Corazón en Venta
Por Barbara Cartland
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Corazón en Venta - Barbara Cartland
CAPÍTULO I
Se escuchó un estrépito seguido por un prolongado y sordo ruido, sobre sus cabezas, y Lady Lambourn, que estaba adormilada en su silla, se irguió asustada.
—¡Santo cielo! ¿Qué fue eso?— preguntó con ansiedad.
Su hija se levantó del asiento bajo la ventana, donde estaba cosiendo, cruzó la habitación para apoyar su mano sobre el hombro de su madre .
—Me temo madre, que parece ser, el techo del dormitorio tapizado— contestó—, después de los últimos aguaceros, el agua empezó a entrar y decoloró el yeso del techo. El viejo Wheaton nos advirtió que se caería, pero no se hizo nada para repararlo.
—¡Ese es el tercer techo!— exclamó Lady Lambourn—. Pareciera que la casa se nos viene encima.
—Las reparaciones son costosas, madre— observó Camelia con suavidad—, como todo lo demás.
Lady Lambourn levantó la vista hacia su hija, había lágrimas en sus cansados ojos.
—Camelia, ¿qué será de nosotros?— preguntó—. Dios sabe que ya no nos queda nada por vender y creo que el viaje de tu padre a Londres resultará un fracaso.
—Yo temo también eso— contestó Camelia—, pero mi querido padre es siempre optimista. Está seguro que encontrará alguien dispuesto a ayudarnos.
—Sir Horace ha sido optimista durante toda su vida— afirmó su esposa con un profundo suspiro—, nunca se da por vencido, aun en las ocasiones en que todo parece estar en su contra. Sin embargo la situación actual en verdad es desesperada y cuando Gervase vuelva del mar, nos hallará presos por no pagar nuestras deudas.
—¡No, no, madre, eso nunca sucederá!— exclamó Camelia en tono consolador.
—Sueño en eso todas las noches— insistió Lady Lambourn en forma patética—. Si al menos no estuviera tan débil e inútil podría recurrir a algún conocido de los viejos tiempos. ¡Tanta gente solía visitamos cuando tu padre era Embajador! Llegué a considerarme la mujer con más amigos en el mundo, pero, ¿en dónde están esos amigos ahora?
—¿En dónde?— repitió Camelia con una nota de amargura en la voz— . A pesar de todo no somos los únicos perjudicados con el cierre de los Bancos el año pasado. Fue un año terrible para miles de familias como la nuestra. De hecho, papá dice que el año de 1816 estará grabado en más lápidas mortuorias que ningún otro.
—De alguna manera hemos tenido suerte, nosotros estamos vivos— murmuró Lady Lambourn—, aunque me pregunto por cuánto tiempo.
—No te deprimas, madre— suplicó Camelia arrodillándose ante su madre y rodeándola con los brazos—. Tal vez Gervase regrese rico. Entonces podrías ir a Bath, para mejorarte. Yo sé que esos manantiales te aliviarían las piernas.
—Yo preferiría tener dinero para que tú fueras a Londres a divertirte, como corresponde a una joven de tu edad.
—No te preocupes por mí— la interrumpió su hija—. Recuerda que cuando estuve en Londres, a principio del año pasado, me aburrí a pesar de que tía Georgina fue muy bondadosa conmigo. Todo lo que quiero es vivir aquí en paz, con ustedes, mis padres, saber que tenemos una comida decente en la mesa y un techo que nos cobija.
—Ni siquiera podemos estar seguros de eso, pues en estos momentos. No hemos podido pagar el sueldo a los sirvientes durante los últimos seis meses y eso que nos hemos quedado con la servidumbre más indispensable. Pero, ¿qué estará entreteniendo tanto a tu padre? Ruego que no haya pedido dinero prestado, para luego tratar de multiplicarlo en las mesas de juego.
Dijo Lady Lambourn con aire miserable
—Mi padre no es jugador— afirmó Camelia—. Tú sabes muy bien que todo el dinero ahorrado mientras estuvo en el servicio diplomático lo invirtió. Fue un golpe de mala suerte el que haya invertido una buena cantidad de ese dinero en francos franceses.
