El secreto de Lucía Morke
Por Inés Macpherson
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Inés Macpherson
Inés Macpherson (Barcelona, 1982) és llicenciada en Filosofia i ha treballat en l'àmbit editorial com a lectora, redactora, correctora i traductora. Si bé escriu ficció des dels 16 anys, el 2011 publica la seva primera novel·la juvenil, El secret de Lucia Morke. Durant més de deu anys ha exercit com a narradora professional en diferents bars i espais culturals, així com a Mataró Radio, on explica tant contes propis com contes literaris d'altres autors.
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El secreto de Lucía Morke - Inés Macpherson
infierno.
LA CHICA DE LOS LIBROS
(1)
No es necesario haber muerto para convertirse en fantasma. Es simplemente cuestión de tiempo.
Las personas que dejamos atrás se van alejando en el recuerdo hasta volverse borrosas y espectrales. Al final, llegamos a dudar de que hayan existido. El pasado se confunde con los sueños, los muertos con los vivos, lo visible con lo invisible, y se hace imposible saber si fue real o no.
Nunca antes había estado ante un fantasma. Sin embargo, aquella tarde me encontré con uno, con mi único fantasma. Se llamaba Hugo.
Al llegar a casa, lo que menos me apetecía era redactar el trabajo para la primera evaluación de filosofía. ¿El sentido de la vida? Lo único que yo sabía sobre el sentido de la vida era lo que había visto en la película de Monty Python, en la que el ejército británico se dedicaba a entonar canciones absurdas y la muerte era recibida como una invitada en una reunión de amigos. Probablemente no sería aquello lo que me diera el aprobado.
Además, el profesor de filosofía era un abuelo que se encabritaba cada vez que le hacían una pregunta, algo que tampoco facilitaba las cosas. Por eso, la mayoría de los alumnos optaban por echar una siesta o jugar interminables partidas con los estúpidos Angry Birds, cuya venganza contra los cerdos que les han robado los huevos no tiene fin.
Durante aquella inacabable hora solo había anotado una cita sobre el tema que no me resultara incompren-sible:
«La vida está tan controlada por el azar
que al final se vuelve una perpetua improvisación».
SOMERSET MAUGHAM
Tras deprimirme con los aforismos de Nietzsche, Schopenhauer y Sartre —me daba cuenta de que no iba a encontrar nada que me inspirara—, dejé el trabajo para más tarde y decidí emplear mi tiempo en algo más emocionante.
Tenía que escoger la nueva novela para Roderick, el vecino ciego para quien hacía de lectora desde hacía casi un año. Ya habíamos pasado por algunos clásicos, como Stoker y Mary Shelley, y me enfrentaba al desafío de encontrar otra obra a su altura. Sobre mi escritorio se acumulaban unas cuantas novelas por empezar. Esas quedaban descartadas, porque no sabía si el final iba a ser un fiasco y no quería defraudar a mi oyente.
Mientras mis ojos se paseaban entre las estanterías repletas, recordé una antología titulada Malas: relatos de mujeres diabólicas, que incluía un cuento de Ernst Raupach que me había hecho disfrutar como una loca: Dejad a los muertos en paz. ¿Le importaría a Roderick volver a escuchar historias de vampiros?
En mi primera sesión con él, había cobrado diez euros por leer en voz alta el primer capítulo de Orgullo y prejuicio. Con ese tostón entendí por primera vez lo que significa la palabra ñoño.
Mi madre era profesora y me había aconsejado una lista de clásicos que nada tenían que ver con mis gustos. Tal vez porque mi apellido, Mørke, significa «oscuridad» en noruego, siempre me ha atraído lo tenebroso, lo cual no significa que yo sea valiente.
Poco a poco me había ido ganando la confianza de Roderick y, tras acabar con Jane Austen, estuvo de acuerdo en pasar a Poe.
