Tal vez un quizá baste
Por Lhuna White
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¿Soñar? Siempre.
¿Con problemas? También.
Lhuna White
Madrileña, pasada la treintena. Estudió Fisioterapia aunque a día de hoy no pueda ejercerla. Su entorno la apoyó a escribir un libro y tras años de borradores y post en sus blogs, decidió tirarse a la piscina.
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Lhuna White
Esta obra ha sido publicada por su autor a través del servicio de autopublicación de EDITORIAL PLANETA, S.A.U. para su distribución y puesta a disposición del público bajo la marca editorial Universo de Letras por lo que el autor asume toda la responsabilidad por los contenidos incluidos en la misma.
No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del autor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal).
© Lhuna White, 2018
Diseño de la cubierta: Equipo de diseño de Universo de Letras
Imagen de cubierta: ©Shutterstock.com
universodeletras.com
Primera edición: julio, 2018
ISBN: 9788417274535
ISBN eBook: 9788417275921
Introducción
Cierra con un portazo y se desliza sobre la puerta despacio, hacia abajo; le parece estar a kilómetros del suelo. Cuando por fin llega a la tarima y se sienta con la espalda apoyada en la puerta, cree que es el mejor rincón posible donde poder explotar en lágrimas, berridos y desesperación —pero ahogados y silenciosos, no os hagáis una imagen equivocada de ella; su orgullo es lo primero e imperturbable ante cualquier situación, por mucho que su corazón se pelee con él—.
Oye pasos, sigilosos pero pasos al fin y al cabo. Su orgullo sabe reconocer a un oponente aunque le parezca poco digno de serlo. «Wow, vaya chica, cuánta dignidad y carácter». Sí, también puedo escucharos a vosotros, y como personas inteligentes que sois, no os falta razón. Sabéis que no contaría esta historia a cualquiera.
Cree que ese momento es el principio de todo. El principio de una montaña rusa para la que no compró entradas. Y aun así, una buena mañana se encontró sentada frente a una pendiente enorme sin apenas seguridad que evitara un salto al vacío. «Ya sabéis lo que se dice, la vida no es la fiesta que nos habíamos imaginado, pero ya que estamos aquí, bailemos».
Parte I
El suceso
«¡¿Qué demonios?! ¿Es el cuero cabelludo lo que ven mis ojos? No me lo puedo creer». Desde que tengo uso de razón —que se atreva a aventurar fue antes de que sus padres se plantearan siquiera el concebirla—, este ha sido su mayor pánico. ¡Huy, huy, huy, esperad! Luego continúo con esos fantasmas que le provocan su pánico aún presente, ese que no deja de seguir alimentando a pesar de acercarse ya a la cuarentena. Al menos, si algo ha aprendido a sus treinta y siete años —edad supuestamente adulta— es la importancia de priorizar; y en este momento lo más urgente es el regalo —aunque no se oiga el tonito se intuye, ¿no?—, que se presenta frente a ella y que parece ir de mal en peor. Se acerca despacio y con mucho miedo —no puede negarlo— hacia el espejo —uno de esos de aumento que no sabía quién había inventado, pero lejos de ayudar a las mujeres, en su caso al menos, conseguía el efecto contrario. Llegado a este punto cree poder atisbar sus nervios ópticos; sí, sí, los dos. ¡Mierda! Teme que antes os ha engañado: quedarse sin pelo no es su mayor pánico, en realidad es este: ¡un pelo que le saluda desde donde nunca debería hacerlo! Más aún si en el DNI bajo la palabra «sexo» lo que veías era una «F», nunca, bajo ningún concepto, deberías encontrar un pelo dándote los buenos días en tu precioso y delicado mentón… Pero allí estaba, en su mentón, y no parecía ser reciente, la verdad. «¿Cuánto hace que no me observo con detenimiento? ¿Desde que tengo nueva pareja? ¿Desde que en el resto de mi cuerpo el láser asesinó a todas y cada una de las posibilidades de crear vida en forma de vello? ¿Acaso creí que las zonas no implicadas sentirían pavor ante la posibilidad de ser las siguientes y no volverían a salir a la luz?». No dejó de preguntarse una y otra vez cómo había llegado el momento en el que cuidarse para estar fabulosa había dejado de ser una prioridad. Quizá ahora no tuviera a nadie que le obligara a estar —o al menos a intentar estarlo— perfecta a cada minuto. Este año y medio con Adrián estaba siendo relajado y sin presiones; todo lo contrario a su tiempo junto a Marcos. No caigáis en el error de que solo él era el malo de la relación al intentar imponerme esa perfección. Ella misma se obligaba cada mañana a pretender ser y estar estupenda. Bajo los cánones considerados adecuados por los clichés de la sociedad, sin causar así problemas o mala impresión a nadie, conocido o no. ¿Por qué? Quizá porque el «calla y observa» era el lema que se respiraba en su casa; «calladita y buena letra» recordaba que eran las palabras exactas de sus padres. En concreto de su madre.
