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La búsqueda de Gobi: Un perrrita con un gran corazón (Una maravillos historia real)
La búsqueda de Gobi: Un perrrita con un gran corazón (Una maravillos historia real)
La búsqueda de Gobi: Un perrrita con un gran corazón (Una maravillos historia real)
Libro electrónico307 páginas2 horas

La búsqueda de Gobi: Un perrrita con un gran corazón (Una maravillos historia real)

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La búsqueda de Gobi es la milagrosa historia de Dion Leonard, un corredor de ultramaratones experimentado que se encontró con una perrita callejera mientras competía en una carrera de 155 millas a través del desierto de Gobi en China. La adorable cachorro, que luego nombró «Gobi», demostró que lo que le faltaba en tamaño, lo compensaba con el corazón. Gobi recorrió junto a Dion gigantescas dunas de arena y atravesó las montañas Tian Shan, aldeas y las arenas negras del desierto de Gobi, manteniendo el ritmo con él durante casi ochenta millas. Dion fue testigo de la increíble determinación y corazón de Gobi, y se dio cuenta que su propio corazón experimentaba también un cambio. Dion permitía que Gobi durmiera en su tienda de campaña por las noches, le compartía agua y alimentos de sus propias provisiones limitadas, a veces también la cargaba, aun sabiendo que eso significaba retrasarse en la carrera, o peor aún, le impedería terminar en absoluto. En las carreras anteriores de Dion, él se enfocaba en ganar y ser el mejor, pero esta vez su objetivo era asegurarse que su amistad con Gobi continuara mucho después de llegar a la meta. Sin embargo, antes de que pudiera llevarla a casa, Gobi desapareció en una inmensa ciudad china. Con la ayuda de desconocidos y el apoyo de gente alrededor del mundo, Dion inició la búsqueda para reencontrar al asombroso animal que le demostró a él y al mundo entero que los milagros son posibles.
IdiomaEspañol
EditorialThomas Nelson
Fecha de lanzamiento13 jun 2017
ISBN9780718098964
La búsqueda de Gobi: Un perrrita con un gran corazón (Una maravillos historia real)
Autor

Dion Leonard

Dion Leonard is an ultramarathon runner who has raced across the planet’s most inhospitable landscapes, such as the brutal Moroccan Sahara desert and South Africa’s Kalahari Desert. One race across the Gobi Desert in China turned out to be a completely different experience when Dion fell in love with a stray dog (later named Gobi) who followed him during the week and completed the race alongside him. Today, Dion and Gobi, along with Dion’s wife, Lucja, share Gobi’s amazing story in their bestselling books and speaking events.  

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    Hermosa historia de compañerismo y superación con un final feliz

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La búsqueda de Gobi - Dion Leonard

PRÓLOGO

EL EQUIPO DE CÁMARAS TERMINÓ ANOCHE; ALGUIEN de la editorial llega mañana. Aún puedo sentir el jet lag y otros efectos secundarios de llevar cuarenta y una horas de viaje en mi cuerpo, así que Lucja y yo hemos decidido ya hacer que esta, nuestra primera carrera del año, sea fácil; además, no solo tenemos que pensar en nosotros dos. Hay que tomar en consideración a Gobi.

Tomamos las cosas con calma al pasar frente al pub, bajar por el lado del Palacio de Holyrood, y ver el claro cielo azul que cede el paso al monte cubierto de verde que domina el horizonte de Edimburgo: Arthur’s Seat. Yo he subido hasta ahí más veces de las que puedo recordar, y sé que puede ser brutal. El viento puede ser tan fuerte de cara, que te empuja hacia atrás, y el granizo puede golpearte la piel como si fueran cuchillos. En días como esos, ansío los 49 ºC de calor del desierto.

Pero hoy no hay ni viento ni granizo. No hay nada brutal en el aire mientras ascendemos, como si el monte quisiera presumir en toda su gloria ante el cielo claro y sin nubes.

En cuanto pisamos la hierba, Gobi se transforma. Esta perrita que es lo bastante pequeña para que pueda llevarla bajo un brazo se convierte en un león feroz mientras va subiendo la cuesta.

