Sordomudo: Empatía, #1
Por Dan Guajars
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Todos pueden leer la mente. Todos, menos él.
Segunda mitad del siglo XXIII. En un mundo en el que la comunicación directa de las mentes a través del tacto es tan normal como respirar, un joven demuestra tener el don más raro de todos: la capacidad de mantener secretos.
Dan Guajars
Dan Guajars = Daniel Guajardo Santiago, 1977. Dan Guajars escribe las historias y su otro yo, el tenebroso, las disfruta. Se lo puede encontrar con el nombre de Daniel Guajardo en Providencia, Chile. Periodista de profesión, lector y autor de fantasía y ciencia ficción desde muy joven. Trabaja en una agencia de marketing online y hace clases de Internet para periodistas y de Analítica Web para profesionales. Felizmente casado con Lucía Gabriela y orgulloso padre de Amanda y Margarita.
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Sordomudo - Dan Guajars
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Copyright © 2022, Daniel Enrique Guajardo Sánchez
https://guajars.cl
Ilustración de portada: Angélica Tapia Lagos (2022)
Primera edición digital, Santiago de Chile,
diciembre de 2007.
Segunda edición digital e impresa, EE.UU.,
agosto de 2014.
Tercera edición «revisada», digital e impresa, EE.UU.,
febrero de 2022.
Edición: Monstruito Ediciones
https://www.monstruito.cl
01 - Quince años después
Ignacio mira su sobretodo de trabajo bajo la luz de la luna y se deja llevar por una marea de sollozos incontenibles. «¿Cómo se supone que siga con mi vida, después de esto?»
Sus ropas huelen a excrementos, vísceras y sangre. Sobre su hombro derecho hay un trozo de piel de cadáver, tatuada, con un colgajo de carne adherido a él. Recién ahora reconoce que acaba de cometer un acto inconfesable. Asesinó y mutiló al menos a un centenar de personas. Criminales, sí, pero seres humanos.
«¿Seguir… con mi vida?»
Camina por el parque hacia el edificio de departamentos que comparte con sus padres desde que tiene uso de razón. Arrastra los pies, con el peso de sus quince años de edad multiplicándose por un millón con la culpa de su crimen reciente. Las luminarias se encienden una a una a su paso y se apagan después, cuando ya no hay nadie bajo ellas.
Se desnuda junto en la entrada del edificio y arroja el manojo de ropas nauseabundas al contenedor de la basura, imaginando que la evidencia de su delito tarde o temprano regresará al lugar de los hechos.
Todo su cuerpo huele mal. No puede llegar así a su casa. ¿Qué le dirá a sus padres? «No es mi mierda, no se preocupen».
Ingresa a las duchas del edificio y la luz se enciende, el reflejo plateado de los muros le golpea con su imagen encorvada y culpable. El chorro de agua tibia se activa y escurre por su cuerpo, limpiando las huellas de su pecado.
Ignacio nota con espanto que el traje elástico de óxido de grafeno demora demasiado en disolver al contacto con el agua levemente clorada.
—¡Qué olor! —dice una mujer adulta de pie en la entrada a los baños, e Ignacio salta espantado—. ¿Alguien defecó aquí?
Ella es la ocupante del tercer piso, que acaba de regresar de su trabajo y se dispone a tomar una ducha.
Ignacio la observa, tratando de permanecer impávido bajo el chorro de agua. La mujer mantiene la expresión de asco mientras cuelga su ropa de trabajo en uno de los ganchos de la entrada. Debe tener entre treinta y cuarenta años, Ignacio nunca ha sido bueno para calcular la edad de la gente por su aspecto.
—Deberían poner cámaras de vigilancia —continúa la mujer, mientras se jabona los sobacos—. Es la segunda vez que me encuentro con alguna sorpresa desagradable. Supongo que no habrás sido tú…
—No —dice Ignacio, fingiendo calma—. Acabo de entrar.
—Ah, bueno —dice la mujer—. Si nosotros mismos no podemos mantener nuestra comunidad limpia, ¿entonces quién?
El traje de batalla de Ignacio se ha disuelto por completo y su corazón late con tranquilidad. «Sin evidencia no hay delito»
La mujer se seca con una toalla desechable que luego arroja a un pequeño cubo, recoge sus pertenencias y sale aún desnuda hacia las escaleras del edificio, con la nariz arrugada en la misma mueca de asco.
«¿Otra agente encubierta?», piensa Ignacio. «¡Malditos! Todo el edificio debe estar plagado de cámaras y micrófonos. Toda mi vida, mi familia, mis amigos. Carmen…»
Se aleja del chorro de agua y esta deja de fluir. Se seca con una toalla desechable y ve el temblor en sus manos. Se envuelve la cintura con la toalla, para no pasear desnudo por el edificio, y sale de los baños.