¿Poner excusas absurdas en el trabajo para explicar el por qué llegaba tarde, que suele ser un día de cada dos?; frecuente en ella, muy frecuente si era sincera. Pero hoy no podía encontrar una excusa mejor. ¿Cómo podría acudir a la Secretaría General de la Seguridad Social con un pelo más grande que ella —aunque tampoco fuera difícil—, en su redondo, perfecto y proporcionado mentón? No, no, no, no, no, esa no era una opción. La gente espera ver una cara sonriente y tolerante a quien explicar qué le ocurre. Porque sí, no iba a exigir nada a ese ministerio: su trabajo consistía en escuchar las quejas y —los días de suerte— peticiones de todas aquellas personas que forman parte de la Seguridad Social. «¡Vaya rollo!», pensaréis. Pues no. Cada hora en su trabajo aprendía algo nuevo: un insulto, una excusa —que luego podía utilizar al día siguiente cuando se le pegaran las sábanas—, un color de labios diferente, un nombre propio divertido… Todo tenía su lado positivo.
Así, entre reflexión y reflexión, observó en el reloj de la pared del baño —resistente a la humedad de ducharse con agua a cien grados la mayor parte del año—, que de nuevo llegaría tarde, y lo que es peor aún: su descubrimiento velludo aún seguía con vida. No sabía si tener un reloj en el baño era algo común. Ni sus amigos ni familiares lo tenían, pero tampoco es que supusieran un círculo muy amplio al que tener en cuenta. Son como esos estudios médicos poco relevantes por no contar con un número suficiente de pacientes que se hayan querido prestar a formar parte de ellos; que muchos de esos pacientes vayan a dedo por tener amigos importantes lo dejaremos para otro día en el que no tenga tanta prisa y pueda centrarme bien en el tema. Decide armarse de valor, coge despacio la delgada pinza de depilar que permanece oculta entre todo lo innecesario que hay en su neceser: maquillaje, pintauñas y demás enseres femeninos que debía guardar en otro sitio. Su descubrimiento parece sonreírle con sarcasmo e incluso crueldad.
Acerca la pinza a cámara lenta hacia él y…
¡¡Booooom!!
¿La consecuencia del asesinato capilar perfecto? No, el pelo seguía ahí y parecía reír fanfarrón, y con más ganas aún que antes a la pinza, que se ha quedado a escasos milímetros.
«Vuelve, Claudia, vuelve».
Claudia permanece petrificada sin mover un ápice de su cuerpo, ni siquiera pestañea. Sus ojos son los únicos que se atreven a moverse de un lado a otro bajo los párpados, rápidos, inseguros y tan confundidos como ella. Un sonido fuerte, seco y violento se ha oído al otro lado de la puerta del baño. No tiene buena pinta. Asustada, se acerca despacio a abrirla —aún con la minúscula pinza en la mano— y la desliza poco a poco. En su diminuta casa no hay espacio suficiente para puertas normales, así que están escondidas entre las paredes. Vamos, las puertas correderas de toda la vida, pero por dentro, no por fuera. O robaban tres centímetros o cuatro a los tabiques o se quedaban sin puertas. Debía reconocer que le dio un toque muy cuco y coqueto al piso —aunque Adrián odiara el uso de esos adjetivos para cualquier cosa con la que él tuviera algo que ver—. Para ella transmitían organización, si bien esta no se ajusta a ninguno de ellos, así que no podía evitar sentirse afortunada tras tomar la maldita decisión, aunque supusiera una de sus primeras discusiones en público, para deleite de empleados y clientes por el espectáculo gratuito. Solo les faltó repartir palomitas y bebida para todos.
