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Corazones en la oscuridad
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Libro electrónico276 páginas8 horas

Corazones en la oscuridad

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Águeda sale cada tarde a la alameda del paseo marítimo. Continúa pareciendo la mujer segura y protectora de siempre, hermosa en su vejez; pero comienza a advertir síntomas de demencia senil. Sin embargo, ésa no es su única preocupación: Susana, su hija mayor, profesora a punto de jubilarse, acaba de ser abandonada por su marido. Y le inquieta aún más Nora, su otra hija, que trabaja como vigilante en un garaje de otra ciudad. Desde hace diez años, Nora vive sola en el apartamento que compartió con Paul y apenas mantiene contacto con ellas. A pesar del esfuerzo de Águeda por recuperarla, Nora se resiste a abandonar los pedazos de su vida, entre los que se va hundiendo lentamente. Pero Águeda, cada vez más consciente de lo que empieza a ocurrirle, también guarda un secreto que desaparecerá con ella si no se lo revela antes a sus hijas. Las protagonistas de esta novela son mujeres sin esperanza que se encuentran en el descubrimiento del pasado. La supervivencia personal conduce a la redención desde el tratamiento de la enfermedad, el olvido y la reconstrucción de la memoria familiar. Son personajes con existencias aparentemente intrascendentes que, en algún momento, se han asomado al borde de sus vidas con una mirada lo bastante amplia y penetrante como para abarcar el universo, y también comprenderlo, como un firmamento de corazones en la oscuridad. Joaquín Pérez Azaústre vuelve a adentrarse en la soledad de un mundo deshabitado, con escenarios limítrofes entre la realidad y el sueño, a través de una prosa sensorial y un ritmo narrativo que captan la emoción simbólica de lo cotidiano. Corazones en la oscuridad revalida las palabras de José Manuel Caballero Bonald sobre su anterior novela: «Los nadadores, como artefacto narrativo, propone una ruta singular en la generación de Pérez Azaústre y anticipa en cierto modo el futuro de una novela que rehúye adecuadamente el contagio de todo realismo de vuelo rasante y tiende a valerse de su propia autosuficiencia.»

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento17 feb 2016
ISBN9788433936882
Corazones en la oscuridad
Autor

Joaquín Pérez Azaústre

Joaquín Pérez Azaústre (Córdoba, 1976) vive en Madrid, donde obtuvo una Beca de Creación en la Residencia de Estudiantes y se licenció en Derecho. En 2001 publicó su primer libro de poemas, Una interpretación, que ganó el Premio Adonais y al que siguieron Delta, El jersey rojo(Premio Internacional Fundación Loewe Joven), El precio de una cena en Chez Mourice y Las Ollerías(XXIII Premio Internacional de Poesía Loewe). Es autor de los ensayos Reloj de sol, El corresponsal de Boston, La chica del calendario y Lucena sefardita, La ciudad de los poetas, y del libro de relatos Carta a Isadora. Ha publicado las novelas América, El gran Felton y La suite de Manolete (IX Premio Fundación Unicaja Fernando Quiñones).

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    Corazones en la oscuridad - Joaquín Pérez Azaústre

    Índice

    Portada

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    Créditos

    A mi familia

    Como yo me había asomado al borde, comprendo mejor el significado de su mirada fija, que no podía ver la llama de la vela, pero era lo bastante amplia como para abarcar todo el universo, lo bastante penetrante como para introducirse en todos los corazones que laten en la oscuridad.

    JOSEPH CONRAD

    1

    Sentada al final del autobús piensa en el descenso por el túnel. Se ve en la profundidad de la pendiente, como si pudiera descubrirse en el interior de un cuadro que alguien está pintando desde una región desconocida. Cuando llegue al garaje, amparada por el silencio compacto de los muros subterráneos, la sensación se irá tornando en un acecho pacífico. Mira a través de la luna amplia las calles casi vacías y las ventanas iluminadas de los edificios, como cubos enormes superpuestos entre zonas verdes prematuramente envejecidas, con balancines atornillados sobre la grava gris, diseminada en una nieve seca y granulosa.