—¡Vaya! —dice Lucja— ¡Mira qué energía tiene!

Antes de que yo pueda decir nada, Gobi se gira, con su lengua fuera, los ojos brillantes, las orejas hacia delante y sacando pecho. Es como si ella entendiera exactamente lo que ha dicho Lucja.

—Aún no has visto nada —digo yo a la vez que subo un poco el ritmo del paso en un intento por soltar la presión que hace la correa—. Así se comportaba cuando estábamos en las montañas.

Ascendemos un poco más, más cerca de la cumbre. Estoy pensando que, aunque le puse el nombre de un desierto, vi por primera vez a Gobi en las cuestas frías y accidentadas del Tian Shan. Ella es una verdadera escaladora, y con cada paso que damos se aviva cada vez más. Poco después, mueve la cola tan rápidamente que se desdibuja, y todo su cuerpo salta y palpita de pura alegría. Cuando ella vuelve a mirar hacia atrás, yo podría jurar que está sonriendo. Dice: ¡Venga! ¡Vamos!

En la cumbre, me empapo de todos esos paisajes tan familiares. Delante de nosotros se despliega todo Edimburgo, y más allá está el Puente Forth, las colinas de Lomond, y el camino West Highland, y yo he corrido cada uno de sus 154 kilómetros. También puedo ver North Berwick, a distancia de una maratón completa. Me encanta correr a lo largo de la playa, incluso en los días duros cuando el viento intenta derribarme y siento que cada kilómetro es toda una batalla en sí mismo.

Han pasado más de cuatro meses desde que estuve aquí. Aunque todo resulta muy familiar, también hay algo diferente.

Gobi.

Ella decide que ya es momento de descender, y me arrastra bajando la colina. No por el sendero, sino en línea recta. Yo voy saltando sobre penachos de césped y piedras del tamaño de maletas, y Lucja va siguiendo el ritmo detrás de mí. Gobi las sortea todas ellas con gran destreza. Lucja y yo nos miramos y reímos, disfrutando el momento que habíamos anhelado de ser una familia y poder correr juntos.

Por lo general, correr no es tan divertido como hoy; de hecho, para mí correr nunca es divertido. Quizá gratificante y satisfactorio, pero no tan divertido que te hace reír. No como es ahora.

Gobi quiere seguir corriendo, así que le dejamos que ella dirija. Nos lleva donde ella quiere ir, a veces otra vez más arriba en el monte, y otras veces hacia abajo. No hay ningún plan, ni tampoco una ruta predeterminada. Tampoco hay preocupaciones ni problemas. Es un momento despreocupado, y por eso y muchas otras cosas estoy agradecido.

Después de los últimos seis meses, siento que lo necesito.

He enfrentado cosas que nunca pensé que enfrentaría, todo ello debido a este pequeño manchón de pelo color marrón que tira de mi brazo como si me lo fuera a sacar. He encarado temor como nunca antes he conocido; también he sentido desesperación, del tipo que deja viciado y sin vida el aire que te rodea. He enfrentado la muerte.

Pero esa no es la historia completa. Hay mucho más.

Lo cierto es que esta pequeña perrita me ha cambiado de maneras que creo que tan solo comienzo a comprender. Quizá nunca llegue a entenderlo del todo.

Sin embargo, sé lo siguiente: la búsqueda de Gobi fue una de las cosas más difíciles que he hecho jamás en mi vida.

Pero ser encontrado por ella, eso fue una de las mejores cosas.

PARTE 1

1

DESPUÉS DE ATRAVESAR LAS PUERTAS DEL AEROPUERTO me encontraba en China. Hice una pausa y permití que mis sentidos pudieran encajar el fuerte golpe de ese caos. Mil motores que aceleraban en el estacionamiento se enfrentaban en batalla contra mil voces que me rodeaban mientras la gente gritaba a sus teléfonos.