Las imágenes frescas de unos cuerpos amputados retorciéndose sobre la masa amorfa de carne y vísceras regresan una y otra vez como destellos. La palma de su mano derecha sangra allí donde se ha clavado las uñas, dejando su huella sanguinolenta en la toalla. La mano asesina, el portal hacia su infierno personal.
Sube las escaleras hasta el cuarto piso, aún con el olor de la muerte impregnado en su olfato. «Seguir con mi vida… Vivir».
Abre la puerta del departamento, el que fue su hogar desde su nacimiento, la cárcel donde se nutrió su ignorancia, el rincón donde se sentía más seguro. Intenta traer a su memoria imágenes felices, de sus amigos de la infancia, de sus juegos con su padre y su madre, especialmente las payasadas de su padre. Pero todo se siente difuso, diluido, infeliz. La sonrisa de su única amiga, Carmen, esa que le diera esperanzas, ahora se transforma en una mueca de desprecio. «¿Eres una de ellos, amiga?»
En el sillón junto a la ventana su padre Andrés duerme con un polímero de la biblioteca enrollado en el antebrazo derecho, una de sus lecturas nocturnas. Ignacio besa su frente sin despertarle, acariciando las arrugas preocupadas que se tensan en respuesta al contacto. Se aleja en silencio hacia la habitación matrimonial, donde su madre desnuda ronca extendida a lo ancho de toda la cama.
—Matilde —susurra Ignacio—. Gracias. No te culpo de nada.
Por fin en su pequeña habitación, pone pestillo a la puerta, empuja al suelo los rollos de polímeros acumulados sobre su cama y se sienta. Está decidido a terminar con este sufrimiento de una vez, e intenta recordar dónde puso el cuchillo para cortar cartón.
—No estarás pensando en suicidarte, ¿verdad? —dice una voz e Ignacio salta de la cama.
La voz masculina se siente remotamente familiar. La habitación está a oscuras, salvo por un punto de luz que parpadea en el muro ante él.
—Debe ser una broma… —dice Ignacio.
El punto de luz se extiende abarcando el muro, el piso, el techo y el resto de la habitación, e ilumina todo a su alrededor.
—¿Te gusta? —dice la voz—. Es lo último en papel tapiz interactivo. De hecho es una pieza de tecnología de punta que no se verá en el mercado sino hasta dentro de cinco años. Ya has visto una igual en la oficina de otra de nuestras facilitadoras, aunque esa tecnología ya está obsoleta. Es lo mínimo que podíamos hacer por ti…
—¡Mobutu! —dice Ignacio al reconocer la voz—. Hijo de la chota…
—¡No! —dice la voz, con seguridad—. No, joven Ignacio, no soy Mobutu. Pido perdón por la confusión, pensamos que su voz nos daría alguna ventaja, pero ya veo que nos equivocamos. Contigo todo es prueba y error.
En el muro se dibuja la silueta de un perro pastor alemán con un pañuelo rojo al cuello, que aumenta en nitidez al mismo tiempo que se proyecta a su alrededor el reflejo perfecto de la habitación de Ignacio, aunque sin muebles.
—¿Señor Canivilo? —dice Ignacio.
—Tampoco —dice el perro sin mover el hocico—. Para evitarte más dolores de cabeza, digamos que soy un núcleo de IAs de última generación, programadas por la Organización y a tu servicio. Considérame un premio por tu labor.
—¡No quiero! —dice Ignacio y se cubre la boca, por miedo a despertar a sus padres. Si entran y ven esto…
—Nadie nos puede oír —dice el perro con tono alegre, moviendo la cola—. La habitación está sellada, ningún sonido puede salir, pero tú puedes oír todo lo que ocurre en el exterior. De hecho, a través de esta instalación tienes acceso a toda la infraestructura de vigilancia del continente, además del acceso irrestricto a las bases de datos de todas las bibliotecas públicas y privadas. ¿Por qué? No me mires así, todo tiene una razón de ser.
Junto al perro se dibuja una ventana y en ella crece la imagen de una cama rodeada con máquinas de soporte vital.
—Todo en orden en la Clínica —comenta el perro con la voz de Mobutu—. A partir de hoy se acabaron los secretos. Se acabaron las mentiras. El responsable directo de todas tus penurias está recibiendo una inyección letal en este preciso momento. Por voluntad propia, debo agregar. Ahora nuestro Cabecilla es Vlad.
—¡No quiero nada de esto! —estalla Ignacio—. Nunca quise nada de esto, quiero vivir una vida tranquila y morir en paz cuando llegue mi hora. ¿Es que no lo pueden entender? Mi existencia es una mentira…
—No estás percibiendo los hechos en perspectiva —dice el perro, serio—. Antes de hoy vivías en una