    Los paneles todavía muestran la publicidad, ya deteriorada, de las primeras promociones de la constructora. Entonces habían llegado a interesarse por las condiciones de financiación para comprar, en ese nuevo barrio, un piso algo más grande que el apartamento en el que ella vive todavía. El recuerdo le hace girar la cara secamente, como si hubiera recibido un breve latigazo en el mentón que la saca de su ensimismamiento.

    Al bajarse del autobús contempla el letrero rojo iluminado sobre la tienda que permanece abierta toda la noche. Distingue al muchacho frente a un pequeño televisor, sentado en un sillón con ruedas que, según le contó, recogió de la calle tras el cierre de las oficinas de una inmobiliaria. Se saludan con los ojos y él continúa mirando la pantalla, proyectada en la oscuridad del mostrador con su brillo azul parpadeante.

    Tras dejar atrás dos cruces de calles con farolas envueltas en una niebla tenue, abandona la acera y desciende por la rampa del aparcamiento.

    Hace tres días, Sandra la convenció para acompañarla a cenar con dos hombres. Uno de ellos era un compañero con el que su amiga ha mantenido un coqueteo intermitente, al salir del trabajo, en varias salidas nocturnas, tras la prolongación de la jornada laboral impuesta por la progresiva reducción de la plantilla, que les estaba obligando a aumentar su horario en la empresa de paquetería y transportes, soportando, a la vez, una reducción considerable del salario. El desánimo generalizado había propiciado más ocasiones para la confidencia y la complicidad de lo que hubiera sido frecuente en una situación más estable, porque el atento disimulo había sucumbido al decaimiento sin artificio de superación.

    El hombre le habló de un amigo y Sandra pensó que podrían quedar los cuatro. Durante los últimos diez años, no ha cejado en su empeño por sacarla de casa. En un principio comprendió su duelo, porque lo contrario le hubiera parecido impúdico, sobre todo tratándose de Nora. Pero después, pasado el primer año, y también los siguientes, había perseverado en su insistencia: ella se sentía como una ligazón entre la vida anterior de Nora y su realidad inmediata, alguien que todavía podía recordarle la materia volátil de las fotografías que había guardado en cajas.

    Sandra había vivido algunos de esos momentos, los había compartido con Nora y su marido: podía rememorarlos, y por eso sabía que aquella versión de su amiga quizá regresaría si conseguía recuperar su ánimo, adaptado a un nuevo dibujo de sí mismo, en la escultura fértil que se podría sacar de ella si permitía que alguien alcanzara la materia de su fragilidad.

    Sin embargo, no sería aquella noche ni con ellos. Apareció apenas más arreglada que un día cualquiera: con unos vaqueros gastados, un jersey con cuello de pico y una camisa blanca. Los vaqueros no eran excesivamente ajustados, pero resaltaban el principio de morbidez apremiante en sus muslos, bajo una cadera cada vez más protuberante, aquilatada en una anchura que seguramente no se correspondía con un cuerpo que había practicado el deporte de alta competición hasta pasada la treintena. El jersey era fino y realzaba su busto, en una proporcionalidad equilibrada con la aparente rotundidad de los hombros y el tronco firme del cuello. El pelo lo llevaba recogido en un gracioso moño y se había pintado las mejillas con un colorete discreto que resaltaba el brillo castaño de sus ojos. El pintalabios granate iba quizá a juego con el tono bermellón del jersey, aunque probablemente la coincidencia sería involuntaria. Había cambiado sus cómodas deportivas por unos botines de medio tacón que daban cierta verticalidad a la línea de las piernas, aún lo bastante desarrolladas muscularmente como para llamar la atención de alguien que se fijara en ellas. Sandra la esperaba con sus dos acompañantes en el reservado del restaurante japonés. Cuando la vio aparecer, con un paso intermedio entre la inseguridad y la indiferencia, mientras los dos hombres se levantaban, se dijo que no se había sacado todo el partido que podría, pero definitivamente no estaba tan mal: como si tras diez años de continuadas negativas Nora hubiera vuelto a mirarse al espejo.