Cuando al fin desaparece la coqueta, blanca —aunque ya más cercana a ser amarillenta. «Nota mental: limpiar las puertas», pensó resignada— y apropiada puerta hecha a medida, sus ojos se abren como platos ante la esperpéntica visión que se muestra frente a ellos: ahí estaba su pareja, compañero, novio o como queráis llamarle —menos marido—, sobre el suelo, boca abajo, sin moverse.
Parte II
La batalla
Capítulo 1
Poco a poco
La pinza se escurre entre sus dedos y se desploma, cayendo en el suelo junto a él. Tras un aterrizaje forzoso en el que tanto su cuerpo como sus extremos muerden el polvo de la tarima, que también necesita una limpieza en profundidad, se agacha —más bien se desploma— sobre sus rodillas y lo zarandea nerviosa, de manera agitada y hasta violenta.
—Adrián, cariño, despierta, despierta… ¡¡¡Despiertaaa!!! —suplica a su lado.
Tras unos segundos que parecen eternos, decide que lo mejor es llamar a emergencias, pedir una ambulancia, un helicóptero, reclutar a todos los geos —tanto en activo como retirados—; lo que sea necesario para despertarle. Salta sobre su cuerpo y va hacia el teléfono lo más rápido que puede. Sus dedos tiemblan, apenas puede marcar el 112, el 091 o cualquier número con sentido que le fuera útil en esas circunstancias. Entonces se da cuenta: «¡¡aún estoy en pijama!!». Y no se trataba de uno de esos perfectos que salen en las series de televisión, noooooo, es de los que te hacen parecer un saco de patatas con la palabra antilibido escrita en tinta transparente —que se hace visible, pero muy visible, solo cuando se apagan las luces—, sobre la rugosa tela cubierta de pelotillas... Así era ella: sexy solo en sueños.
«¡Vuelve, Claudia, vuelve!». Esto es grave.
Otra vez está dispersa y esta vez cree que va a superar su propio récord. «¡¡Si aún ni salí de casa!! ¿Cómo ha podido pasar esto antes del tercer o cuarto café? ¡Por Dios! Ni siquiera es una hora decente para salir a nuestra calle, donde suele pernoctar gente de dudosa honorabilidad».
¿Ansiedad? ¿Angustia? No, no… Es pánico en su significado más atroz y dantesco.
En ese momento, mientras sus dedos aún no han conseguido coordinarse, sus neuronas tropiezan sin control unas contra otras; las lágrimas de desesperación se miran entre ellas en un debate silencioso sobre si es el momento más adecuado para deslizarse sobre sus mejillas. Su mirada continúa fija en las teclas del teléfono fijo, a la espera de ser pulsadas, cuando le parece oír un leve gruñido. Se gira deprisa, a cámara rápida, y ve cómo Adrián intenta levantarse del suelo sin éxito. Vuelve sobre sus pasos —apenas dos metros separan la mesita desde donde descansa el teléfono del pasillo hasta donde hacía un momento parecía yacer Adrián—. Quiere incorporarse. Lo intenta. Ante la imposibilidad de hacerlo solo, trata de ayudarlo a ponerse en pie:
—Cariño, tranquilo, respira. ¿Qué ha pasado? —pregunta ilusionada, a la espera de oír que todo ha sido una broma, aun de mal gusto, por lo que pagaría en un futuro no muy lejano. La esperanza es lo último que quería perder.
