La matemática de los dioses y los algoritmos de los hombres
Por Paolo Zellini y Mercedes Corral
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¿Qué clase de identidad ha de atribuirse a los números? ¿Son entes reales o bien un invento con el que nuestra mente comprueba la existencia de algo que hay en el mundo? Dos preguntas capitales a las que los matemáticos tratan de dar respuesta desde hace siglos.
Con admirable transparencia, Zellini examina estos interrogantes que —como aquellos sobre la identidad de las cosas sujetas a metamorfosis o sobre la constitución de la materia— atañen a todos los seres pensantes, ya que ¿cómo es posible permanecer inmutable al mismo tiempo que se crece hasta el infinito (y nada hay que crezca como lo hacen los números)?
Partiendo de la idea de que somos una raza divina y poseemos el poder para crear, el ensayista triestino repasa de manera comprensible y revolucionaria la historia del concepto de número —desde la tradición grecolatina, védica y mesopotámica hasta las más avanzadas teorías—, subrayando en todo momento ese vínculo indisoluble que liga la vida y la matemática, la existencia y el universo.
Paolo Zellini
Paolo Zellini (Trieste, 1946) es matemático y profesor de análisis numérico en la Universidad de Roma Tor Vergata. De entre sus muchas obras cabe destacar especialmente La rebelión del número, Número y logos o su celebrada Breve historia del infinito, publicada por Ediciones Siruela.
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La matemática de los dioses y los algoritmos de los hombres - Paolo Zellini
Edición en formato digital: enero de 2019
Título original: La matematica degli dèi e gli algoritmi degli uomini
En cubierta: fotografía de Panther Media GmbH / Alamy Stock Photo
Diseño gráfico: Ediciones Siruela
© Paolo Zellini, 2016
© De la traducción, Mercedes Corral
© Ediciones Siruela, S. A., 2018
Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Ediciones Siruela, S. A.
c/ Almagro 25, ppal. dcha.
www.siruela.com
ISBN: 978-84-17624-60-6
Conversión a formato digital: María Belloso
Índice
Introducción
1. Abstracción, existencia y realidad
2. La matemática de los dioses
3. Fórmulas matemáticas y fórmulas filosóficas
4. Aumento y disminución. Número y phýsis
5. Katà gnómonos phýsin
6. Dýnamis. La capacidad de producir
7. Intermedio. La mecánica espiritual
8. Las paradojas de Zenón. La explicación del movimiento
9. Las paradojas de la pluralidad
10. Límite e ilimitado. Inconmensurabilidad y algoritmos
11. Realidad de los números. Las secuencias fundamentales de Cantor
12. Realidad de los números. Las secciones de Dedekind
13. ¿La matemática es descubrimiento o invención?
14. Del continuo al digital
15. Crecimiento de los números
16. Crecimiento de las matrices
17. Crisis de los fundamentosy crecimiento de la complejidad
18. Verum et factum
19. Recursión e invariancia
Introducción
¿De qué realidad nos habla la matemática? Muchos consideran que los matemáticos se ocupan de formalismos abstractos, y que solo por razones inexplicables dichos formalismos se aplican en todos los ámbitos de la ciencia. Concebimos entidades intangibles que parecen destinadas a definir modelos de fenómenos que suceden realmente en el mundo. Por un lado, las cosas reales, actuales; por otro, los conceptos matemáticos, creaciones de nuestra mente, que simulan el comportamiento de las primeras de una forma más o menos eficaz. El desconocimiento de los verdaderos motivos del poder descriptivo de las fórmulas y ecuaciones no ayuda ciertamente a aclarar las motivaciones del pensamiento matemático. Si acaso, acaba por corroborar la idea de que los matemáticos no son propensos a ocuparse del mundo. La matemática continúa así presentándose como una ciencia que elabora ingeniosas operaciones con normas y conceptos que parecen inventados con el único fin de realizarlas correctamente.¹ No importa que algunas ideas vengan sugeridas por la observación de los fenómenos naturales; las operaciones producen rápidamente conceptos avanzados y complejos que difieren de la realidad observable, y que convalidan finalmente la imagen distorsionada de una matemática como puro juego lingüístico o como vacío formalismo.