—Perdimos todo cuanto teníamos, por culpa de ese monstruo llamado Napoléon. Después siguió el inesperado cierre de los Bancos el año pasado, cuando todos creíamos que la victoria nos haría más ricos. ¡Es cruel, Camelia! Me siento tan impotente.
—También yo— confesó Camelia, poniéndose de pie e inclinándose para besar la mejilla de su madre—, ahora no hay nada que podamos hacer excepto orar. Recuerda, madre, que siempre has creído que la oración puede ayudarnos cuando todo lo demás falla.
—Siempre he creído eso— aceptó Lady Lambourn—, pero ahora, mi amor, tengo miedo.
Camelia lanzó un leve suspiro y volvió de nuevo a la ventana. El sol de abril iluminó su pequeño rostro puntiagudo y Lady Lambourn, que la miraba a través de la habitación, contuvo el aliento al notar la fragilidad de su hija.
«Camelia está demasiado delgada», pensó, y juzgó que no podía sorprenderse ante la considerable reducción de las provisiones alimenticias de la casa, semana a semana, día a día. Debían dinero al carnicero del pueblo, y ya no había guardabosques que trajeran los conejos y pichones que constituían su principal alimento durante el crudo invierno. Todos los sirvientes, se habían ido excepto Agnes y el viejo Wheaton que llevaba más de cincuenta años con ellos y que estaba medio ciego y reumático.
Lady Lambourn cerró los ojos un instante recordando los muchos invitados distinguidos, que habían desfilado por su casa de Londres, cuando ella y sir Horace regresaron del continente poco antes de la Guerra.
Todos los diplomáticos de la Corte de St. James los habían recibido con los brazos abiertos, ansiosos de noticias al tiempo que expresaban su alegría por el regreso del popular sir Horace y su hermosa esposa.
Todos traían obsequios para Camelia y comentaban su belleza. Era hermosa desde pequeña, una niña de fantasía, con cabello dorado y ojos azul oscuro, serios y examinadores con cualquier persona que se dirigía a ella. Tal como todos habían vaticinado a Camelia, con el transcurso de los años se transformó en una belleza. La dificultad actual consistía en la falta de dinero para vestidos elegantes y la hermosura de Camelia no podía mostrarse ni resaltar en aquella ruinosa finca del campo.
—¡Oh, Camelia, tenía tantos planes para ti!— exclamó Lady Lambourn, pero Camelia no prestaba atención a su madre. Levantó una mano como pidiendo silencio.
—Creo, madre… estoy casi segura… de que oí el sonido de ruedas acercándose — exclamó. Se volvió para salir de la habitación. Lady Lambourn oyó sus pasos en el vestíbulo y el sonido del pestillo de la puerta del frente al ser levantado.
Incapaz de moverse, en su silla de inválida, sólo pudo unir las manos y orar en silencio, con fervor:
«Por favor, Dios mío, que mi bien amado haya traído alguna esperanza para el futuro».
Se oyeron voces y entonces la puerta del salón, que Camelia había dejado entreabierta, fue empujada y sir Horace apareció tras ella.
A pesar de su edad, era un hombre apuesto, con cabello gris peinado hacia atrás como marco de su frente cuadrada. Llevaba una corbata inmaculada, atada a la perfección y su capa de viaje, que lo mostraba muy alto y elegante.
Había algo triunfal en la actitud que adoptó al detenerse en el umbral y no necesitó decir nada, porque su esposa, vio la expresión de su rostro.
—¡Horace!— su voz se hizo más profunda—. ¡Horace, mi amor! Su esposo, cruzó la habitación y se reclinó a besarla.
—¿Tuviste éxito?— declaró ella levantado sus manos hacia él.
—¡Más que éxito!— declaró sir Horace, y su voz pareció retumbar a través de la habitación.
—¡Oh, padre cuéntanos!— Camelia se encontraba ahora a su lado, con los ojos vueltos hacia él.
La depresión había desaparecido y el ambiente parecía iluminado con la luz de optimismo y esperanza, traída por sir Horace.