Ya imagino lo que habrá pasado por vuestras cabezas hace un momento; no tengo ninguna duda: ¿su pareja tirada en el suelo y ella sin dejar de pensar en su pijama y su aspecto? Creedme, la mente encuentra caminos —inescrutables como los del Señor— para no entrar en shock y hacer lo que se espera de una persona adulta en situación de crisis. Adrián intenta ponerse en pie con más ahínco al darse cuenta de que esos movimientos desgarbados e ineficaces de los brazos de Claudia intentan darle a entender que quiere ayudarlo en su empeño. Cuando alza la mirada y sus ojos se encuentran, la ilusión y la esperanza son borradas con el primer pestañeo. Los ojos de Claudia dirigen la mirada a sus piernas y no pueden creer lo que ven: intentan hacer lo necesario para ponerse en pie, pero parece como si Adrián fuera un potrillo recién nacido. Le es imposible siquiera ponerse de rodillas.
Sí, imposible.
«¿Cómo puede ser? ¿Qué ocurre?», no deja de preguntarse a la velocidad de la luz. Antes de que el pánico intente adueñarse por enésima vez de su cuerpo y mente, intenta echarle una mano —que no al cuello como solía decir su madre—. Agarra con todas sus fuerzas el cuerpo de Adrián, rodeándolo con sus brazos, y a duras penas consigue ponerlo en pie entre tambaleos por parte de ambos.
De camino al sofá y sin saber por qué, los últimos meses —¡¡qué meses, años!!— comienzan a pasar frente a sus ojos, uno a uno, despacio, tal y como describen aquellos que han vivido una experiencia cercana a la muerte.
Marcos la encontró en el momento en el que más necesitaba unos brazos que la ampararan. Que la abrazaran. Que la acercaran al calor de un corazón que palpitara por ella, protegiéndola de todo aquello que pudiera hacerle daño. Se sentía la mujer más feliz y afortunada del mundo; todos aquellos cuentos de hadas —que sus amigas decían no existir—, los vivía ella en una dulce conexión entre la ficción y la realidad a cada momento del día junto a él. Cada mirada. Cada caricia. Cada suspiro. Llevaban sus nombres unidos sin posibilidad de separarse. Sin darse cuenta, poco a poco su individualidad se alejaba de ella uniéndose a la de Marcos —quien, por supuesto, no había perdido la suya— y no se percató de lo alejada que estaba de sí misma hasta un buen día, frente al televisor, en el que ocurrió lo que todos veían que pasaba a su alrededor y ella era incapaz de creer posible. Fue en ese mismo momento, como caído del cielo, como si de una iluminación se tratara, cuando sus ojos —no abiertos antes a esa posibilidad bajo ningún concepto— vieron lo que el resto veía que pasaba con claridad a su alrededor. Sin ninguna duda. Sin ninguna dubitación. De una manera más que clara, transparente.
Ya sabéis lo que se dice, se actúa con emoción y se explica con razonamiento… O algo así. En fin, volvamos al momento en el que todo se materializó y descubrió cuál es el significado más mundano y palpable de la realidad.
—Bueno creo que por hoy ya es suficiente, ¿no? —sentenció Marcos sin previo aviso.
—¿Suficiente? —respondió ella sin entender muy bien a qué se refería—. ¿Nos vamos ya… a la cama?
—Tú puedes hacer lo que quieras, yo buscaré algo en la tele o algún juego de la Play que me entretenga hasta que me acueste.
—Entonces no entiendo a qué te refieres con ese «hoy ya es suficiente»… —respondió, intentando no parecer excesivamente molesta.
Ya os podéis imaginar su cara. Su expresión. La velocidad sin control de la sangre que recorría sus venas… No podía creerlo. Se levantó y, sin articular ninguna palabra más, al igual que él, fue a su habitación. La de ambos. Se introdujo bajo las sábanas frías y solitarias de su cama, que más que nunca sintió suya con dolor al saber que en realidad era, de nuevo, la de ambos, y decidió no pensar. A raíz de esa noche, una fina capa de niebla pareció envolverlos, y por salud mental —el cerebro sabe encontrar cómo lamerse las heridas—, decidió mirar a otro lado, hasta que dos semanas después…
—Este videojuego es increíble. Lo máximo, nada puede superarlo.
En su mirada podía