    El que demostraba más confianza con Sandra respondía al nombre de Ronnie y parecía algo mayor. El otro, que inmediatamente se situó en la mesa y en la conversación como pareja tácita de Nora, se llamaba Carlo y era un poco más joven: tenía cuarenta años, exactamente dos menos que ella, y parecía mantenerse bien físicamente, sin demasiada barriga y con una apreciable corpulencia.

    –Carlo ha hecho boxeo –empezó Sandra–, y por eso me dije que teníais que conoceros.

    Tenía los ojos azules y un hoyuelo en la barbilla. El pelo era castaño, cortado a cepillo. Vestía, como Ronnie, un traje gris que no parecía caro, aunque él se movía como si lo fuera y estiraba los brazos bajo las mangas para que quedaran a la vista los gemelos plateados de sus puños, dos nudos marineros que a Nora le hicieron pensar en sogas diminutas que estuvieran ahorcando a un par de moscas.

    –Sólo como aficionado, ¿sabes? La competición es otra cosa.

    –Desde luego que sí –convino ella.

    –Pero lo tuyo era full-contact, ¿no? Boxeo con patadas. Sandra nos lo ha dicho.

    Nora arqueó las cejas brevemente y sonrió, poco después de mirar a su amiga y preguntarse cuántas cosas más les habría contado.

    –¡Vaya! ¿Y ganaste algo? –preguntó Ronnie, que parecía ansioso por tomar parte en la conversación. Estaba casi calvo y tenía las mejillas mofletudas. Miraba a Sandra a cada momento y abría mucho la boca al hablar.

    –No demasiado. Algo de dinero, algunos diplomas y un historial impresionante de lesiones.

    –Te olvidas de tu apartamento –intervino Sandra, que en el mismo momento de terminar la frase se arrepintió de ella. Nora la miró de hito en hito durante unos segundos y sonrió.

    –No me olvido. Pero no lo pagué sola. Y me costó varias palizas.

    A continuación les sirvieron dos surtidos de sushi con cuatro cervezas japonesas embotelladas que bebieron con relativa rapidez. Antes de terminarlas Ronnie ya se había apresurado a pedir otra ronda y nadie puso la menor objeción. Los cascos rebosaban humedad, como si el rocío les hubiera caído encima, en un aleteo soñoliento de pájaros mojados. Así se fue sintiendo Nora lentamente, como si también ella protagonizara su vuelo en espiral, porque tenía razón Sandra: disfrutó hablando de boxeo y otras cosas con Carlo y recordando la forma en que es posible que un hombre corteje a una mujer, en presencia de otros, sin hacerla sentirse incómoda.

    Hablaron de las lesiones en articulaciones de muñeca y nudillos y de los posibles daños oculares. Hablaron de las heridas en la nariz y las cejas y Carlo se arriesgó a lanzarle un cumplido sobre la rectitud de su nariz. Ella respondió que nunca había recibido un golpe verdaderamente grave gracias a la suerte y a su juego de pies, y Sandra pensó entonces que su amiga estaba bebiendo demasiado deprisa, o no se explicaba que hubiera nombrado una cualidad propia. Mientras, Nora se imaginó otra vez con aquella agilidad anterior, que la hacía parecer, o eso le habían dicho algunos de sus entrenadores, una peonza en torno al adversario, acuciándolo a golpearle y esquivándolo, agotándolo y atacándole después: por un segundo se vio a sí misma lejos del restaurante y reconoció una presencia amparándola desde el rincón del cuadrilátero, con la toalla en la mano, o animándola desde la grada, sin apenas levantar la voz, y sintió por primera vez la tentación de abandonar la mesa. Sin embargo, estaba soportando la velada con normalidad, y eso le dio confianza. La evocación se desvaneció lentamente y siguieron hablando de las lesiones en la cabeza, el cuello y la cara, más el riesgo creciente de conmoción cerebral por un impacto brutal y desafortunado en el cráneo.

