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En sueños fue
En sueños fue
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Libro electrónico186 páginas3 horas

En sueños fue

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1920. Paul Clermont, noble de gran fortuna y pianista famoso, vive amargado y recluido en su château, en pleno bosque a las afueras de París. Un día aparece una mujer inconsciente cerca de su propiedad. Al despertar, la joven no recuerda nada de su pasado, ni siquiera su nombre, así que Paul decide llamarla Bluebell, por la campanilla azul que lleva prendida en el cabello.
La atracción entre ellos se va haciendo incontrolable, pero ella debe cumplir la promesa de no tratar de verlo, porque de lo contrario, él ya no podría volver junto a ella. Hasta que Bluebell cae en sus brazos una noche entre brumas. A pesar de los impresionantes encuentros nocturnos, los días resultan aburridos y Bluebell va rompiendo las normas, lo cual acarreará la desgracia del señor del château y provocará la separación de los amantes.
Cuando Bluebell recupera la memoria todo ha cambiado de un modo desastroso. A pesar de reconocer cuanto la rodea, se siente extraña a todo. Y el anhelo por su amado la consume.
¿Podrá el amor vencer las barreras insalvables trazadas más allá de la razón? Tal vez el eco de la música podría servir de guía para ir tras el rastro de las campanillas azules.
IdiomaEspañol
EditorialZafiro eBooks
Fecha de lanzamiento25 abr 2019
ISBN9788408208402
En sueños fue
Autor

Úna Fingal

Úna Fingal nació en Lleida en octubre de 1964. En la actualidad vive en una ciudad costera cercana a Barcelona. Amante de la lectura y los animales, su primer cuento lo escribió a los seis años, y a los siete montaba obras teatrales con cajas de zapatos, muñecas y vestuarios de papel. La fantasía ha sido siempre su lugar preferido para refugiarse. De formación audiovisual, inició su trayectoria como creadora escénica y actriz, sin dejar de escribir novelas y relatos. Es esposa, madre y abuela orgullosa y enamorada de su familia. Sus dos gatos son su locura de amor. Música aficionada y aikidoka principiante. En 2011 lo dejó todo para dedicarse en exclusiva a la producción literaria. Encontrarás más información sobre la autora y su obra en: https://www.unafingal.com/

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    En sueños fue - Úna Fingal

    I

    Los nervios de Paul Clermont sólo podía percibirlos Oliver Mercier, su representante. Las manos agarrotadas en un prieto puño mientras aguardaba en capilla el momento de salir al escenario eran signo de ello. Tras el telón, el bullicio contenido de un público expectante.

    —Vas a arrasar, amigo, ¡ve!

    Oliver lo empujó y, de pronto y sin remedio, se vio ante el piano de cola en mitad de un escenario oscuro. Intuyó el auditorio abarrotado de elegantes damas y caballeros y pudo oír sus excitados murmullos. Imaginó el rumor del telón al alzarse con sigilo y la explosión de luz con el encendido de focos. El público, impaciente, se removía en sus asientos. Paul Clermont, prestigioso compositor y concertista, comparecía ante ellos tras una larga ausencia para obsequiarlos en cuerpo y alma con el derroche de su talento.

    Sentó su largo cuerpo ante el piano y dispuso las manos para la ejecución. Cerró los ojos, pero sus dedos permanecieron inmóviles, el estómago pinzado propició perlas de sudor en su frente, unos mechones rubios cayeron sobre ella, abrió los ojos, miró sus dedos paralizados, se sintió aplastado por el recinto y se vino abajo, más abajo del suelo. Oliver, incrédulo y preocupado, se destrozaba las uñas entre bambalinas. El telón se elevó, Paul miró las siluetas del público en penumbra, los rostros, y oyó toses ansiosas, cuchicheos, respiraciones y aplausos cohibidos. Se levantó. Los focos se encendieron, sus ojos azules deslumbrados centellearon bajo la máscara. Nadie sabía nada, nadie pudo verlo. El público sólo pudo contemplar unas anchas espaldas con el rostro inclinado, se había dado media vuelta.

