aquí si quiere —dijo el camarero, muy implicado en la conversación.

—Oh, Adam, ¡te adoro! —dijo Elizabeth—. ¡Pues claro que me casaré contigo!

—¿Una botella grande de champán entonces? ¿Eh? —dijo el camarero—. Enhorabuena, señor y señora. Enhorabuena.

Adam le pagó generosamente y se fueron.

Fueron de viaje de luna de miel a Brunnen. La habitación del hotel daba al lago. Visitaron el museo de Wagner en Triebschen, y Adam, a pesar de todas las prohibiciones,

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