Esposa oculta
Por Carrie Weaver
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J.D. McGuire estaba acostumbrado a solucionar los enredos provocados por su hermano, pero aquél era el peor de todos. Y antes de que pudiera hacer nada, Eric fue asesinado y Maggie se convirtió en sospechosa. Aunque le habría encantado alejarse de todo aquello, J.D. no tardó en darse cuenta de que deseaba ayudarla. Pero, ¿cómo iba a confiar en ella si sabía que le estaba mintiendo y que su hermano no era el padre del hijo de Maggie?
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Esposa oculta - Carrie Weaver
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2005 Carrie Weaver
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Esposa oculta, n.º 258 - noviembre 2018
Título original: The Secret Wife
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com
I.S.B.N.: 978-84-1307-242-5
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Epílogo
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Prólogo
CATORCE dólares y treinta y siete céntimos eran todo lo que se interponía entre Maggie McGuire y la indigencia. Se metió el cambio en el bolsillo, junto con los billetes húmedos y arrugados.
El área de descanso de la autopista de Oklahoma estaba bastante desolada para ser viernes por la mañana. O eso imaginaba Maggie. Ella raramente se aventuraba más allá de los límites de Arizona.
Echó una miradita por la ventanilla del coche y vio que David se retorcía mientras dormía. El asiento del coche era demasiado estrecho. El bebé necesitaba espacio para estirarse y rodar.
¿Qué clase de madre arrastraría a su hijo por todo el país hasta Arkansas? ¿Y para qué? ¿Por si acaso Eric reaparecía en aquella reunión familiar? ¿Eric, que pensaba que la familia era un lastre en su vida?
Maggie se había dicho que no tendría que llegar a aquello, que perder el trabajo no era el fin del mundo. Sin embargo, había descubierto rápidamente que no había muchos trabajos a los cuales pudiera llevarse a su bebé, sobre todo en los trabajos nocturnos. La guardería donde había trabajado durante los seis meses anteriores había sido perfecta, pero el edificio iba a ser demolido y en su lugar se construiría un centro comercial.
Mientras se apartaba el pelo de la frente, se imaginó que la coleta se le habría deshecho en algún lugar de Nuevo México. En aquel momento tenía la melena rojiza suelta, salvaje, recordándole que no podía permitirse ni un corte de pelo.
Eric.
Miró al cielo. Estaba despejado, y el aire era fresco y cálido. Inocente.
Ella también había sido inocente, hacía mucho tiempo.
David comenzó a gimotear.
Maggie miró a su bebé, y experimentó un fuerte sentimiento de protección.
Eric había echado por tierra sus sueños, pero la había dejado con un regalo precioso.
Un regalo al que casi se le habían terminado la leche en polvo y los pañales.
Sintió pánico al hacer recuento del contenido de la bolsa del bebé. Había cuatro pañales y cuatro dosis de leche. A Maggie le ardían los ojos mientras su mente fatigada hacía las cuentas.
Aquello le concedía seis horas más, como máximo.
Y quedaban todavía ocho para llegar a McGuireville.
Precisamente en aquel momento, el quejido de hambre del bebé resonó en su cabeza. David tenía clavados sus ojos en ella, con una mirada suplicante. Como si su culpabilidad maternal no fuera suficiente, Maggie estaba segura, por algún motivo, de que las autoridades sabrían el minuto exacto en el que la última gota de leche pasara por los labios de David. Y se lo quitarían. Exactamente igual que se habían llevado a su sobrina, Emma.
Maggie irguió los hombros y se apartó de la cabeza el espectro de que podía perder a su hijo. Nadie podría decir que era una madre inepta cuando tuviera un graduado en la mano y un trabajo decente. Pero, hasta entonces, debía la renta y las clases. Y entre ella y las autoridades sin nombre y sin rostro que la obsesionaban sólo se interponían catorce dólares.
El grito de hambre de David hizo que se pusiera en acción. Abrió la puerta del coche y desabrochó el cinturón de seguridad de la silla. El niño se quedó muy quieto, esperando con impaciencia.
Ella le besó una mejilla húmeda por las lágrimas, y después la otra.
—No te preocupes, cariño. Mamá va a arreglarlo todo muy pronto.
Sólo quedaban ocho horas más hasta McGuireville.
Capítulo 1
MAGGIE irguió los hombros y se preparó para lo imposible. Hacer una escena.