    —Lo siento —musitó abandonando el escenario.

    Una nube de murmullos estupefactos se elevó por encima del auditorio.

    La pálida máscara que cubría la mitad de su rostro refulgió a su paso veloz por las tenebrosas bambalinas.

    Oliver corrió tras él hasta alcanzar el camerino mientras sorteaba a los incrédulos empresarios que exigían explicaciones mediante un desganado «después». Sonó el golpe de la puerta al cerrarse, pero se abrió de nuevo dando paso a Oliver, que agarró a Paul por el hombro y lo obligó a levantarse. Lo increpó con un zarandeo:

    — ¿Qué demonios has hecho? ¡Vuelve ahí y da tu maldito concierto!

    —No es posible…

    —Pero ¿por qué me haces esto?

    —Lo siento, fue una mala idea; nunca debería haber aceptado. No puedo.

    —¿Sabes lo que te espera a partir de ahora? Yo te lo diré, el ostracismo hasta en el café teatro más pestilente. Jamás podré conseguirte nada. Te arruinas tú y me arruino yo.

    —No te molestes, Oliver. Déjame solo, por favor.

    Mercier miró a su representado en el colmo de la desesperación.

    —Por favor… —insistió Paul sin fuerza, dándole la espalda.

    Oliver, impaciente e irritado, recorrió varias veces la habitación. Al final, se detuvo tras él y le habló con rabia reprimida:

    —Ella no volverá, pero, a diferencia de ti, su fama no hace más que aumentar…

    Paul no se movió, se diría que ni siquiera respiraba. Se produjo un silencio pesado en el que su espalda parecía contener el estallido de un volcán. Todo se había detenido en aquella habitación, incluidos los latidos de ambos corazones. Tal vez por eso, la voz de Paul sonó estremecedora cuando surgió de las profundidades de su cuerpo inclinado:

    —No te atrevas a nombrarla.

    —Hoy en día comprendo por qué te abandonó… No hay quien conviva con esa amargura…

    La voz de Oliver se interrumpió mientras su rostro quedaba preso del estupor con el cuello atrapado bajo el férreo puño de Paul. Incapaz de respirar o moverse, sólo podía sentir su animalidad fuera de control. Se había girado veloz cual saeta, los ojos llameantes como ventanas del infierno, el rictus salvaje, la media máscara arrugada como el hocico de un lobo a punto de lanzar una feroz dentellada. En la habitación retronó la voz más cavernosa y terrorífica:

    —No te atrevas a nombrarla, he dicho…

    Lo alzó y luego lo dejó en el suelo como un guiñapo.

    —Pensabas que nunca descubriría lo vuestro… —añadió.

    Paul se acercó con la mirada de un perturbado, pisó el pecho de Oliver y con ambas manos alzó un busto de mármol que iba directo a aplastar la cabeza del hombre. En ese momento irrumpieron los empresarios del teatro:

    —¿Qué hace, monsieur Clermont?... ¡Por Dios, no!

    A duras penas lograron aplacar su acción. Más humillado que lesionado, Oliver se retorcía y tosía en el suelo, aun así, consiguió gemir una amenaza:

    —Lo vas a sentir.

    Paul abandonó la habitación con el desprecio en la mirada y una última frase para él:

    —Lo único que siento es repugnancia.

    Y se fundió en la nada como un soplo de aire cansado. Como el soplo de aire cansado que exhaló ahora para desprenderse de aquel recuerdo tormentoso y volver a la realidad.

    ***

    Paul Clermont, solo y amargado en su casa de las afueras de París, más allá del bosque de Boulogne, rodeado por la frondosidad de la naturaleza incivilizada, hacía más de un año, tal vez dos, que ni salía ni recibía a nadie. Había cortado todo contacto con la sociedad y ni siquiera respondía a las notas y a las invitaciones, cada vez menos frecuentes, de sus conocidos. Había descuidado su aspecto, fuera de cualquier convencionalismo. Su cabello rubio sobrepasaba de largo los hombros, su poblada barba alcanzaba el pecho; de este modo, ocultaba buena parte de su rostro sin necesidad de ir medio enmascarado. En cuanto a Oliver y Harrietta, era como si se los hubiese tragado la tierra, no había vuelto a saber de ellos.