Sin embargo, si nos remontamos a la historia más remota y a las más profundas motivaciones de la matemática, vemos que esta tenía una orientación diferente a lo que comúnmente se cree. Las fuentes nos muestran que la aritmética y la geometría antiguas empezaban a asumir la tarea no tanto de describir o simular las cosas reales como de ofrecer una base de la misma realidad del mundo de la que estas formaban parte. Los entes concretos, los más perceptibles de una forma directa e inmediata, eran los cambiantes y volátiles, los que parecían, por tanto, irreales. En los números, en las relaciones y en las figuras de la geometría había que encontrar, en cambio, lo que los sustraía de la inestabilidad y de la evanescencia.
Si pensamos en las célebres paradojas de Zenón, en los números-puntos de los pitagóricos y de los atomistas antiguos, en la filosofía matemática de Platón, en el descubrimiento de la inconmensurabilidad y en el significado del concepto de relación (lógos), en los cálculos babilónicos y en la matemática védica, nos encontramos ante una grandiosa estructura de conocimientos tendentes a captar la parte más interior e invisible, y al mismo tiempo más real, de los entes que existen en la naturaleza. Pero esta orientación no pertenece solo a la matemática antigua. La teoría de los números y del continuo aritmético elaborada en el siglo XIX se propuso como una continuación ideal del antiguo pitagorismo y de su visión del mundo inspirada en un principio de realidad atomista. Los matemáticos de entonces seguían sosteniendo que sus construcciones simbólicas correspondían a entes muy reales, y la sensación más difundida era que del éxito de sus teorías dependían los cimientos necesarios para comprender el mundo. Cuando, a principios del siglo XX, aquellas teorías se volvieron inciertas y empezaron a sufrir una revisión crítica, la matemática tuvo que buscar las razones por las que un sistema de cálculo es verdaderamente concreto y fiable.
Comenzó entonces a circular insistentemente entre los matemáticos un término clave, el de algoritmo, que denotaba no tanto una fórmula abstracta como un proceso efectivo.² Este proceso debía desarrollarse en un número finito de pasos, desde un conjunto de datos iniciales hasta un resultado final, en el espacio y el tiempo, según las modalidades previstas por una máquina. Las definiciones formales de algoritmo, basadas en la recursión, en la máquina de Turing o en otros formalismos, se remontan a los años treinta del siglo pasado, pero los primeros indicadores de que sería el concepto de algoritmo el que heredaría el sentido de la realidad matemática, es decir, de todo lo que los matemáticos perciben como real y efectivo, se registran ya en la primera década del siglo XX en los pródromos del intuicionismo matemático y en las primeras argumentaciones con las que Émile Borel afrontaba las paradojas semánticas y la incipiente crisis de los cimientos.
La ciencia de los algoritmos tuvo un desarrollo turbulento durante todo el siglo XX y alcanzó un punto culminante en las definiciones formales de los años treinta, para después dividirse, a raíz de la construcción de los primeros ordenadores, en dos filones complementarios y relativamente contrapuestos: por un lado, la informática teórica, con una teoría abstracta de la computabilidad y de la complejidad computacional; por otro, una ciencia del cálculo a gran escala, destinada a resolver problemas de la física matemática, de la economía, de la ingeniería o de la informática en términos puramente aritméticos y numéricos. Las múltiples dimensiones filosóficas de este segundo filón no han sido todavía suficientemente aclaradas, pero ya es evidente, para la sensibilidad de cualquiera, lo mucho que ha afectado, en todos los sectores de la vida, de la cultura y del orden social, la multiplicación de una variedad diversificada de procesos de cálculo dirigidos a resolver problemas específicos de muy distinta índole.
