Independencia en la granja
Por Jose Serralvo
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Independencia en la granja - Jose Serralvo
Renacimiento
© Jose Serralvo
© 2018. Editorial Renacimiento
www.editorialrenacimiento.com
polígono nave expo, 17 • 41907 valencina de la concepción (sevilla)
tel.: (+34) 955998232 • [email protected]
Diseño de cubierta: Equipo Renacimiento, sobre una ilustración de Daniel Miñana
isbn ebook: 978-84-17266-19-8
A quienes sueñan, desde hace ya décadas,
con una Europa sin fronteras.
«La idea de nación es uno de los medios soporíferos más eficaces que ha inventado el hombre. Bajo la influencia de sus efluvios, puede un pueblo ejecutar un programa sistemático del egoísmo más craso, sin percatarse en lo más mínimo de su depravación moral; aún peor, se irrita peligrosamente cuando se le llama la atención sobre ello».
Rabindranath Tagore
«Las fronteras son las cicatrices que la historia ha dejado grabadas en la piel de la Tierra».
Josep Borrell
Nota del autor
Fábula Del lat. fabŭla
1. f. Breve relato ficticio, en prosa o verso, con intención didáctica o crítica frecuentemente manifestada en una moraleja final, y en el que pueden intervenir personas, animales y otros seres animados o inanimados.
Esta fábula no está basada en hechos reales.
Cualquier parecido entre los animales de esta fábula y personajes (de carne y hueso) del panorama político español ha de considerarse una mera coincidencia.
Todas las opiniones expresadas a lo largo de la fábula pertenecen al narrador de la misma y no necesariamente al autor de la obra.
Nota del autor
(bis)
Sí, otra vez yo. Disculpen esta segunda interrupción, pero tengo algo importante que contarles. Algo relacionado con los intentos de censurar esta novela, y con la forma en que el genio de Nabokov siempre acaba salvándome el culo (metafóricamente hablando) en el último minuto. Ustedes han oído hablar de Nabokov, ¿no es cierto? Me refiero a ese escritor ruso de frente turgente que estaba obsesionado con las nínfulas, los diccionarios y los narradores no fiables. Políglota empedernido. Mago del humor. Autor de Lolita. Ajá. Exacto: Lo-li-ta. Y óiganme bien: si se disponen a leer acerca de las andanzas del ínclito marrano Puerquimón, si sostienen este libro entre sus manos, en definitiva, si estas páginas fueron siquiera impresas, ha sido en parte gracias a él.
Empezaré por el principio. O al menos por la mitad. Allá por la época en que concluí mi segunda novela: El niño que se desnudó delante de una webcam. Corría el año 2013 y por aquel entonces andaba dando tumbos por los meandros de la selva nariñense, en la frontera entre Colombia y Ecuador. Dormía la mayor parte de las noches en una mosquitera, calzaba botas de caucho (cuyo interior revisaba cada mañana de forma religiosa en busca de culebras) y de vez en cuando, si tenía suerte, tomaba cerveza caliente junto a guerrilleros barbudos a los que trataba de convencer de tal o cual cosa. Por las tardes había poco que hacer. Teníamos prohibido desplazarnos a partir de las 17,00 h. y no había electricidad, ni internet, ni siquiera señal para el Nokia de carcasa rasguñada que llevaba en mi mochila, de modo que la literatura se volvió más imperiosa que nunca. Fue en ese rincón del mundo, entre samanes y yarumos, a veces con una linternita adosada a la frente, donde escribí la historia de Dave Timberthirdleg, un menor de edad que sufría abusos sexuales a través de internet y que después, como ocurre a menudo en los conflictos bélicos de que tengo constancia, acababa convirtiéndose él mismo en abusador de menores. Ya saben: la víctima que se torna verdugo.
En cuanto salí de la selva contacté a Maru de Montserrat, mi agente literaria de aquel entonces, con la esperanza de venderle el proyecto. Su respuesta no pudo resultar más desalentadora. Según ella, «el tema de la pedofilia [era] grave, serio, tabú y MUY delicado» y lo mejor era tirar el manuscrito a la basura y «escribir novela negra (al estilo de los clásicos contemporáneos)… con un final a lo Joël Dicker». Un tipo menos cabezota que yo se habría dado por vencido de inmediato. Pero para entonces, amén de un irreversible proceso de sinapsis neuronal que me había convertido en un muchacho de lo más perseverante (por decirlo de forma suave), ya había pasado dos años de mi vida en París. Y durante aquel tiempo me había convencido a mí mismo de que mis libros debían adherirse a una concepción sartriana, o vargasllosiana, de la literatura. El propósito de escribir no podía ser únicamente el entretenimiento. Había que mirar alrededor, ver lo que no funcionaba y dejar testimonio. Intentar salvar una parte de este mundo imperfecto de los caprichos del homo sapiens. Albergar, en contra del consejo de Kavafis, vanas esperanzas.