Las señales estaban escritas en caracteres chinos y también en lo que me parecía ser árabe. Yo no sabía leer ninguno de los dos idiomas, así que me uní a la multitud de cuerpos que supuse que estaban esperando un taxi. Yo era treinta centímetros más alto que la mayoría de las personas, pero por lo que a ellos respectaba, yo era invisible.

Estaba en Urumqi, una ciudad en rápido crecimiento en la provincia de Xinjiang, en lo alto de la esquina superior izquierda de China. Ninguna ciudad del mundo está tan lejos de un océano como Urumqi, y mientras llegábamos por aire desde Beijing, observaba cómo cambiaba el terreno: de ser montañas abruptas y nevadas a ser vastos trechos de desierto vacío. En algún lugar allí abajo, un equipo de organizadores de carreras había trazado una ruta de 250 kilómetros que acogía esas cumbres heladas, vientos incesantes, y el monte bajo adusto y con matorral conocido como el Desierto de Gobi. Yo iba a cruzarlo corriendo, realizando un poco menos de una maratón al día durante cuatro días, después casi dos maratones el quinto día, y correr durante una hora a toda velocidad en la etapa final de diez kilómetros que pondría fin a la carrera.

Se denomina «ultramaratones» a este tipo de carreras, y es difícil pensar en una prueba más brutal de resistencia mental y física. Personas como yo pagamos miles de dólares por el privilegio de hacernos soportar pura agonía, perdiendo el cinco por ciento de nuestro peso corporal en el proceso, pero vale la pena. Conseguimos correr en algunas de las partes más remotas y más pintorescas del mundo, y tenemos a nuestro lado una red de seguridad de un equipo de apoyo dedicado y un equipo médico con mucha formación. A veces, estos retos pueden llegar a ser intensos y atroces, pero también son transformadores.

A veces las cosas no van tan bien. Como la última vez que intenté correr seis maratones en una semana, y terminé en medio del pelotón en agonía. En ese momento sentía que eso era terminal, como si nunca más pudiera volver a competir, pero me recuperé lo bastante para poder repetir una última vez. Si podía correr bien en la carrera del Gobi, quizá me quedarían aún algunas carreras más; después de todo, en los tres años desde que me había tomado en serio las carreras, había descubierto lo bien que uno se sentía al estar sobre el podio. El pensamiento de no volver a competir más me revolvía el estómago.

Si las cosas iban realmente mal, como había sucedido con otro competidor en esa misma carrera unos años atrás, yo podía terminar muerto.

Según la Internet, el trayecto desde el aeropuerto hasta el hotel había de tomar unos veinte o treinta minutos, pero cuanto más nos acercábamos a la marca de ese lapso de tiempo, más agitado estaba el conductor. Cuando me dio un precio tres veces más alto de lo que yo esperaba, me lo había dicho malhumorado, y desde ahí las cosas fueron de mal en peor.

Cuando llegamos y nos detuvimos al lado de un edificio de ladrillo rojo, él agitaba los brazos e intentaba hacerme salir del taxi. Yo miré por la ventanilla, y después otra vez a la imagen de baja resolución que yo le había mostrado cuando comenzamos el trayecto. Si entrecerrabas un poco los ojos tenía cierta similitud, pero era obvio que él no me había llevado a un hotel.

—¡Creo que necesita lentes, amigo! —dije yo, intentando mantener un tono bajo y hacer que él viera el lado divertido. No funcionó.

A regañadientes, agarró su teléfono y gritó a alguien que estaba en el otro extremo de la línea. Cuando finalmente llegamos a mi destino él estaba furioso, y mientras se alejaba quemando neumático sacudía sus puños.

No es que a mí me hubiera molestado. Tanto como los ultramaratones apalean el cuerpo, también atacan la mente. Uno aprende rápidamente a bloquear distracciones y cosas un poco molestas como uñas de los pies caídas o pezones que sangran. El estrés proveniente de un taxista enfurecido no era nada que yo no pudiera pasar por alto.

El día siguiente fue otra historia.