En el cálculo numérico a gran escala, la efectividad teórica de los algoritmos aspira a ser eficiencia computacional. Y hoy ya parece claro que, para ser reales, los mismos entes matemáticos construidos con un proceso de cálculo deben poder pensarse del mismo modo que los algoritmos eficientes. Sin embargo, la eficiencia depende sobre todo de la forma en la que aumentan la complejidad computacional y el error en los cálculos. El error, concretamente, depende de la velocidad con la que crecen los números durante el cálculo.
Los motivos del crecimiento de los números son estrictamente matemáticos y se explican gracias a teoremas relativamente avanzados. Pero no es superfluo observar que el motivo del crecimiento, en todas sus dimensiones, fue objeto de una gran atención ya en el pensamiento antiguo, y es precisamente la forma en la que el crecimiento de las magnitudes es tratado en la geometría griega, en los cálculos médicos y en la aritmética mesopotámica lo que lleva a comprender las causas del crecimiento de los números en los algoritmos modernos. La razón es tan simple como sorprendente: algunos importantes esquemas computacionales han permanecido invariables desde entonces, incluso en las más complejas estrategias de las que se vale hoy el cálculo a gran escala.
¿De dónde proceden esos esquemas? En algunos casos, de especial relieve para la ciencia moderna, las fuentes hablan claro: esos esquemas proceden de una singular combinación de planificación humana y dictamen divino. En la India védica, los altares del dios Agni tenían complejas formas geométricas y debían poder ser aumentados cien veces, con técnicas específicas que se encuentran también en la geometría griega y en el cálculo mesopotámico, sin cambiar de forma. En Grecia no era raro, como en el caso de la duplicación del cubo, que el aumento de una figura fuera determinado por un dios. Pero el crecimiento de la figura geométrica estaba estrechamente relacionado con los algoritmos destinados a aproximar aquellos números que, debiendo medir tamaños geométricos como la diagonal de un cuadrado de lado unitario, o bien la relación entre una circunferencia y su diámetro, resultan irracionales. Fueron los dioses védicos y los griegos, mucho antes que el dios de Descartes, los que aseguraron la existencia de un nexo entre las concepciones del místico y de la naturaleza, entre nuestra esfera más íntima y la realidad exterior. La matemática era también entonces el principio de este posible nexo. En cualquier caso, las modalidades de crecimiento en la geometría antigua, sugeridas por el dios, se reflejan hoy en el crecimiento de los números en el cálculo digital, incidiendo de forma esencial en la estabilidad del cálculo y en el poder de previsión de los modelos matemáticos. De hecho, las modalidades de crecimiento de las figuras geométricas, sobre todo del cuadrado, están relacionadas con procedimientos numéricos que generan fracciones p/q que se aproximan a números irracionales, siendo p y q números enteros. Pero normalmente p y q crecen más rápidamente cuanto más rápida es la convergencia del método, con posibles efectos negativos sobre la precisión y sobre la estabilidad de todo el proceso de cálculo.
La tesis por la que los números irracionales son entes reales, con un estatuto ontológico equiparable al de los números enteros, fue una conquista de la matemática de finales del siglo XIX y del modo en el que se definió entonces el concepto aritmético de continuidad. Pero el desarrollo de la ciencia de los algoritmos y del cálculo digital en el siglo XX se convirtió en expresión de una nueva oposición: una especie de último acto de aquella perenne tensión entre números y geometrías, entre discreto y continuo, al que ya aludían las célebres paradojas de Zenón. Es lícito hablar de oposición, porque el estudio de los algoritmos fue propiciado, desde los primeros años del siglo XX, por un concurso de ideas orientadas a revalorizar los aspectos más realistas y constructivos de la matemática, en antítesis a aquellas abstracciones de las que habían nacido las paradojas y la crisis de los fundamentos: por un lado, el magisterio del matemático francés Émile Borel, que señalaba la importancia de definir los entes matemáticos mediante construcciones algorítmicas; por otro, la drástica escisión llevada a cabo por L. E. J. Brouwer y por el intuicionismo matemático en el interior del conjunto de la estructura de la matemática. Sosteniendo que un número solo existe si es construido, Brouwer lanzó un ataque general al sistema científico entonces imperante, poniendo en duda las definiciones fundamentales del análisis clásico.