    Carlo apuntó que la mayoría de las lesiones en la mano o la muñeca se debían a un mal golpeo, más que a una maniobra del rival. Nora lo confirmó y Sandra decidió protestar: se alegraba de que tuvieran tanto que contarse, pero no pensaba pasar toda la noche hablando de lesiones de boxeo. Ronnie, por su parte, les pidió que hicieran una exhibición.

    Habían acabado la cuarta ronda de cervezas y el sushi y llevaban dos jarritas de sake no demasiado caliente que entraba maravillosamente bien. Carlo sonrió ante la propuesta de Ronnie, argumentando que nunca podría medirse con una antigua campeona profesional; pero Nora comprendió, por su manera de decirlo, que sí le gustaría cruzar puños con ella. Estaba sorprendentemente relajada: pensó que se debería seguramente al efecto vaporoso del sake. Volvió a sacar el tema del alzheimer y el parkinson para responder a una pregunta anterior de Ronnie, asegurándole que aunque el boxeo o el full son disciplinas de contacto, no puede demostrarse que un deportista de élite tenga que sufrirlos por necesidad, a no ser que haya sido noqueado en varias ocasiones. Ronnie añadió que cualquiera que hubiera sido noqueado muchas veces tenía serios riesgos de no terminar bien, fuera o no boxeador, para enlazar después, abriendo su sonrisa maliciosa, con las peleas de mujeres en el barro y preguntarle si también las practicaba.

    Permanecieron callados mientras Ronnie les miraba lastimeramente, agitando sus mejillas, irritadas y rojizas por el alcohol y el exceso de wasabi, esperando que alguien le siguiera la broma.

    –Ya estamos –le cortó Sandra–. No es por ti, siempre que bebe acaba hablando de las dichosas peleas de barro.

    Pagaron ellos la cuenta y Sandra resolvió entonces que ellas invitarían a las copas.

    Al salir a la calle, Nora agradeció el aire gélido y nocturno: por una vez, no la invitaba a recluirse dentro de una garita de cristal, junto a la máquina expendedora de tiques, el cajero y el silencio del aparcamiento.

    Fueron al sitio más cercano, con unas luces verdes sobre la puerta. El estrépito de la música otorgó a Nora una excusa para la proximidad física con Carlo. Consiguieron hacerse con un hueco en la barra. El calor se había hecho tan intenso que Nora se quitó el jersey. A Sandra se le veía el bordado del sujetador y el escote, salpicado de pecas, que Ronnie acariciaba con la yema de los dedos mientras le hablaba al oído. Carlo se desprendió de la chaqueta y se aflojó el nudo de la corbata al preguntarle por el tipo de entrenamiento que había seguido con más asiduidad. Ella le respondió que no creía que eso le importase verdaderamente y un segundo después se vio obligada a empotrarse en su torso, aplastada contra él, tras la entrada de un grupo de unos veinte muchachos que taponó la puerta.

    El atasco se disolvió. Pidieron cuatro copas y después cuatro más, y Nora ya no supo cuánto tiempo llevaban allí ni quién las había pagado. Ronnie estaba sentado en uno de los taburetes, con los talones apoyados en la barra metálica y Sandra entre sus muslos. Oyó, como un eco aturdido, el ruido de los hielos agitados sobre el cristal.

    Bajó los párpados mientras mantenía el equilibrio con la muñeca apoyada en el borde de la barra. Pensó que con ese único punto de referencia podría recomponerse mientras Carlo volvía, una vez más, de los servicios: no había parado de ir en las últimas dos horas y Nora empezaba a dudar que se debiera a una probable incontinencia urinaria. Dejó caer el telón de sus finas pestañas y se dijo que marcharse no tendría que resultarle demasiado difícil: esos dos acababan de pasarse a un sofá al fondo de la sala, con la iluminación debilitada, y ni siquiera tendría que despedirse de ellos. Pero no le sería tan sencillo deshacerse de Carlo, porque daba por hecho algo que no iba a ocurrir y Nora comenzaba a pensar, en su nubosidad dulzona, que había contribuido a crear esa ficción, porque una parte de ella también lo había deseado.

