Cuentos de Navidad y Reyes
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Emilia Pardo Bazán
Emilia Pardo Bazán nació en A Coruña en 1851 y falleció en Madrid en 1921. Su carrera como novelista dio títulos tan celebrados como Los pazos de Ulloa (1886) o La madre naturaleza (1887); también articulista, en 1891 fundó la revista Nuevo Teatro Crítico. Firme defensora de los derechos de las mujeres, puso en marcha en 1892 el proyecto editorial Biblioteca de la Mujer. Fue nombrada presidenta de la Sección de Literatura del Ateneo de Madrid en 1906, y catedrática de Literatura Contemporánea de Lenguas Neolatinas en la Universidad Central en 1916. La Real Academia Española rechazó su candidatura hasta en tres ocasiones. Aunque suele asociarse su obra al género de la novela, debutó en 1866 con un poema narrativo: El castillo de la fada. Sus poemas aparecieron en almanaques, revistas y otras publicaciones colectivas; además, escribió para el mayor de sus hijos un revelador poemario sobre la maternidad, Jaime (1881). Sin embargo, pese a esa dedicación inicial al género, terminó renegando de sus poemas, excluyéndolos de sus obras completas y afirmando en sus Apuntes autobiográficos (1886) que los consideraba «los peores del mundo». Maurice Hemingway reunió su obra poética en Poesías inéditas u olvidadas (University of Exeter Press, 1996). En esta editorial hemos publicado Las frases frágiles (La Bella Varsovia, 2021 y 2023), antología de sus poemas a cargo de Elena Medel.
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Cuentos de Navidad y Reyes - Emilia Pardo Bazán
Cuentos de Navidad y Reyes
Emilia Pardo Bazán
La Nochebuena del Papa
Bajo el manto de estrellas de una noche espléndida y glacial, Roma se extiende mos-trando a trechos la mancha de sombra de sus misteriosos jardines de cipreses y laureles seculares que tantas cosas han visto, y, en islotes más amplios, la clara blancura de sus monumentos, envolviendo como un sudario, el cadáver de la Historia.
Gente alegre y bulliciosa discurre por la calle. Pocos coches. A pie van los ricos, mezclados con los contadinos
, labriegos de la campiña que han acudido a la magna ciudad trayendo cestas de mercancía o de regalos.
Sus trapos pintorescos y de vivo color les dis-tinguen de los burgueses; sus exclamaciones sonoras resuenan en el ambiente claro y frío como cristal. Hormiguean, se empujan, corren: aunque no regresen a sus casas hasta el amanecer -que es cosa segura-, quieren pre-senciar, en la Basílica de Trinità dei Monti, la plegaria del Papa ante la cuna de Gesù Bambino.
-Sí; el Papa en persona -no como hoy su estatua, sino él mismo, en carne y hueso, porque todavía Roma le pertenece- es quien, en presencia de una multitud que palpita de entusiasmo, va a arrodillarse allí, delante la cuna donde, sobre mullida paja, descansa y sonríe el Niño. Es la noche del 24 de diciembre: ya la grave campana de Santángelo se prepara a herir doce voces el aire y la carroza pontifical, sin escolta, sin aparato, se detiene al pie de la escalinata de Trinità.
El Papa desciende, ayudado por sus ca-mareros, apoyando con calma el pie en el estribo. Con tal arte se ha preparado la ceremonia, que al sentar la planta Pío IX en el primer escalón, vibra, lenta y solemne, la primera campanada de la medianoche, en cada campanario, en cada reloj de Roma. El clamoreo dramático de la hora sube al cielo imponente como un hosanna y envuelve en sus magníficas tembladoras ondas de sonido al Pontífice, que poco a poco asciende por la escalinata, bendiciendo, entre la muchedum-bre que se prosterna y murmura jaculatorias de adoración. A la luz de las estrellas y a la mucho más viva de los millares de cirios de la Basílica iluminada de alto abajo, hecha un ascua de fuego, adornada como para una fiesta y con las puertas abiertas de par en par, por donde se desliza, apretándose, el gentío ansioso por contemplar al Pontífice, se ve, destacándose de la roja muceta orlada de armiño que flota sobre la nívea túnica, la cabeza hermosísima del Papa, el puro diseño de medalla de sus facciones, la forma artística de su blanco pelo, dispuesto como el de los bus-tos de rancio mármol que pueblan el Museo degli Anticchi.
Entra, por fin, en la Basílica; cruza las naves, desciende la escalera dorada que con-duce a la cripta, y mientras a sus espaldas la guardia brega para reprimir el empuje del torrente humano que pugna por arrimarse a la balaustrada, en el recinto descubierto, más bajo que la multitud, el Papa queda solo. Ar-tista por instinto, con el andar rítmico de las grandes solemnidades, con un sentimiento de la actitud que sólo él posee en grado tal, Pío IX se acerca a la cuna, junta las manos de marfil, eleva al cielo un instante los ojos, co-mo si se invocase la presencia de Dios; se arrodilla, se abisma y los paños de su cándida vestidura se esparcen esculturales y clásicos cual los plegados de alabastro de un ropaje de Canova.
El Niño, el Bambino, duerme desnudito, color de rosa, reclinado en su rubio colchón de sedeña paja. En toda la Basílica no se escucha más ruido que el chisporroteo suave de los cirios y el murmullo de la oración que el Papa empieza a elevar. A las primeras palabras anímase el Niño con vida fantástica: la carne se hace carne. Sus ojos se entreabren, sus puñitos se tienden hacia el Papa como si se tendieran hacia un abuelo cariñoso, haciendo fiestas. Incorporado y sentado en la paja, llama al Pontífice, que sigue orando, pero que cree percibir en sus rodillas la sen-sación de que ya no reposan en los cojines de terciopelo carmesí; en sus codos, algo que los sube y aparta del esculpido reclinatorio. Ligero y como fluido, su