La puerta del gran salón de baile estaba ante sus ojos. Debido al dolor de cabeza y a los gritos de David casi le resultaba imposible pensar.
—Shh —dijo, y se colocó al bebé en la cadera—. Mamá lo arreglará todo, cariño —le prometió, aunque su tono de voz no era convincente, y sólo consiguió hacer que el niño llorara aún con más fuerza.
Tenía que hacerlo. No le quedaba más remedio.
Abrió la puerta antes de que el estómago se le rebelara por lo poco que había comido y por un terrible miedo a las confrontaciones. Al entrar, sintió una oleada de aire acondicionado, y el ruido sordo de las conversaciones se cernió sobre ella.
El aroma de la comida, de los platos de carne, pescado, verduras y patatas, consiguió que le rugiera el estómago de hambre y que se le hiciera la boca agua. Pareció que incluso David se calmaba por aquella abundancia.
Ella recorrió la sala con la mirada. Lo habría conocido en cualquier parte. Maggie podía estar ciega, sorda o aturdida, y aun así, sabría que él andaba cerca. La mera electricidad que provocaba su presencia era suficiente para causarle escalofríos.
Nada.
Maggie observó los preciosos vestidos, los trajes de verano. Sus pantalones vaqueros desgastados y sus zapatillas deportivas viejas no estaba a la altura, ni mucho menos.
—Creo que no voy adecuadamente vestida —le susurró a David—. Deséame suerte.
Le pareció que tardaba años en atravesar el salón, aunque sabía que debía de parecer un corredor de marcha moviendo los codos, concentrado en llegar cuanto antes a la meta. Finalmente, llegó hasta la tarima y se dio la vuelta frente a toda la gente que llenaba la habitación.
—Discúlpenme —dijo, pero su voz no llegó ni tan siquiera a la primera fila de mesas.
—Discúlpenme —repitió, un poco más alto.
Ellos apenas interrumpieron sus conversaciones.
A ella le ardía la cara. Aquél no era su lugar. Y si tuviera mucha suerte, la tierra se la tragaría.
Entonces miró a los ojos confundidos de su hijo y decidió que la vieja Maggie tendría que aprender nuevos métodos de hacer las cosas.
Se tragaría lo poco que le quedaba de orgullo y haría la escena más grande, ruidosa y desagradable que pudiera. Hasta que Eric saliera de su escondite y aceptara la responsabilidad de su hijo.
Lo que necesitaba era un megáfono, y la buscó con la mirada por la tarima.
Había un estrado muy cerca, con micrófono incluido, probablemente, para dar discursos sobre cómo los santos McGuire habían fundado el pueblo. Sin la ayuda de nadie, habían impulsado la economía. Habían engendrado vástagos de negocios.
Salvo Eric, claro. La oveja negra.
Maggie observó una vez más la multitud, con la esperanza de poder resolver aquello silenciosa, discretamente. Pero no lo vio por ninguna parte.
Probablemente estaría en el bar, divirtiéndose con alguna camarera.
Bien, pues ella iba a asegurarse de que él oyera lo que tenía que decir, incluso desde el bar.
La nueva Maggie caminó hasta el estrado y tomó el micrófono. Un chirrido muy agudo sobresaltó a David.
El silencio se hizo en aquella enorme sala, salvo por el grito de irritación de David.
Maggie intentó atraer la atención.
—Siento interrumpirlos durante su comida, señores. ¿Me oyen bien desde el final de la sala? No. Bien, entonces hablaré un poco más alto. Bien, ahora que ya tengo su atención, dejen que les cuente lo canalla que es Eric McGuire y después podrán seguir cenando.
La única respuesta fue un salón lleno de gente boquiabierta. Quizá fueran todos tontos. Quizá Eric fuera el más listo de toda su familia.
Aquella idea hizo que Maggie comenzara a hablar lentamente, pronunciando exageradamente, como si su público no entendiera el inglés.
—He dicho que… ¿dónde está ese canalla, vago, escoria de Eric McGuire?
En aquella ocasión, todo el mundo debió de oírla muy bien, porque todos dejaron escapar exclamaciones y jadeos de asombro, mientras seguían mirándola con los ojos muy abiertos.
—No puedes esconderte de mí, Eric. Sé que estás por ahí. Quítale las manos de encima a esa camarera y ven aquí a enfrentarte a mí como un hombre.