    –Ya estoy aquí. Vaya, no te habrás quedado dormida. Tenemos mucha noche por delante.

    Nora abrió los ojos. Al hacerlo le pareció que iba a desplomarse, pero después descubrió que podría sostenerse. Había vivido antes la misma situación: a punto de ser noqueada, en el último momento sonaba la campana o sentía una nueva y extraña lucidez que la hacía amagar, esquivar y fintar, protegerse los flancos y lanzar la derecha tras haber engañado con un gancho de izquierda que luego reaparecía, cuando todas las fibras de sus músculos reclamaban su derecho a derrumbarse en la lona; pero bajo la piel y los tejidos, desgarrados y aún duros, ella sabía que se mantendría en pie.

    –No creo que me quede tanta. Ahora me toca a mí ir al servicio.

    Levantó la muñeca del filo de madera y dejó caer el peso del cuerpo sobre los botines. Varias hileras de botellas azules y blancas se multiplicaban en un fondo de espejo que le devolvió una imagen de sí misma reproducida infinitamente. Le pareció que ya apenas quedaban unas cuantas sombras, guarecidas en la corporeidad de unos sillones pardos.

    El suelo se había ido revelando más sucio y escurridizo al acercarse a la puerta. La empujó y entró en un pasillo luminoso. Apoyó las manos a ambos lados del corredor y sintió la lisura del frío entrando por sus palmas. Fue avanzando despacio, para no tropezar con los vasos desparramados por el suelo, con un líquido ocre, aclarado bajo el halógeno. Su contemplación le arrancó una arcada, pero se sobrepuso y la contuvo.

    Cuando entró en el aseo le sorprendió que el hedor fuera menos opresivo que en el pasillo. Abrió la puerta del primer inodoro y estuvo a punto de precipitarse sobre el pavimento de cuadrículas. Los mensajes y varios números de teléfono en la puerta, escritos o rayados, levantando la pintura, le bailaban, borrosos, mientras intentaba respirar reteniendo el aire en el diafragma, tenso durante varios segundos, para después soltarlo lentamente.

    Orinó y tiró de la cadena con una mano mientras se limpiaba con la otra y después se subió los pantalones y se los abrochó con dificultad, dando un agujero más a la hebilla del cinturón: aunque la cena no había sido especialmente copiosa, el alcohol le habría hinchado el vientre. Apoyó las manos en el borde del lavabo, dejando caer la cabeza y ofreciendo al espejo el mapa de su cuero cabelludo, donde ya aparecían varias canas entre el cabello castaño, más clareado en la coronilla, mientras se deshacía el moño para volver a hacérselo de nuevo, en una especie de prestidigitación impuesta para recuperar cierta autoridad sobre sus manos, antes de inclinarse bajo el chorro.

    Entonces fue empujada abruptamente, hasta que la cabeza le quedó hundida en el lavabo, torcida contra su pared frontal y encajada entre la loza y el grifo. Antes, al refrescarse, había oído un chapoteo y lo había atribuido a un goteo indeterminado dentro de cualquiera de las cisternas; pero eran pisadas, las mismas que habían llevado a esas piernas a pegarse a sus pantorrillas mientras unas manos grandes se incrustaban en el centro de su espalda como dos palancas, impidiéndole que pudiera levantarse, restregándose contra ella, inmovilizada aún más al tratar de zafarse, con los hombros en cruz sobre los bordes y la boca aplastada contra el fondo, con el hilo de agua que seguía saliendo del grifo entrándole por la nariz al intentar respirar.

    –Así que eres brava.

    Reconoció la voz. Era más grave de lo que recordaba, con una nueva ronquera gutural, más profunda, como si la excitación la estuviera mutando mientras hundía las manos en su espalda y la obligaba a arquearse, hasta sentir una presión insoportable a la altura media de las vértebras.

    No le llegaba ningún ruido del bar. Recordó el pasillo, demasiado largo como para que alguien pudiera oírla si gritaba, en el caso de que consiguiera hacerlo y no tuviera la boca llena de agua, porque su propia cara taponaba el agujero mientras se llenaba el lavabo.

