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Buenas y enfadadas
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Buenas y enfadadas
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Buenas y enfadadas

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Traister rastrea la historia de la ira femenina como combustible político, desde sufragistas que marchan en la Casa Blanca hasta empleadas de oficinas que abandonan sus edificios después de que Clarence Thomas fuera confirmado ante el Tribunal Supremo. Explora esta ira tanto con los hombres como con otras mujeres; la ira entre aliados y enemigos ideológicos; las diversas formas en que se percibe la ira en función de su dueño, la historia de la caricatura y deslegitimación de la ira femenina y la forma en que su furia colectiva se ha convertido en un combustible político transformador, como ocurre en la actualidad. Ella deconstruye la condena de la sociedad (y los medios de comunicación) a la emoción femenina (en particular, la rabia) y el impacto de sus repercusiones resultantes.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento13 may 2019
ISBN9788412030037
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    Buenas y enfadadas - Rebecca Traister

    No hay que depositar un poder tan amplio en manos de los maridos. Hemos de recordar que todos los hombres serían tiranos si tuvieran la ocasión. Si no se presta a las señoras un cuidado y una atención especiales, estamos dispuestas a suscitar una rebelión, y no nos lo impedirán unas leyes que ni nos dan voz ni nos representan.

    ABIGAIL ADAMS

    Lo femenino

    no está muerto,

    ni ella dormida.

    Airada, sí.

    Furiosa, sí.

    Exigiendo su momento.

    Sí.

    Sí.

    ALICE WALKER

    INTRODUCCIÓN

    Hace diez años [2008], en plena crisis, estaba yo presentando un programa en la CNBC. Todos los días daba consejos a gente que había perdido hasta el último céntimo. Era desgarrador, muy doloroso. Un día nos visitó el director de la SEC,[1] y le hice unas preguntas algo mordaces sobre la falta de previsión de la organización que encabezaba. En cuanto cerramos el programa me llamaron al despacho del productor ejecutivo, me obligaron a sentarme y ver el vídeo de la entrevista y luego me lanzaron un responso porque «parecía enfadada»: lo único que había hecho era no sonreír. Tenía la mandíbula tensa. La mirada, sí, quizá ardía un poco. Respondí entonces: «Sí, estaba enfadada. Lo sigo estando». Poco después un locutor, varón, pierde los nervios en la bolsa [de Chicago] y se pone a gritar, enfadadísimo, y se lleva todos los laureles por haber propiciado el lanzamiento del Tea Party. O sea… ¡Joder!

    CARMEN RITA WONG

    [1] SEC: U.S. Securities and Exchange Commission. Es la institución estadounidense que se corresponde con la Comisión Nacional del Mercado de Valores. (N. de la T.).

    «¡Quítame las putas manos de encima, maldita sea! —rugió Florynce Kennedy. Un turbante rojo le cubría la cabeza, y sus enormes pendientes con el símbolo de la paz se movían como un péndulo—. ¡No se te ocurra tocarme, cabrón!».

    Fue un intercambio épico que tuvo lugar en 1972, durante la convención nacional del Partido Demócrata en Miami. Kennedy, feminista y abogada negra, dirigía toda su rabia contra un grupito de periodistas blancos de varias cadenas de noticias. Entre ellos se encontraban Mike Wallace y Dan Rather, reporteros de la CBS, que se habían tomado un descanso en la sala donde se celebraba la convención, prácticamente vacía. La mayoría de los hombres apenas mostró interés por la rabieta de Kennedy, pero hubo uno que intentó calmarla y convencerla de que se apartara de allí. Y sí, le había puesto las manos encima. «Al próximo hijo de puta que toque a una mujer le pateo los huevos», amenazó.

    En 1972 la congresista Shirley Chisholm —primera mujer negra que salió elegida como representante en el Congreso— se había presentado a las elecciones presidenciales y había asistido a la convención. La reunión nacional del partido había estado un poco revuelta gracias, en cierto modo, a la participación de la Asamblea Política Nacional de Mujeres (National Women’s Political Caucus), fundada un año antes por Chisholm, Kennedy y algunas dirigentes feministas y líderes del movimiento de derechos civiles como Gloria Steinem, Betty Friedan y Dorothy Height, entre otras.[2] Se habían reunido en Miami y discutían sobre la candidatura de Chisholm, sobre el probable candidato, George McGovern, sobre la Enmienda de Derechos Civiles y sobre una plataforma proabortista propuesta por el partido que generó mucha polémica.[3] Y mientras sucedía todo eso, las mujeres no habían conseguido apenas cobertura por parte de la prensa.