De modo que rescindí el contrato con mi agencia y me lancé a la búsqueda de editor. No tenía ni idea de por dónde empezar, pero tuve la buena fortuna de que un joven escritor de mi ciudad, Javier López Menacho, a quien por entonces no conocía, estaba armando un montón de ruido con una novelita deliciosamente sartriana: Yo, Precario. Su editorial, Los Libros del Lince, no era ni muy grande ni muy pequeña, de modo que me animé a probar suerte en la ardua tarea de representarme a mí mismo. El 10 de noviembre de 2013 escribí un correo a Enrique Murillo, el mismísimo Lince. Para evitar una respuesta como la de Maru de Montserrat –que en mi humilde opinión reflejaba un profundo desconocimiento de la historia de la literatura, o cuanto menos una palpable incapacidad para entrelazar los hitos que la jalonaban–, le hablé de Platón y de Gide, de Thomas Mann, de Marguerite Yourcenar, de Nabokov. Quería que me tomasen en serio. El 19 de noviembre, ante la ausencia de réplica, volví a escribir a Murillo. En esa segunda ocasión, su respuesta no se hizo esperar. Me confesó que estaba abrumado por el trabajo, pero añadió una frase que me pilló por completo desprevenido (en aquél entonces yo no sabía nada de Enrique): «Estoy siempre desbordado… pero a este viejo traductor de Nabokov le interesa leer ese nuevo libro». El hombre orquesta de las letras españolas, lector, traductor, escritor, periodista y editor, se animó a leer la novela y la publicó un año y medio más tarde.
De modo que cuando en febrero de 2018 concluí el manuscrito de Independencia en la granja ya había tenido mis escarceos con la censura. Conocía la hipocresía de una parte de nuestro mundo cultural y la ignorancia de quienes son incapaces de mirar más allá de un título o una temática. Así que casi no me sorprendió que varias personas de mi entorno intentasen disuadirme cuando empecé a hablarles de Puerquimón. Tuve que soportar una miríada de advertencias: «No es el momento», «Vas a arruinar tu carrera», «Es un tema demasiado polémico, casi una religión», «No te puedes meter con el nacionalismo», etcétera[1]. Sin embargo, aquí confluían dos factores importantes. En primer lugar, que hay una serie de temas que me interesan sobremanera, a saber: la religión, la sexualidad y el nacionalismo, así que no iba a dejar escapar la oportunidad de articular una novela en torno a uno de ellos. Y en segundo lugar, que, tal y como adelantaba unas líneas más arriba, soy terco como una mula. Cuando alguien intenta impedirme que defienda mis convicciones, suelo reaccionar dando coces con más fuerza –sobre todo si los obstáculos en cuestión se fundamentan en pretextos que no casan con mi propia ética. De modo que me desviví para que Independencia en la granja llegase a manos de un editor.
Supongo que nadie va a denunciar al pobre narrador de esta fábula –sería como si Stalin se hubiese querellado con la pluma de Orwell, o como intentar llevar a juicio a Ferdinand Bardamu por promover la deserción y la cobardía en pleno período de entreguerras–, pero con miras a evitar desplantes por culpa de mi cándido preámbulo, omitiré a partir de ahora ciertos nombres propios. Sólo diré que la persona que se animó por fin a publicar mi manuscrito es alguien del mundo de la cultura, un tipo afable y valiente, y a quien desde hace tiempo considero un buen amigo. Llamémosle, por seguir un poco con el tema, Humberto Humberto.