    Nora dejó lacios sus miembros, como si hubiera perdido la corriente vital para convertirse en un fardo, y se dejó caer, con la cintura aún clavada en el bordillo, durante varios segundos, hasta que notó que la presión languidecía en su espalda y las manos se apartaban. Las piernas que la habían empotrado dieron dos pasos atrás y volvió a oír la voz, pero algo temerosa:

    –Oye, que era un juego, sólo era un juego, no te habrá pasado nada.

    Ella entonces volvió a abrir los ojos. Sin apenas moverse arrastró la mano derecha por encima de la repisa del lavabo, llevó la otra al extremo contrario y flexionó los brazos para intentar erguirse. Tenía un fuerte dolor en la torcedura del cuello. Cuando se enderezó, sin decidirse todavía a volverse, no apartó la vista del pequeño remolino que estaba terminando de escaparse por el desagüe.

    Dos brazos la rodearon desde atrás, esta vez más mesuradamente, para llevar las manos a la parte baja de su abdomen y enseñar los puños blancos de la camisa, con los gemelos plateados de nudo marinero, transmitiéndole un calor abrasivo mientras desabotonaba con pericia los botones del pantalón. Unos dientes seguros mordisqueaban su nuca sin llegar a herirla, pero con un atisbo de fiereza agostada que le hizo recordar cómo era ser mordida y ser tocada y el olor de su propia intimidad.

    –Sabía que te gustaba ir de dura –oyó, mientras unos dedos veloces le entraban en el pantalón. Ella apenas veía la pantalla blanca del lavabo y el aturdimiento le hizo volver a entrecerrar los ojos, mientras sentía las manos masajeándole el pecho por encima del sujetador.

    –Tú no tienes ni idea de lo que me gusta. Suéltame.

    –De eso nada. Aquí o en el coche, lo que tú quieras.

    Le levantó el sostén y dejó al aire las dos copas de carne, circulares y compactas. Ella retorció el cuello y trató de desembarazarse estirando los brazos.

    –Por favor, te he dicho que me quiero ir. Vale que lo de antes haya sido un juego o lo que fuera, pero déjame irme.

    –Venga, si llevas pidiéndome guerra toda la noche.

    Metió los dedos en la hendidura húmeda de carne y ella se estremeció hasta paralizarse, como si acabara de despertar de un sueño adensado.

    –¡Que me dejes, joder!

    Flexionó las piernas cuanto pudo para sacar el codo derecho hacia atrás con toda la potencia que reunió, como el resorte de una maquinaria en desuso que hubiera vuelto a ser puesta en funcionamiento.

    El codazo no le acertó de lleno, pero sí lo bastante como para que se llevara la mano al bajo vientre después de darle un palmetazo en el cuello.

    Nora se incorporó. Carlo le interceptaba el camino hacia la puerta. Pegó la espalda a la pared y lo contempló erguido frente a ella y también en el espejo, como si tuviera que enfrentarse con dos hombres para salir de allí.

    –Al final vas a darme lo que quería –susurró, y su voz volvió a enronquecer como minutos antes, mientras se quitaba los gemelos y los guardaba en el bolsillo derecho de su pantalón para remangarse hasta los codos.

    –Mira, no voy a darte nada. Quizá otro día, pero te pido por favor que hoy no y menos aquí –se escuchó, con un anuncio de náusea, mientras se guardaba el pecho magullado dentro del sujetador y se abrochaba la camisa, intentando parecer seductora mientras sentía el sudor anegándole las axilas y trataba de controlar el temblor de sus piernas.

    –Y una mierda. Eres una puta calientapollas. Puta gorda calientapollas.

    Sacudió la cabeza y se echó a reír, complacido tras su última frase. Nora supo que no iba a tener otra oportunidad: descartó el barrido lateral por no poder confiar todavía en su equilibrio y también cualquier tipo de patada con salto. Concentró los ojos en la mandíbula y trató de centrar toda su energía en el hoyuelo sin mirar del todo

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