No recordaba dónde estaba la antología de marras, así que me encaramé por las estanterías de arriba, donde los libros se apilaban como pirámides cubiertas de polvo. Sin embargo, lo más parecido que había en las alturas era The Oxford Book of Gothic Tales, aprisionado entre una edición del Necronomicon y Los mitos de Cthulhu.
Tomé la antología en inglés, que me obligaría a hacer traducción simultánea. Al abrir aquel tocho cayó un sobre de su interior.
Un fantasma del pasado acababa de huir de la página 213. Un fantasma en forma de carta. Estaba abierta, y en el sobre pude ver escrito mi nombre con una caligrafía rápida y menuda:
Para Lucía Mørke
Solo mi nombre, sin dirección ni remite.
El papel tembló entre mis manos. Aquella carta solo podía ser de Hugo, un compañero de clase que solía dejarme mensajes escritos en el pupitre. Eso había terminado dos años atrás, cuando teníamos catorce.
Era nuestro ritual: cada semana aparecía una carta —ambos tendríamos que haber nacido en otro siglo— entre los libros de texto, a la que yo contestaba dejando la respuesta en el mismo lugar.
No eran cartas de amor, sino todo lo contrario.
Por aquel entonces, Hugo ya tenía imán para lo tenebroso y lo freak, y en sus notas me retaba a seguir sus pasos. Era un investigador oscuro, y yo su única confidente. Se colaba en lugares en los que nadie más se atrevía a entrar: alcantarillas, garajes solitarios, bosques donde no se escondería ni el malo de la película, cementerios... Me contó que una vez se había colado en una morgue, aprovechando que el camillero había dejado la puerta abierta. Pero siempre dudé de que fuera cierto.
Al rencontrar aquel sobre, me di cuenta de que hacía más de dos años que no sabía nada de Hugo. ¿Por qué se iría sin decir nada? La última vez que lo vi fue al salir de clase, justamente el día en que me dejó esta carta. Después de aquel viernes, no regresó nunca más. El lunes siguiente su pupitre estaba vacío. Esperé a que volviera. Pensé que se habría puesto enfermo y por eso no había venido a clase. Pero pasaron las semanas y no aparecía. Quise llamarle, pero me di cuenta de que Hugo nunca me había dado su número de teléfono. Tampoco hubiese servido de mucho.
Pocos días después, nuestra tutora nos comunicó que había dejado el instituto. Nada más.
Parecía que se lo hubiera tragado la tierra. Cuando entendí que jamás volvería, lloré de rabia.
Dudé en abrir la carta. Era como abrir las puertas de un pasado en el que el desgarbado Hugo rompía el tedio y la monotonía.
Pero ahora estaba allí, y era tan tentador...
Lucía,
LO HE HECHO.
He entrado en la casa del callejón.
¿Te acuerdas? Aquel edificio abandonado que te dio escalofríos cuando pasamos por delante. Decías que habías visto a alguien en la ventana, un hombre de expresión diabólica que te miró con odio antes de desvanecerse.
Lees tantas historias de fantasmas que los ves por todas partes.
Ahora puedo afirmar que detrás de la puerta no hay nadie. O al menos no había nada cuando entré ayer. Eso sí, te doy la razón: da escalofríos. Parece que en cualquier momento las paredes vayan a caerse. Es un cascarón vacío y oscuro donde no hay nada... que pueda verse, al menos.
Lo único que encontré es el colgante que tienes en el sobre. Creo que es celta o algo así. Parece de chica, así que mejor te lo quedas tú.
Ahora que he cumplido con el reto de entrar en esa casa, te toca a ti arriesgarte...
¿Te atreverías a pasar la noche ahí dentro conmigo?
Piénsatelo, chica de los libros.
Tu investigador paranormal,
Hugo
PD. No me separo de la brújula que me regalaste. Me recuerda lo que estuvo a punto de suceder... en un lugar que no existe en los mapas.
Esa había sido su última carta.
De repente, me vino a la memoria el día en que vimos aquel lugar por primera vez, con la fachada ruinosa y los ventanales rotos.