Pues bien, resulta que en cuanto Humberto Humberto quiso publicar Independencia en la granja se topó con la oposición (y hasta donde me pareció entender, la furia impetuosa) de su socia de negocios, a la que llamaremos señorita Mist. Sin embargo, Humberto Humberto no se dejó arredrar por la señorita Mist y recurrió a cuantas artimañas fue necesario para firmar un contrato de edición con quien suscribe, dejando al margen el negocio cultural que gestiona de forma conjunta con la segunda persona que intentaba arrojar una de mis obras al Index librorum prohibitorum. Y aquí surge toda una subtrama de rencores, puñaladas traperas y amenazas, que llevaron a que la publicación de Independencia en la granja se pospusiese una y otra vez, pese a que (muy a mi pesar) estuve incluso dispuesto a permitir que el libro saliese a la venta con pseudónimo. Con todo, mi amigo Humberto Humberto no se desanimó ni arrojó en ningún momento la toalla, aun cuando todo parecía indicar que, en caso de ir a imprenta, el libro nacería muerto de antemano: sin una editorial que lo respaldase y sin una distribuidora que lo hiciese llegar a las librerías (la señorita Mist prohibió que se usasen los canales de distribución ordinarios de la empresa a la que me estoy refiriendo) mi novela parecía condenada a sucumbir a la entropía de unos almacenes oscuros y llenos de telarañas. En este caso, y es importante aclararlo, la censura no era, hasta donde sé, de índole ideológica. A día de hoy creo que la señorita Mist no aborrecía ni la temática ni la toma de postura de mi novela –a diferencia de lo que le había ocurrido a Maru de Montserrat con El niño que se desnudó delante de una webcam–. Nos hallábamos simplemente ante un problema de índole económica: el mundo cultural está lleno de nacionalistas, y las repercusiones para la empresa de Humberto Humberto y la señorita Mist podían ser catastróficas –o eso creía al menos esta última– si se animaban a difundir las aventuras de Puerquimón. De modo que ni agazaparse tras sellos editoriales inexistentes ni embozarse con un pseudónimo fueron suficiente para que el proyecto saliese adelante (y me estoy refiriendo a un manuscrito que contaba ya con una portada y galeradas hiperrevisadas, listas para ir al taller).
Personalmente, viví esta censura con más enfado y ansiedad que la primera. No me sorprende que un agente literario no haya leído a Foster Wallace, o a Thomas Mann, o a Gide, o a Faulkner, y que crea que los abusos a menores son un tema «grave, serio, tabú» en la por lo demás omnicomprensiva historia de la literatura (no hay problema o inquietud humana que no pulule ya por sus páginas). Pero me hierve la sangre al pensar que uno no puede oponerse a la xenofobia nacionalista porque sus secuaces controlan una buena parte de la prensa, determinados medios de comunicación audiovisuales y más de un grupo editorial, y reparten subvenciones públicas a mansalva, y el riesgo de perder ciertas prebendas acaba tornándose, al parecer, en justificación de la propia censura. El único paralelismo posible es el silencio y la tergiversación que imperan en buena parte de Estados Unidos (y en algunos países de Europa) en lo que concierne a la ocupación de Palestina por parte de Israel.
Por un momento, pensé que Independencia en la granja se quedaría para siempre en un cajón. Hasta que tuve la buena fortuna de hablar con Juan Bonilla, a quien conocí en persona hace apenas dos semanas, pero con quien he mantenido una correspondencia irregular por espacio de tres años, desde que nos presentase Enrique Murillo, mi antiguo y querido editor (quien, sospecho, deseaba que alguien menos puritano que Maru de Montserrat me animase a seguir escribiendo sobre aquello en lo que creo). Además de ser un intelectual que conoce de primera mano lo que significa que le censuren proyectos culturales por culpa de los desmanes de la mojigatería ibérica, Juan Bonilla es sin duda el mejor estudioso de Nabokov en nuestro país y, al igual que Murillo, conoce de sobra las adversidades a las que tuvo que hacer frente el escritor ruso para publicar Lolita, y ello pese a que se trata –según el consenso de la crítica– de una de las mejores novelas de todo el siglo XX.
Bonilla, a su vez, me puso en contacto con Abelardo Linares, poeta y director de la editorial Renacimiento, quien no vaciló ni un instante sobre la pertinencia de publicar Independencia en la granja, esta vez sin imponerme un pseudónimo que no deseaba y sin las cortapisas de una socia amedrentada por las consecuencias de decir en voz alta lo que todos deberíamos defender: que los nacionalismos son una ideología retrógrada, decimonónica y xenófoba; que atentan contra los más básicos valores democráticos y coartan los cimientos del proyecto europeo. Por el camino, sería un ingrato si no lo menciono, conté también con el apoyo de Palmira Márquez, mi nueva agente, que avaló mi terquedad y acabó respaldando incluso mis decisiones más impulsivas.
Como