—Quiero contarles todo, pero primero, Camelia, da instrucciones a los sirvientes de que traigan de mi carruaje los regalos que les compré a las dos.
— ¿Regalos, padre? ¿Qué clase de regalos?
—Un paté, una pierna de jamón— contestó sir Horace—, una caja del mejor coñac, además del té indio más fino que pude encontrar para tu madre.
—¡Qué maravilloso!— exclamó Camelia y salió corriendo para ayudar a los viejos sirvientes a traer los paquetes a la casa.
Sir Horace se llevó a los labios las manos de su esposa.
—Nuestros problemas han terminado, querida mía— pero, ¿cómo? ¿Qué ha sucedido?— preguntó Lady Lambourn—, y si es un préstamo, ¿no tendremos que pagarlo?
—No es un préstamo— empezó sir Horace, pero se interrumpió porque Camelia había vuelto.
—¡Padre !— exclamó—. Encontré a un lacayo en el pescante del carruaje y dice que tú lo has contratado. ¿Es correcto eso?
—Sí, por supuesto— contestó sir Horace—. No tuve tiempo de encontrar otros sirvientes, pero sin duda alguna muchos de los que trabajaban para nosotros querrán volver. Encontré este lacayo disponible, así que lo traje conmigo.
—¿De dónde procede el dinero?— preguntó Camelia. La excitación había desaparecido de su voz y sus ojos parecían preocupados. Sir Horace se quitó la capa de viaje y la arrojó sobre una silla.
—Te contaré todo, Camelia— dijo—, pero primero me gustaría tomar un trago. Vine a tal velocidad, deseoso de contarles lo sucedido, que no me detuve ni para dar de beber a los caballos.
—Te traeré una botella del nuevo coñac— sonrió Camelia.
—¡No!— protestó Horace con voz aguda—. Di al lacayo que lo haga. No quiero que sigas rebajándote con labores que no te corresponden.
Una sonrisa hizo aparecer hoyuelos en las mejillas de Camelia.
—Nunca he considerado rebajarme al servirte, papá— contestó con suavidad. Sir Horace, olvidando su sed, extendió la mano para tomar la de ella y atraerla consigo.
—Mi queridísima, mi bien amada hija— dijo—. La razón de mi emoción se debe a las noticias que les traigo y que se refieren a ti. Eso es lo que más me interesa de todo.
—¿Se refieren a mí?— preguntó Camelia sorprendida.
—Ven y siéntate.
Sir Horace se sentó en un sillón cercano a Lady Lambourn y Camelia lo hizo en un taburete bajo, frente a él.
—Cuéntame, padre— suplicó—. Estoy ansiosa por saber de qué se trata.
—Yo también— intervino Lady Lambourn— Horace, no sabes lo que significa para mí verte sonreír de nuevo. Te fuiste de aquí desventurado, envejecido, pero vuelves con el aspecto y la voz tan jóvenes como los de tu propio hijo .
—Así me siento— confesó sir Horace. Se aclaró la garganta, se apoyó en el sillón y miró a Camelia—. ¿Recuerdas que con frecuencia te he hablado de Meldenstein, Camelia?
—Sí, por supuesto, padre. La Princesa, mi madrina, recuerda siempre mi cumpleaños. Desde niña recibo regalos suyos cada año. En mi último cumpleaños me envió la más adorable capa de encaje, ideal para lucir en la Ópera, y por desgracia no he tenido oportunidad de usarla.
—¡Eso se acabó!— exclamó sir Horace—. Necesitarás no sólo esa capa para asistir a la Ópera, sino una mucho más fina.
—¿Por qué, padre ? ¿Qué quieres, decir?
—Empezaré por el principio— prometió sir Horace.
Fue interrumpido brevemente por la llegada del nuevo lacayo, que, en ese momento entraba a servirle una copa de coñac. Al marcharse éste, luego de las formalidades de presentación a Lady Lambourn y Camelia, sir Horace continuó:
—Cuando llegué a Londres, como comprenderán, era yo preso del más profundo desaliento. Pensé que no había esperanza para nosotros y que nada podría salvarnos del desastre. Me dirigí a mi Club… pensé que en White tal vez encontraría a algún amigo del pasado, ante el cual humillarme pidiéndole ayuda.