Tenía que alejarme de la ciudad unos cientos de kilómetros en el tren bala para llegar a las oficinas centrales de la carrera en una ciudad grande llamada Hami. Justo desde el momento en que llegué a la estación en Urumqi, supe que me esperaba un viaje que probaría mi paciencia.

Nunca había visto tanta seguridad en una estación de tren. Por todo lugar había vehículos militares, barricadas temporales de metal que canalizaban a los viandantes, y tráfico que pasaba al lado de guardias armados. Me habían dicho que me concediera dos horas para montarme en el tren, pero mientras miraba fijamente a la gran oleada de personas que tenía por delante, me pregunté si ese periodo de tiempo sería suficiente. Si el viaje en taxi del día anterior me había enseñado algo, fue que, si perdía mi tren, estaba seguro de que no podría vencer la barrera del idioma y volver a reservar otro billete; y si no llegaba ese día al punto de reunión de la carrera, ¿quién sabía si incluso me dejarían comenzar?

El pánico no iba a ayudarme a llegar a ninguna parte. Tomé el control de mi respiración, me dije a mí mismo que me calmara, y atravesé lentamente el primer control de seguridad. Cuando lo pasé sin problema y pude saber dónde tenía que ir para recoger mi billete, descubrí que estaba en la fila equivocada. Me puse en la correcta, y para entonces ya iba muy retrasado. Si eso fuera una carrera, pensé, yo estaría al final del pelotón. Yo nunca corría al final.

Cuando tuve mi billete, me quedaban menos de cuarenta minutos para pasar por otro control de seguridad, que un policía con demasiado celo examinara con detalle forense mi pasaporte, abrirme camino a la fuerza hasta situarme por delante de una fila de cincuenta personas que esperaban facturar, y quedarme de pie, boquiabierto, resollando y mirando frenéticamente señales y carteles que no sabía leer, preguntándome dónde diablos tenía que ir para encontrar la plataforma correcta.

Afortunadamente, yo no era totalmente invisible, y un hombre chino que había estudiado en Inglaterra me dio unos golpecitos en el hombro.

—¿Necesita usted ayuda? —me dijo.

Me dieron ganas de darle un abrazo.

Tenía el tiempo justo para sentarme en la zona de salidas cuando toda la gente a mi alrededor se giró y observó mientras la tripulación del tren pasaba por nuestro lado. Era como una escena sacada de un aeropuerto de la década de 1950: los conductores con sus uniformes inmaculados, guantes blancos y un aire de control total, y las azafatas viéndose preparadas y perfectas.

Yo los seguí hasta el tren y, exhausto, me hundí en mi asiento. Habían pasado casi treinta y seis horas desde que me fui de casa en Edimburgo, y traté de vaciar mi mente y mi cuerpo de la tensión que se había ido acumulando hasta entonces. Miré por la ventanilla en busca de algo que me interesara, pero durante horas y horas el tren tan solo avanzaba deslizándose por un paisaje insulso que no estaba cultivado lo suficiente para ser tierra de labranza y tampoco estaba lo bastante vacío para ser un desierto. Era solamente terreno, y así siguió durante cientos y cientos de kilómetros.

Agotado y estresado. No era así como yo quería sentirme al estar tan cera de la carrera más grande que iba a encarar hasta entonces en mi breve carrera como corredor.

Había participado en eventos más prestigiosos, como la mundialmente famosa Maratón des Sables, en la que se está de acuerdo universalmente que es la carrera pedestre más dura de la tierra. En dos ocasiones había estado en la línea junto a otros mil trescientos corredores y había competido cruzando el Sahara mientras la temperatura llegaba hasta los 38 ºC por el día y se desplomaba hasta los 4,5 ºC en la noche. Incluso había terminado en un respetable puesto trigésimo segundo la segunda vez que la corrí. Pero habían pasado quince meses desde entonces, y habían cambiado muchas cosas.

Había comenzado a tomar nota de los cambios durante una carrera por el desierto del Kalahari. Me había forzado a mí mismo mucho, demasiado, para terminar en segundo lugar, mi «primera llegada con podio» en una carrera por etapas. No me había mantenido lo bastante hidratado y, como resultado, mi orina tenía el color de la Coca-Cola. En mi país, mi médico dijo que yo había causado que mis riñones se encogieran debido a la falta de líquido, y el correr tanto los había dañado dando como resultado sangre en mi orina.