    Ese fue el motivo por el que Kennedy y un grupo de mujeres, entre las que se encontraba Sandra Hochman —poeta feminista blanca que había recibido quince mil dólares de un productor de cine independiente para rodar un documental sobre el papel de las feministas en la convención—, la tomaron con los equipos de televisión y con los reporteros que se habían agrupado en el lugar de la convención. Aprovecharon un momento de descanso de los hombres que estaban allí sentados, entretenidos, en silencio, sin levantar en algunos casos la vista del periódico que estaban leyendo a pesar de los ataques de las airadas mujeres, cuya furia creció aún más al no mostrar los reporteros reacción alguna, y estalló en la cara de los dos tipos que intentaron calmarlas.

    El equipo que rodaba el documental de Hochman —que se llamaría Year of the Woman (El año de la mujer)— lo había captado todo con su cámara: había captado perfectamente las burlas y el desprecio, por parte de los hombres, que habían llevado a aquellas mujeres a gritar con todas sus fuerzas. Metros de película que mostraban a aquellos equipos informativos que, en vez de cubrir las intervenciones de Chisholm, enfocaban a Liz Renay, actriz y stripper muy guapa, o que mostraban al representante de algún grupo de poder demócrata diciendo a Hochman que había mujeres trabajando en la campaña de George McGovern, «aunque sobre todo en las guarderías y sitios así…». O al jovencísimo jefe de campaña de McGovern, Gary Hart —que solo dos años después de aquello se presentaría como candidato al Senado—, explicando a Hochman que su jefe nunca escogería a una candidata, mujer, para la vicepresidencia porque «no había ninguna que reuniera las condiciones para ser presidenta de los Estados Unidos». Durante su segunda legislatura como congresista, Chisholm ya había trabajado mucho en la ampliación del programa de cupones para alimentos y en el Programa de Asistencia Nutricional para Mujeres y Niños (Supplemental Nutrition Program for Women, Infants and Children); había presionado para que se aprobara un proyecto de ley para destinar diez mil millones de dólares al cuidado de la infancia, del que Walter Mondale introduciría una versión que aprobó el Congreso, aunque poco después la vetara Richard Nixon. McGovern eligió como compañero de campaña a Thomas Eagleton, un senador de Misuri que había ocultado un historial de tratamientos antidepresivos, y que tuvo que presentar su dimisión dieciocho días después de haber sido elegido.

    El documental se proyectó durante cinco noches seguidas en Greenwich Village en 1973. Se vendieron todas las entradas. Después, a excepción de unas cuantas emisiones ocasionales, desapareció por completo del circuito público durante cuarenta y dos años. En 2004 el Washington Post lo describió como «demasiado radical, demasiado raro y demasiado adelantado a su tiempo para cualquier distribuidor».[4] Cuando en 2015 me encargaron un artículo sobre el documental en calidad de periodista feminista a las puertas de las elecciones presidenciales de 2016, entendí inmediatamente qué lo hacía tan impresionante y tan peligroso, por qué era demasiado: era una cápsula del tiempo en celuloide, y mostraba la ira de las mujeres sin filtros, en toda su magnitud, una mirada aguda y extraña a los ojos contemporáneos atrapada en una gota de ámbar.

    «¡Nosotras somos las que se han quedado fuera!», grita Hochman en el documental. Resulta difícil no participar de su frustración, tanto como no fijarse en que, mientras habla, lleva puesta una máscara de papel maché con la figura de un cocodrilo. «La gente no toma en serio a las mujeres. Nos convierten en seres excéntricos. Pues os diré una cosa, como poeta que soy: sed excéntricas». Todo el documental está lleno de mujeres activistas que, desde el punto de vista de 2015, muestran una actitud excéntrica: llevan gafas con monturas de brillantina, máscaras de buceo y cabezas de Mickey Mouse. Y cantan un himno con la música de «Battle Hymn of the Republic», del que se han apropiado gracias a la versión de la compositora feminista Meredith Tax, popularizada por los Panteras Negras:[5]

    Mis ojos han visto esa gloria que es la flama de la ira de las mujeres:

    lleva siglos ardiendo a fuego lento y ahora sube, en esta era.

    Ya no seremos prisioneras encerradas en una jaula de oro,

    y a eso se debe nuestra marcha…

    Creéis que podéis comprarnos con un anillo de mierda,

    cuando no nos dais ni la mitad del beneficio que nuestro trabajo proporciona.