Las filosofías constructivistas, que se basan en una idea de computabilidad efectiva, han asignado una nueva primacía a lo que parecía ajeno a la vocación abstracta de la matemática, es decir, han dado importancia a la operación concreta, al hecho de la naturaleza y finalmente al proceso computacional que se desarrolla en el interior de una máquina en los límites permitidos de espacio y de tiempo. Pero también es evidente que importantes estrategias computacionales están inspiradas en los mismos esquemas que los hombres elaboraron en los tiempos en que estaban en estrecha comunicación con los dioses. Por necesidades rituales, tanto en la India védica como en Grecia, el motivo del crecimiento de las magnitudes era de fundamental importancia y debía ser afrontado matemáticamente. Y los esquemas para hacer crecer una magnitud de forma geométrica se pueden apreciar todavía en las fórmulas de la matemática computacional más avanzada. Los esquemas no han cambiado, pero han sido ciertamente ampliados y perfeccionados por complejas teorías matemáticas. De estas teorías obtenemos también una razón de su eficiencia y de su efectiva capacidad de traducir los modelos matemáticos de la naturaleza en pura información digital.
El mismo proceso computacional, el mismo proceso articulado en una infinidad de operaciones automáticas concretas, puede desarrollarse solamente gracias a estructuras matemáticas abstractas, insertables más o menos artificialmente en el cálculo. La abstracción matemática se combina de forma necesaria y sistemática con la materialidad de la ejecución automática de las operaciones. El cálculo es posible gracias a complejos presupuestos teóricos y a especiales propiedades de los números, las funciones y las matrices.
Queda, por tanto, abierta la pregunta: ¿son los números entes reales? Y, en caso afirmativo, ¿lo son todos de la misma forma? Las dos cuestiones deben afrontarse al mismo tiempo. La historia del último siglo y un análisis de los conceptos de número y de algoritmo dejan ahora entrever una primera conclusión: existen diferentes especies de números, que no poseen el mismo estatuto ontológico, pero de los que se puede predicar una existencia real por diversas razones y bajo diferentes puntos de vista. Un criterio decisivo para establecer la realidad de los números es el modo en que estos crecen en los procesos de cálculo. Y las primeras razones de este fenómeno deben buscarse en el análisis del crecimiento de las magnitudes geométricas elaborado en el pensamiento antiguo, sobre todo en la matemática griega, védica y mesopotámica.
¹ Así parece pensar, entre otros, Eugene P. Wigner, en un artículo ya famoso: «The unreasonable effectiveness of mathematics in the natural sciences», en Communications on Pure and Applied Mathematics, XIII, 1960.
² Fue Turing quien extendió la idea de algoritmo como proceso, ya adelantada en 1937 a los algoritmos numéricos y a la ejecución de operaciones por medio de un ordenador. Véase A. M. Turing, «Rounding-off Errors in Matrix Processes» (1948), en Collected works of A. M. Turing, vol. II, a cargo de J. L. Britton, North-Holland, Ámsterdam, 1992.
1
Abstracción, existencia y realidad
¿Cuál es el origen de la matemática y qué fines se propone? ¿Por qué existen triángulos, cuadrados, círculos y pentágonos? ¿Qué tipo de realidad o de existencia se puede asignar a los números? La matemática, como a veces señalan incluso los formalistas más intransigentes, es un verdadero conocimiento, y el objeto de tal conocimiento, podríamos anticipar con confianza, no es arbitrario, no depende de una imaginación caprichosa o de la elección variable de determinados axiomas o principios. También a menudo se percibe como una realidad exterior, independiente de la mente que la elabora.