Unos meses después comencé a tener palpitaciones cardíacas durante otra carrera. Podía sentir que mi corazón latía desbocado, y me alcanzó un golpe doble de angustia y mareo.

Esos dos problemas volvieron a aparecer en cuanto comencé en el Maratón des Sables. Desde luego, ignoré el dolor y me obligué a mí mismo a seguir todo el camino hasta llegar a terminar entre los primeros cincuenta. El problema fue que me había forzado tanto que, en cuanto llegué a casa, el tendón de mi corva izquierda sufría violentos y dolorosos espasmos cada vez que intentaba caminar, por no hablar de correr.

Estuve en reposo durante los primeros meses; después, durante los meses siguientes entraba y salía de salas de consulta de fisioterapeutas, oyendo todo el tiempo lo mismo: necesitaba probar cualquiera que fuera la combinación nueva de ejercicios de fortaleza y acondicionamiento que ellos me sugerían. Los probé todos; y nada me ayudó a volver a correr.

Fue necesaria la mayor parte de un año para encontrar a algunas personas que supieran lo que estaba sucediendo y descubrir la verdad: parte de mi problema era que no estaba corriendo correctamente. Yo soy alto, mido más de 1,82, y aunque mi zancada larga, regular y grande la sentía como fácil y natural, no estaba poniendo en marcha todos los músculos que debería haber utilizado.

Por lo tanto, mi carrera en China era mi primera oportunidad en una competición dura de poner a prueba mi nueva zancada, más rápida y más corta. En muchos aspectos me sentía fenomenal. Había podido correr durante horas seguidas en casa sin sentir dolor, y había seguido mejor que nunca mi dieta normal antes de una carrera. Durante los tres meses anteriores había evitado por completo el alcohol y la comida basura, comiendo no mucho más que pollo y verduras. Incluso había eliminado el café, con la esperanza de que eso pusiera fin a las palpitaciones.

Si todo ello daba resultado, y yo corría tan bien como creía que podría hacerlo en China, abordaría la prestigiosa carrera que los organizadores tenían programada más adelante en el año: cruzando las llanuras salinas de Atacama en Chile. Si ganaba allí, estaría en la forma perfecta para regresar al Maratón des Sables el año siguiente y llegar a ser alguien de renombre.

Yo fui el primer pasajero en bajar cuando llegamos a Hami, y estaba al frente del grupo cuando nos dirigimos hacia la salida. Pensé: Así está mejor.

El guardia que se ocupaba del punto de seguridad puso fin rápidamente a mi alegría.

—¿Qué hace usted aquí?

Podía ver una larga fila de taxis fuera de la puerta, todos ellos esperando al lado de una acera vacía a que los pasajeros solicitaran sus servicios. Yo intenté explicarle sobre la carrera y decir que quería salir y llamar a un taxi, pero supe que no había caso. Él miraba de modo burlón mi pasaporte y a mí, y después me indicó que lo siguiera hasta un camión que hacía las veces de oficina.

Me tomó media hora explicar para qué eran todos los paquetes de gel energético y alimentos deshidratados, e incluso entonces no estuve convencido de que él me creyera. Principalmente creo que me dejó ir por aburrimiento.

Cuando conseguí salir y acercarme a la acera, las multitudes ya se habían ido; y también se habían ido los taxis.

Estupendo.

Me quedé allí solo esperando. Estaba fatigado, y quería que ese ridículo viaje terminara.

Treinta minutos después llegó un taxi. Me había asegurado de imprimir en escritura china la dirección de mi hotel antes de salir de Urumqi, y mientras hacía señas a la taxista, me agradó ver que ella pareció darse cuenta. Me subí al asiento trasero, aplasté las rodillas contra la rejilla de metal, y cerré los ojos mientras partíamos.