—Pobre padre, ¡cuánto debes haber detestado tal idea!—murmuró Camelia.
—Yo sólo pensaba en ti y en tu madre— replicó sir Horace—. Bueno, encontré a varios conocidos, pero a ningún amigo de confianza. Estaba dudando en gastar algo de dinero para ordenar la Cena, cuando una voz a mis espaldas exclamó: "¡Sir Horace, el hombre indicado al que quería yo ver!"
—¿Quién era?— preguntó Lady Lambourn con ansiedad.
—¿Recuerdas a Ludovick Von Helm?— preguntó sir Horace a su esposa .
Ella arrugó un poco la frente.
—Sí, sí— asintió de pronto—. Por supuesto… era un joven cortesano, de grandes ambiciones, durante nuestra estancia en Meldenstein.
—Sus ambiciones se han realizado— señaló sir Horace—, ahora es el Primer Ministro del país.
—¿De veras?— exclamó Lady Lambourn—. ¿Y quedó algo de Meldenstein? Pensé que Napoleón había arrasado con todos los Principados.
— Von Helm me dice que Meldenstein sufrió muy pocos daños, en comparación con otros estados europeos— contestó sir Horace—. No opusieron resistencia a Napoleón, de modo que nada fue destrozado. Los obligaron a albergar y alimentar a un gran número de Soldados napoleónicos, que pasaron por el país, durante su camino a Rusia, y como hecho increíble, Meldenstein sigue tan rico o más que antes de la Guerra.
—¿Cómo fue posible?— preguntó Lady Lambourn.
—Querida mía, como tú sabes, la Princesa es inglesa y los fondos del Estado estaban invertidos en Inglaterra. Deben haber pasado malos momentos durante la Guerra, en los que pensaron que Inglaterra sería derrotada por una invasión napoleónica. Ahora somos los victoriosos y el dinero de Meldenstein no sólo está intacto, sino que se multiplicó durante esos años.
—Me alegro al menos que alguien se haya beneficiado con la Guerra— comentó Lady Lambourn con amargura.
—Lo que es más, el Príncipe Hedwig, ¿lo recuerdas, queridita? estaba ausente del país al estallar la Guerra. Von Helm me dice que se encontraba viajando por el Oriente. Y tuvo que quedarse allá estos años. Sólo después de Waterloo pudo regresar a su país , que fue administrado por su madre, en su ausencia.
—Ella es inglesa— comentó Lady Lambourn—. ¿Cómo pudo Napoleón tolerar a una inglesa en el Trono de un país, por él conquistado?
—En apariencia, la Princesa lo conquistó. Las historias de la susceptibilidad de Napoleón ante la belleza femenina no son exageradas. Permitió que la Princesa se quedara en su sitio, designó algunos hombres de su confianza en puestos importantes de Gobierno, pero ellos también sucumbieron a sus encantos, y nuestra querida amiga obtuvo muchas concesiones para su país , que otros Principados menos afortunados no lograron.
—Me alegro que todo haya resultado tan bien para todos ellos— comentó Lady Lambourn—, y tú sabes cómo quiero yo a Elaine. Pero ahora explícame qué relación existe con nosotros.
—Existe una relación muy directa— afirmó sir Horace—, porque Von Helm ha venido a Inglaterra con una misión: encontrarme y preguntarme si mi hija… nuestra hija, querida mía… aceptaría la mano de Su Alteza, el Príncipe Hedwig de Meldenstein.
Hubo un momento de profundo silencio después de las palabras de sir Horace. Entonces, en una tenue vocecita tan débil que él apenas pudo oírla, Camelia preguntó:
—¿Me quieres decir, padre, que quiere casarse conmigo?
—Eso es lo que ha solicitado— contestó sir Horace—. No creo que necesite detallarles lo que esta oferta significa en un momento tan desesperado para todos nosotros, Meldenstein ha sido siempre mi segundo hogar. Fui allá cuando era muy joven, como Tercer Secretario en la Legación Británica… mi primer puesto diplomático. El Príncipe y su bella esposa, fueron muy bondadosos conmigo.