Ella observó las puertas dobles, pero ningún canalla, ni nadie más, entró al salón.
Una anciana de la segunda fila de mesas estaba intentando respirar. El tipo que estaba a su lado, que llevaba la cabeza afeitada y tenía las espaldas como el Monte Rushmore, le dio un vaso de agua y unos golpecitos en la mano, solícitamente.
David estaba succionando el hombro de Maggie, dejándole una mancha húmeda en la última camiseta limpia que tenía. El bebé tenía hambre, y la paciencia no era una de sus virtudes. Exactamente igual que su padre.
—Miren, éste es David. Es el hijo de Eric. Nosotros no hemos venido a causar problemas. Sólo necesitamos… ayuda.
La anciana jadeó mientras continuaba mirándolos de una forma muy extraña. El hombre que estaba a su lado le susurró algo al oído, le apretó el hombro y se dirigió hacia el estrado. El tipo era pura fuerza de la cabeza a los pies. Se tiró del blanquísimo cuello de la camisa mientras se acercaba a ella. La chaqueta le quedaba como un guante.
Se movía con elegancia y control, como si estuviera en una competición de culturismo de las que ella había visto en la televisión. El brillo malvado de sus ojos le dio a entender a Maggie que a él le encantaría sacarla de allí a patadas.
El hombre subió a la tarima y se colocó frente a ella para bloquearle la vista de la asamblea y viceversa. Estaba dispuesto y era capaz de bloquearle así la oportunidad de conseguir una vida mejor para su hijo.
—Eric —gritó ella—. Lo único que quiero es hablar…
Entonces, Maggie se quedó boquiabierta, cuando él sacó una galleta y se la dio a David. El llanto del bebé se ahogó cuando el niño comenzó a mascar extáticamente los carbohidratos. Después, el hombre le quitó a Maggie el micrófono y la tomó por el antebrazo.
—Pero…
—¿Quieres saber dónde está Eric? —le dijo él, con una voz grave que le retumbaba en el pecho.
Ella elevó la barbilla.
—Sí.
—Entonces, ven conmigo.
—No voy a ir a ningún sitio hasta que no hable con Eric.
—Hablarás con él —le dijo el hombre, con una sonrisa que no le alcanzó a los ojos, y con una voz suave aunque poco sincera.
Ella se mantuvo firme, mirándolo fijamente. Estaba claro que aquel tipo tenía la intención de sacarla de allí y entregarla a los guardias de seguridad.
—La gente ya ha pasado un mal rato —le dijo él, señalándole la sala llena de espectadores silenciosos—. No necesitan esto —le dijo, con los ojos entrecerrados, y después señaló al niño con la cabeza—. Ni él tampoco.
—Tiene un nombre. Se llama David McGuire.
El hombre la miró con dureza. Después volvió la cabeza y miró a la anciana. Cuando volvió a dirigirse a Maggie, lo hizo en un tono de desesperación.
—Por favor. Iremos a cualquier sitio a comer algo. Hay una cafetería muy cerca de aquí. El bebé… David, ¿no es eso? Él tiene que estar cansado y hambriento.
A ella le rugió de nuevo el estómago ante la mera mención de la comida. Su hijo se le retorció, apoyado en su cadera. Tenía la camiseta húmeda entre el cuerpo del niño y el suyo. Caliente y acre, sólo sería cuestión de minutos que el olor a orina de bebé se extendiera por el escenario.
—Sólo si me prometes que me dirás dónde está Eric. ¿Prometido?
—Por supuesto.
David también emitió su voto, en forma de grito enfadado. Había terminado la galleta y quería más. En aquel mismo momento. Y también un pañal seco.
—De acuerdo. Pero será mejor que no se trate de un truco.
Él extendió las manos hacia el bebé, pero David las apartó de un manotazo. Si el hombre no tenía galletas ni un biberón, él no quería tener nada que ver con el extraño.
—Ven conmigo.
Ella asintió, pero aparentemente, él no la creyó. La tomó por el codo y la sacó de la sala. Maggie sintió doscientos pares de ojos siguiéndolos hasta que llegaron a las puertas.
Mientras seguía a aquel hombre por el vestíbulo, Maggie no pudo evitar preguntarse cómo había llegado a aquella situación, al punto de haber sacrificado el respeto por sí misma y sus valores.