    Tampoco había tocado más el piano desde el concierto fallido. Componía melodías en su mente y las anotaba sobre partituras sin ejecutarlas, escribía poemas y leía. Desde aquel día, era el hombre más solitario y triste sobre la faz de la tierra. Un ser huraño al decir de una sociedad que, con cada día transcurrido, lo enterraba más en el pozo del olvido.

    En efecto, jamás se dejaba ver por nadie a excepción del matrimonio Allard, su médico y su administrador. Solía internarse en el bosque para dar largos paseos con sus perdigueros, tumbarse bajo el sol y contemplar el discurrir de las nubes. Los Allard atendían la casa y sus necesidades con exquisita discreción y lealtad, mientras el tiempo parecía transcurrir a una velocidad distinta en el château que en el resto del mundo.

    ***

    Una lluviosa mañana de otoño sonó la campana de la puerta principal. Cuando la señora Allard abrió, ante ella apareció una hermosa joven pálida y delgada, de grandes y luminosos ojos verdes como esmeraldas. Vestía atuendos y complementos propios de una dama estrafalaria: el corte de las ropas de encaje y seda, en tonos grana y negro, no era común; calzaba unas bastas botas, como si las hubiera tomado prestadas a un militar. Su expresión aturdida llamó hasta tal punto la atención del ama que le permitió entrar. No bien hubo puesto un pie en el interior, a la muchacha se le doblegaron las rodillas. La mujer, asustada, pidió la inmediata comparecencia de su señor:

    —Monsieur, monsieur, venga rápido, por favor.

    No bien Paul Clermont hubo aparecido, la extraña sufrió un desvanecimiento. El hombre relevó a su sirvienta de inmediato y sostuvo a la joven en sus brazos. Lo sorprendió su fragilidad, y el peso liviano como de pluma sobre sus músculos lo conmovió. Cayó el capuchón y unos bucles de color rojo ardiente como la puesta de sol se expandieron por doquier. De entre ellos, brotó desprendida una campanilla azul, que danzó leve y graciosa en su viaje hasta los suelos. Un suave aroma a violeta y bergamota emanaba de cada cabello y cada poro de aquella hermosa desconocida, y el hombre sintió su poderoso influjo penetrar hasta el fondo de su ser.

    —Ya me ocupo yo, que René traiga al doctor Baudin. Parece herida, tiene sangre en un costado. Rápido.

    Con suma delicadeza, posó a la dama sobre los mullidos almohadones de una chaise longue, la cubrió con una colcha y avivó el fuego de la chimenea. No sabía qué más podía hacer excepto dar vueltas por la sala y alrededor de sí mismo. Cuando por fin se presentó su amigo, el doctor Baudin, le pareció que había transcurrido una eternidad.

    Julien Baudin comprobó que la herida del costado era superficial y no revestía gravedad. Palpó las sienes de la joven y el pulso de cuello y muñecas, después balanceó suavemente su cabeza y, para concluir, le separó los párpados y examinó las pupilas. A continuación, meditó un momento, profirió un carraspeo y extrajo de su maletín un frasco opaco, lo destapó y dispuso el boquete bajo la nariz de la muchacha, que tosió y abrió los ojos asustada. Paul huyó hacia uno de los corredores y la joven volvió en sí.

    El doctor tranquilizó a la dama y tiró de la cuerda de la campana. En cuanto apareció la señora Allard le pidió que trajera un consomé con huevo y algo de ave. La mujer no tardó nada en regresar con la comida y un buen vaso de leche. Se lo dieron a la joven, que lo devoró al mismo tiempo que murmuraba frases inconexas suplicando que la dejaran marchar. Acabó con el vaso de leche de un solo trago y se durmió. El doctor comprobó su plácida respiración y fue en busca de Paul. Lo encontró en la mesa de la biblioteca, semiescondido tras una pila de libros.