Pensamos, por lo general, que la matemática es una ciencia abstracta porque, justamente, hace abstracción de entes concretos, como números, relaciones y figuras geométricas, para estudiar sus propiedades comunes, como si esas propiedades fueran a su vez nuevas entidades que obedecen leyes propias. Con la ventaja de que todo lo que se dice sobre estas últimas puede ser después aplicado a los diferentes entes concretos de los que se había hecho abstracción. El razonamiento, cuando es abstracto, se vuelve así más general y poderoso. Pero la abstracción hace más problemática la identificación de una «esencia» de los entes matemáticos, de una naturaleza intrínseca propia susceptible de definición. De su existencia, al menos como objetos de nuestro pensamiento, no parece derivarse una realidad de la esencia como algo estable y claramente reconocible. Parece faltar la tradicional y recíproca conexión entre essentia y existentia, por la que la una no tendría realidad sin la otra.³ ¿Consiste la esencia de los números en alguna naturaleza especial propia que podemos intuir directamente? ¿O más bien se obtiene de las propiedades de un dominio abstracto del que los números en cuestión solo son un posible —no necesariamente único— ejemplo?
Normalmente, se recurre a la segunda idea. Las propiedades estudiadas por separado forman un sistema de verdades obtenidas de axiomas, y la matemática, disociada de toda intuición directa, sería entonces una ciencia de puras relaciones formales, independiente de la interpretación concreta de cada una. Un campo específico de números,⁴ como el de los números reales o de los números complejos, cumple los mismos axiomas a los que obedecen también otros dominios de entes matemáticos. Puede entonces suceder que un campo de números sea identificado solo, sin existir un isomorfismo, al ser indistinguible de otros entes matemáticos que gozan de las mismas propiedades. Una circunstancia que es suficiente para hacer que la matemática sea completamente indiferente a la posible investigación de la naturaleza específica de esos números.
El reconocimiento o la caracterización de un objeto matemático depende, por lo general, de su especificación a través de propiedades independientes de cualquier construcción o representación. Y a veces basta una única y simple definición basada en algunas propiedades para identificar toda una clase de dominios isomorfos.⁵
¿Son adecuados los instrumentos de la lógica para establecer si un ente matemático existe realmente, y en qué condiciones, de algún modo en un mundo exterior independiente de nosotros? Sobre esta cuestión hay opiniones contrarias; existe, por ejemplo, una relativa distancia entre las convicciones de Gottlob Frege y las de Bertrand Russell, por citar solo a algunos grandes representantes del primer logicismo, en el que se inspiró la idea de demostrar que toda la matemática se basa en la lógica. Para Frege los números eran objetos lógicos que hay que definir de algún modo, y definirlos no significa crearlos, sino subrayar que existen por derecho propio.⁶ La postura de Russell es otra, pues se inclina más por el nominalismo, aunque a veces fluctúa. Para Russell la lógica en su conjunto era un instrumento indispensable de conocimiento del mundo exterior. En Conocimiento del mundo exterior (1914) escribía que los elementos fundamentales para explicar la naturaleza de los acontecimientos son las cosas, las cualidades y las relaciones, que la lógica anterior había ignorado, asumiendo que todas las afirmaciones tienen la forma de sujeto-predicado. La lógica tradicional no había considerado la realidad de las relaciones, que, sin embargo, eran indispensables para describir el mundo y para disipar los errores de la metafísica tradicional. Si acaso, habrían sido precisamente la mística y la metafísica tradicional las que, para Russell, sostenían la irrealidad del mundo tal y como lo percibimos. La lógica, explicaba también Russell, sirve para articular una descripción del mundo partiendo de proposiciones atómicas que registran hechos de la experiencia de carácter empírico. De las proposiciones atómicas se