Escrituras
Por Luisa Valenzuela
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Escrituras - Luisa Valenzuela
Valenzuela.
CAMBIO DE ARMAS
–Cuento–
Las palabras
No le asombra para nada el hecho de estar sin memoria, de sentirse totalmente desnuda de recuerdos. Quizá ni siquiera se dé cuenta de que vive en cero absoluto. Lo que sí la tiene bastante preocupada es lo otro, esa capacidad suya para aplicarle el nombre exacto a cada cosa y recibir una taza de té cuando dice quiero (y ese quiero también la desconcierta, ese acto de voluntad), cuando dice quiero una taza de té.
Martina la atiende en sus menores pedidos. Y sabe que se llama así porque la propia Martina se lo ha dicho, repitiéndoselo cuantas veces fueron necesarias para que ella retuviera el nombre. En cuanto a ella, le han dicho que se llama Laura pero eso también forma parte de la nebulosa en la que transcurre su vida.
Después está el hombre: ése, él, el sin nombre al que le puede poner cualquier nombre que se le pase por la cabeza, total, todos son igualmente eficaces y el tipo, cuando anda por la casa le contesta aunque lo llame Hugo, Sebastián, Ignacio, Alfredo o lo que sea. Parece que anda por la casa con la frecuencia necesaria como para aquietarla a ella, un poco, poniéndole una mano sobre el hombro y sus derivados, en una progresión no exenta de ternura.
Y después están los objetos cotidianos: esos llamados plato, baño, libro, cama, taza, mesa, puerta. Resulta desesperante, por ejemplo, enfrentarse con la llamada puerta y preguntarse qué hacer. Una puerta cerrada con llave, sí, pero las llaves ahí no más sobre la repisa al alcance de la mano, y los cerrojos fácilmente descorribles, y la fascinación de un otro lado que ella no se decide a enfrentar.
Ella, la llamada Laura, de este lado de la llamada puerta, con sus llamados cerrojos y su llamada llave pidiéndole a gritos que transgreda el límite. Sólo que ella no, todavía no; sentada frente a la puerta reflexiona y sabe que no, aunque en apariencia a nadie le importe demasiado.
Y de golpe la llamada puerta se abre y aparece el que ahora llamaremos Héctor, demostrando así que él también tiene sus llamadas llaves y que las utiliza con toda familiaridad. Y si una se queda mirando atentamente cuando él entra –ya le ha pasado otras veces a la llamada Laura– descubre que junto con Héctor llegan otros dos tipos que se quedan del lado de afuera de la puerta como tratando de borrarse. Ella los denomina Uno y Dos, cosa que le da una cierta seguridad o un cierto escalofrío, según las veces, y entonces lo recibe a él sabiendo que Uno y Dos están fuera del departamento (¿departamento?), ahí no más del otro lado de la llamada puerta, quizá esperándolo o cuidándolo, y ella a veces puede imaginar que están con ella y la acompañan, en especial cuando él se le queda mirando muy fijo como sopesando el recuerdo de cosas viejas de ella que ella no comparte para nada.
A veces le duele la cabeza y ese dolor es lo único íntimamente suyo que le puede comunicar al hombre. Después él queda como ido, entre ansioso y aterrado de que ella recuerde algo concreto.
El concepto
Loca no está. De eso al menos se siente segura aunque a veces se pregunte –y hasta lo comente con Martina– de dónde sacará ese concepto de locura y también la certidumbre. Pero al menos sabe, sabe que no, que no se trata de un escaparse de la razón o del entendimiento, sino de un estado general de olvido que no le resulta del todo desagradable. Y para nada angustiante.
La llamada angustia es otra cosa: la llamada angustia le oprime a veces la boca del estómago y le da ganas de gritar a bocca chiusa, como si estuviera gimiendo. Dice –o piensa– gimiendo, y es como si viera la imagen de la palabra, una imagen nítida a pesar de lo poco nítida que puede ser una simple palabra. Una imagen que sin duda está cargada de recuerdos (¿y dónde se habrán metido los recuerdos? ¿Por qué sitio andarán sabiendo mucho más de ella que ella misma?). Algo se le esconde, y ella a veces trata de estirar una mano mental para atrapar un recuerdo al vuelo, cosa imposible; imposible tener acceso a ese rincón de su cerebro donde se le agazapa la memoria. Por eso nada encuentra: bloqueada la memoria, enquistada en sí misma como en una defensa.
La fotografía
La foto está allí para atestiguarlo, sobre la mesita de luz. Ella y él mirándose a los ojos con aire nupcial. Ella tiene puesto un velo y tras el velo una expresión difusa. Él en cambio tiene el aspecto triunfal de los que creen que han llegado. Casi siempre él –casi siempre cuando lo tiene al alcance de la vista– adopta ese aire triunfal de los que creen que han llegado. Y de golpe se apaga, de golpe como por obra de un interruptor se apaga y el triunfo se convierte en duda o en algo mucho más opaco, difícilmente explicable, insondable. Es decir: ojos abiertos pero como con la cortina baja, ojos herméticos, fijos en ella y para nada viéndola, o quizá sólo viendo lo que ella ha perdido en alguna curva del camino. Lo que ha quedado atrás y ya no recuperará porque, en el fondo, de lo que menos ganas tiene es de recuperarlo. Pero camino hubo, le consta, camino hubo, con todas las condiciones atmosféricas del camino humano (las grandes tempestades).
Eso de estar