    —¿Qué tiene? —preguntó nervioso.

    —Hambre —afirmó con rotundidad el doctor.

    —¿Y la herida?

    —Nada preocupante, un rasguño.

    —¿Y ahora qué?

    —Eso digo yo. No puede esconderse toda la vida, amigo mío.

    Paul, furioso, tiró los libros de un manotazo. Por un momento, Baudin divisó parte de su rostro deformado por una cicatriz que surcaba su mejilla izquierda, desde la oreja hasta la boca, y dejaba el ojo parcialmente cerrado.

    —Sabe que… —empezó.

    —Sé, ¿qué? ¿Qué va a decirme? ¿La piadosa cantinela de siempre? ¿Que puedo operarme? Ahórreselo, esto no lo arregla nadie…

    —La cirugía reparadora ha avanzado muchísimo en los últimos años…

    —¡A costa de fabricar fenómenos de feria!

    —El cirujano de Viena al que lo envié…

    —¡Hágame el favor de olvidarse de mí y…!

    Ambos guardaron silencio un denso momento, tras el cual Paul inspiró profundamente y tomó la palabra de nuevo:

    —Bueno, y ahora, ¿qué hago con esa criatura?

    —Cuidarla. Deberá permanecer aquí, al menos hasta que averigüemos su identidad y podamos encontrar a su familia.

    —¿Se encarga usted de todo, Baudin?

    El médico adoptó una expresión entre sorprendida y molesta.

    —Por favor —añadió el arisco anfitrión.

    El doctor Baudin distendió su severa expresión y asintió con la cabeza:

    —De acuerdo. Yo haré averiguaciones y trámites, mientras usted cuida de la pobre dama. Los iré visitando periódicamente.

    —Daré las instrucciones precisas a la señora Allard y yo me trasladaré a la torre mientras ella esté aquí.

    La torre era un espacio prohibido a cualquiera. Tan sólo a René Allard, al doctor y al administrador se les permitía cruzar la pesada cancela enclaustrada en el muro. Construida como prolongación de la planta del château, lo separaba en sus dos alas y se había aislado de éste mediante el muro. El único acceso al interior se había previsto a través del enrejado. Era un lugar lóbrego y angosto, más parecido a una mazmorra, con escalones en espiral ascendente esculpidos en la roca. Arriba, en la zona habitable, los ventanales se habían cubierto con pesados cortinajes y tapices. En cuanto a la iluminación, se proveía a base de antorchas y candelabros. Las paredes aparecían cubiertas de libros; a la derecha, una hermosa mesa donde no faltaban papeles, cartapacios y todo lo necesario para escribir; al fondo, un piano pegado a la pared, junto al cual se abría un umbral que daba paso a las otras dependencias: un dormitorio, un gran y lujoso baño y un corredor despejado, rematado por un pequeño tramo de escalones que conducía a las almenas.

    Tras la charla con su amigo, el doctor regresó al salón, donde la paciente había despertado. Ella lo miraba con los ojos muy abiertos y asustados.

    —¿Quién es usted? ¿Dónde estoy? —musitó.

    —No debe temer nada, está en buenas manos. Soy el doctor Baudin, y voy a tratarla hasta obtener su recuperación. Se encuentra usted en casa de monsieur Clermont, ¿vino porque lo conoce?

    —No, no lo conozco. No sé qué hago aquí… Vine a pedir auxilio. Ayúdeme.

    —Bien, si quiere que la ayude, lo primero que debe hacer es tranquilizarse. Dígame, ¿cómo se llama?

    —No lo sé… No sé quién soy, señor…, doctor.

    —De acuerdo, no se preocupe. ¿Qué ocurrió? ¿Sufrió un accidente?

    —No lo sé

    —¿Recuerda algo?

    —Sólo que desperté sobre una alfombra de campanillas azules, rodeada por infinidad de ellas, entonces entré en el laberinto y conseguí salir a la avenida y hallar la puerta principal y…

    El doctor levantó una ceja y se rascó la perilla.

    —Bien —reflexionó—. Veamos,

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