Y aquella mirada terrible... Era un hombre calvo con los ojos hundidos en sus cuencas y mandíbula angulosa. El cuello ancho revelaba que era un hombre fuerte... si es que era realmente un hombre.
Al leer las palabras de Hugo, aquellos ojos oscuros y siniestros se proyectaron nuevamente en mi memoria.
Dejé la carta en el mismo sitio en el que la había encontrado. Abrí el armario ropero. Detrás de los jerséis descansaba mi baúl de recuerdos, una simple caja de zapatos donde guardo lo que no quiero que nadie encuentre.
La abrí y empecé a buscar entre las cartas hasta dar con el colgante de Hugo. Sentí que me faltaba el aliento al abrochármelo tras el cuello. Del cordoncito de cuero pendía un círculo plateado lleno de espirales. Por algún extraño motivo, nunca me había atrevido a ponérmelo. Ahora que colgaba sobre mi pecho, la verdad era que no me quedaba tan mal.
¡Roderick!
Miré la hora. ¡Mierda! ¡Iba a llegar tarde! A las ocho tenía que estar en su casa, y faltaban cinco minutos.
Cogí la antología y miré por la ventana. No había movimiento en la casa de delante, siempre con las luces apagadas, así que supuse que ya estaría sentado en su butaca esperando a que llegara.
Bajé las escaleras hacia el salón de dos en dos. Mi padre estaba en el sofá leyendo el periódico. Mi madre debía de estar en uno de sus talleres newage: biodanza, reiki, constelaciones familiares... Ya había perdido la cuenta de a cuántas extraescolares, como las llamaba ella, estaba apuntada.
—Me voy a casa de Roderick, papá. ¡Vuelvo a las nueve! —grité desde la entrada mientras me ponía el abrigo.
—¿Hoy también vas? Pero ¿no era sólo un día a la semana? —preguntó, apareciendo en la entrada.
—Eso ha cambiado. Le gusta tanto como leo, que ha decidido darme una sesión más. Todo el mundo necesita un poco de compañía.
—Claro... —dijo en tono condescendiente, como si yo fuera idiota— Sobre todo si es una jovencita a la que ver de cerca.
—Papá, ¡es ciego! Te lo he dicho mil veces.
—Ciego. ¡Qué gran excusa! ¿Y cómo explicas que a veces esté en la ventana de su casa, mirando justamente hacia la ventana de tu habitación?
En eso tenía razón. Curiosamente, a veces Roderick se quedaba inmóvil ante la ventana del salón como si observara algo que sólo él podía ver. Al principio me dio mal rollo, pero luego descubrí que disfrutaba de la calidez del sol, ya que nunca lo hacía de noche ni cuando estaba nublado.
Mi padre volvió a la carga:
—¿No crees que hay hombres más listos que una niñata como tú? ¿Por qué eres tan ingenua? En las bibliotecas hay grabaciones para ciegos. ¿Para qué necesita que vaya una jovencita de dieciséis años?
—No sigas, papá —mascullé—. No quiero discutir esto otra vez. Me largo, que voy a llegar tarde.
Bajé las escaleras pisando fuerte los peldaños para que se diera cuenta de que estaba furiosa.
Con el libro bajo el brazo, esperé a que el semáforo se pusiera en verde. La carta de Hugo estaba bien protegida entre aquellas historias de misterio. Haberle reencontrado de aquel modo era una sensación extraña. Solo eran palabras —sus palabras—, pero le echaba de menos. De repente pensé que Roderick era experto en historias de fantasmas, así que quizás podría darme alguna idea para recuperar a mi amigo.
Subí hasta el segundo piso. Las llaves me esperaban, como siempre, bajo el felpudo.
El apartamento estaba a oscuras. No lograba acostumbrarme a que no tuviera las luces encendidas. Entendía que no las necesitara, pero me producía una extraña sensación. Era como entrar en una cueva.
Pero aquella tarde, además de la oscuridad, me rodeaba un silencio inquietante.
—¿Hola? ¡Soy Lucía! —grité desde el recibidor—.