Pero, en realidad, no era un misterio. Todo se remontaba a Eric. Ella no había tenido ni una oportunidad. Ni una, desde la primera mirada.
Capítulo 2
EL HOMBRE titubeó, y después sostuvo la puerta para que Maggie saliera. Por su expresión tensa, quedaba claro que él no estaba seguro de que ella se mereciera tal cortesía.
Maggie mantuvo alta la cabeza. Estaba en la ruina, cierto, pero todavía tenía orgullo.
—¿Dónde está tu coche? —le preguntó él.
—En el aparcamiento este. ¿Por qué’
Él la miró con la ceja arqueada.
—Tienes un asiento para el bebé, ¿no? Mi coche no está convenientemente equipado para niños.
—Oh.
En su honor, Maggie tuvo que reconocer que él ni siquiera parpadeó al ver su viejo Toyota con los guardabarros distintos. Se limitó a esperar mientas ella trataba de colocar a David en la silla.
Sin embargo, el bebé estaba furioso. Tenía la cara congestionada, y los brazos y las piernas rígidas.
—¿Tienes alguna galleta más? —le preguntó Maggie, sin mirarlo a los ojos mientras le pedía comida. Ninguna madre decente permitiría que su hijo pasara tanta hambre.
Él se dio unos golpecitos en el bolsillo del pecho.
—No. No se me ocurrió tomar ninguna de camino a la puerta. Estaba ocupado.
—Está bien. Quizá podríamos vernos contigo allí. ¿En esa cafetería que has mencionado?
—Ni lo sueñes.
Finalmente, Maggie consiguió meterle los bracitos a David por las correas de seguridad. Al inclinarse hacia delante, sintió que el dolor de cabeza se le multiplicaba cuando un pequeño puñito le tiraba con fuerza de un mechón de pelo. Tuvo que contener un juramento. Estaba a punto de llorar mientras luchaba por conservar la paciencia.
—Va a ser un viaje muy ruidoso —le advirtió al hombre.
—Ya, ya me he dado cuenta. A propósito, me llamo J.D.
—Yo soy Maggie. ¿Está muy lejos la cafetería?
—No, a un par de kilómetros.
—Vamos —«por favor, Señor, que no se me acabe la gasolina».
Él encogió las piernas y se las arregló para encajarse en el asiento. Después se retorció hacia un lado para mirar su salpicadero. J.D. sacudió la cabeza y gruñó.
—¿Perdón?
—Tenemos que ir a una gasolinera. Sal hacia la izquierda. Está muy cerca.
—No necesito gasolina.
—Y un cuerno que no.
—Yo… eh… no tengo mi tarjeta de débito.
—Aceptan dinero en efectivo, como en la mayoría de los sitios.
Maggie rebuscó por su bolso, aunque sabía que no le quedaba ni un céntimo. Finalmente, se rió con incertidumbre.
—Eh… Supongo que tampoco tengo dinero.
—Yo invito. Tú conduce. Este niño me está dando dolor de cabeza.
J.D. tomo aire y dio gracias al cielo por un descanso de aquel bebé que aullaba. Y también de la última escapada de Eric, que había vuelto para que él resolviera sus consecuencias.
Las luces fluorescentes iluminaban la comida con un brillo verdoso. J.D. miró las estanterías repletas desde una nueva perspectiva. La tienda de la gasolinera parecía un pequeño supermercado. Y era la solución de algunos de sus problemas, al menos, de los más inmediatos.
Maggie estaba en la más completa ruina. Aquello era evidente.
Tomó pañales, leche en polvo y galletas para bebé. ¿Comida para bebé? Le parecía que el bebé tenía la misma edad, más o menos, que el hijo de su amigo Kirk: unos ocho o nueve meses. El pequeño Brandon se comía todo lo que había a la vista, incluyendo puñados de pelo de gato. Pelos de gato recién arrancados.
Mientras J.D. tomaba frascos, latas y pañales, se preguntaba cómo se había visto metido en aquella situación.
La respuesta era evidente. Por costumbre. Por la costumbre de arreglar todos los desaguisados de Eric. Y aquel desaguisado no era muy distinto del resto, salvo por la mujer. Ella era más joven de lo normal, y tenía una melena de rizos rojizos y brillantes. Las pecas que tenía en el puente de la nariz hacían que pareciera una granjera.
Eric debía de haber sufrido una digresión de su predilección habitual, las rubias de pechos del tamaño de Texas, porque aquella