No habíamos recorrido ni treinta metros cuando el auto se detuvo. Mi conductora estaba aceptando a otro pasajero. Tan solo sigue la corriente, Dion. No veía que quejarme sirviera de nada; al menos, hasta que ella se giró hacia mí, señaló la puerta, y dejó perfectamente claro que el otro pasajero era un cliente mucho mejor y que yo ya no era bienvenido en el taxi.

Regresé caminando, pasé otros veinte minutos hasta atravesar los inevitables controles de seguridad, y me puse en la fila otra vez, yo solo, en la acera desierta de los taxis.

Finalmente, llegó otro taxi. El conductor estaba contento y fue educado, y supo exactamente dónde ir; de hecho, parecía tener tanta confianza que cuando se detuvo delante de un edificio grande y gris diez minutos después, no se me ocurrió comprobar que realmente estaba en el hotel correcto; tan solo le entregué el dinero, saqué mi bolsa después de bajarme, y escuché mientras él se alejaba.

Cuando llegué a la entrada fue cuando me di cuenta de que estaba claramente en el lugar equivocado. No era un hotel, sino un bloque de oficinas. Un bloque de oficinas en el cual nadie hablaba inglés.

Durante cuarenta minutos intenté comunicarme con ellos, ellos intentaron comunicarse conmigo, y las llamadas de teléfono que hice a no sabía quién no nos ayudaron en nada. Solamente cuando vi a un taxi pasar lentamente por delante del edificio agarré mi bolsa, salí corriendo, y supliqué al taxista que me llevara donde necesitaba llegar.

Treinta minutos después, mientras estaba de pie contemplando la cama vacía en el hotel asignado que los organizadores habían reservado, respiré de alivio en voz alta.

—Nunca, nunca más voy a regresar a China.

Lo que me molestaba no era la frustración de no ser capaz de comunicarme adecuadamente o ni siquiera los dolores musculares y la grave fatiga. Todo el día había peleado duro contra el impulso de preocuparme, pero a medida que llegó una cosa tras otra, terminé poniéndome nervioso; no era lógico y no tenía sentido. Me recordé a mí mismo una y otra vez que había programado tiempo de sobra para llegar desde Beijing hasta el comienzo de la carrera, y pensé que incluso si hubiera perdido mi tren podría haber encontrado un modo de enderezar las cosas; y sabía, en lo profundo de mi ser, que cualquier dolor producido por los dos días anteriores desaparecería pronto cuando comenzara a correr.

Aun así, cuando llegué al hotel que estaba cerca de las oficinas de la carrera estaba más ansioso de lo que nunca había estado antes de ninguna carrera en la que hubiera participado.

La fuente de mi nerviosismo no era el viaje y tampoco era el conocimiento de los retos físicos que tenía por delante; era algo mucho, mucho más profundo que eso.

Era la preocupación de que aquella pudiera ser mi última carrera. Era el temor a que algo que yo amaba estuviera a punto de serme arrebatado.

Martes, 3 de enero de 1984. El día después de mi noveno cumpleaños. Fue entonces cuando entendí por primera vez cuán rápidamente puede cambiar la vida. El día había sido estupendo, empapado de un hermoso sol de verano australiano. En la mañana había montado en mi bicicleta saltando algunos obstáculos que yo mismo había fabricado mientras papá y mamá leían los periódicos y mi hermana de tres años jugaba en el jardín cerca del apartamento de Nan en el piso de abajo de la casa. Finalmente me las había arreglado para perfeccionar mi voltereta en el trampolín, y después del almuerzo papá y yo salimos fuera con nuestros bates de críquet y algunas pelotas viejas. Él se estaba recuperando de un brote de bronquitis, y era la primera vez en muchísimo tiempo que hacía un poco de deporte conmigo al aire libre. Él me enseñó a sostener el bate de la manera correcta para golpear la pelota tan duro y tan alto que recorriera el césped y llegara más allá del límite lejano de nuestra propiedad.

Cuando finalmente entré ya avanzada la tarde, descubrí que la casa estaba llena de los aromas de la cocina

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