    Nuestra ira nos devora, sí. No volveremos a rendir pleitesía a ningún rey:

    a eso se debe nuestra marcha…

    Y fue esta visión de la ira ardiente, pura, intensa, profana y grotesca, por parte de los hombres que controlaban la narrativa popular sobre la mujer a escala nacional, así como el poder y la política, esos hombres que trataron de hacer callar a Flo Kennedy poniéndole encima «las putas manos», fue esa visión la que me provocó un sobresalto que me hizo darme cuenta, cuando vi por primera vez el documental hace tres años, de que esa excentricidad era —como dijo la propia Hochman— la consecuencia de una ira sin adulterar. Y la rabia que provocaba en ellas la desesperación de verse manejadas, ignoradas, aparcadas por unos hombres que no las tomaban en serio llevó a este grupo de revolucionarias —algunas de ellas, figuras públicas destacadas de la segunda ola del movimiento feminista que entonces se estaba fraguando y que daría lugar a cambios sociales y jurídicos a largo plazo para todas las mujeres estadounidenses— a asumir una actitud extravagante: estaban vomitando su frustración ante la aparente imposibilidad de su proyecto, pasando por encima del sentido común, del decoro y de la corrección, y estaban dispuestas a cualquier cosa con tal de que la gente viera esa rabia. Incluso a desfilar con una máscara de lagarto, reflejo furioso del desenfado y el desprecio con el que las contemplaban aquellos hombres poderosos.

    En el verano de 2015 aquellas turbulentas escenas, los torrentes de furia femenina destinada a los hombres que las ninguneaban, las menospreciaban y las degradaban, que las ignoraban y las tocaban sin su consentimiento, que las asediaban y las insultaban y se negaban a tomarlas en serio, me parecieron escenas antiguas, con ese regusto a desfasado de la segunda ola. Porque en ese momento estábamos en pleno segundo mandato de nuestro primer presidente negro y a punto de que una mujer, a quien todos consideraban la favorita, empezara su campaña para la presidencia: una mujer, se nos recordaba sin parar, cuyo futuro como presidenta de los Estados Unidos era seguramente inevitable. Estábamos a años luz de una era en la que las cámaras se negaban a dar cobertura al discurso de Shirley Chisholm en la convención.

    Mientras asimilaba —e iba viviendo y escribiendo sobre ello— las persistentes injusticias (que, en muchos aspectos, han aumentado) a las que se tuvieron que enfrentar casi todos los ciudadanos estadounidenses, pero sobre todo los hombres no blancos, los signos externos de progreso eran tan visibles y tan incuestionables que resultaba difícil concebir una beligerancia tan extrema. En privado echaba de menos esa confrontación abierta y franca de los hombres y los sistemas diseñados por ellos, que habían impedido a las mujeres llegar a la presidencia o gozar de una cuota de poder político, social o económico equiparable a la suya, al menos hasta ahora. Pero también entendí que tendrían que sentirse anacrónicos, teatrales e innecesarios en unos tiempos en los que en facultades y universidades había más mujeres que hombres, unos tiempos en los que nuestro próximo presidente sería, probablemente, una mujer.

    Y sin embargo, solo dos años y medio después, cuando cogía el metro para volver a casa tras asistir a la segunda Marcha de las Mujeres y de presenciar las protestas que se estaban produciendo como reacción al nombramiento de Donald Trump, empecé a recorrer las imágenes que aparecían en las redes sociales y volví a contemplar aquel torrente de furia. Había fotos de manifestantes que levantaban el dedo medio estirado con gesto de puro odio al pasar ante los edificios que eran propiedad del presidente que, naturalmente, no era una mujer, sino un empresario supremacista blanco que había admitido acosar sexualmente a las mujeres y que había capitalizado otra furia: la de la América blanca, la América masculina. Y gracias a eso había logrado vencer a la mujer y sustituir al negro que había ocupado antes el puesto.

    Algunas de las mujeres que iban a mi lado en la marcha de 2018 blandían una imagen de los testículos de Trump decorados con un mechón de pelo naranja. Otras le representaban como un montón de excrementos. Me fijé en todos esos símbolos caseros que se esgrimían en las protestas que tuvieron lugar en todo el territorio, por segundo año consecutivo, y no solo en Nueva York, Los Ángeles y Washington: también en Bangor, Anchorage, Austin y Shreveport se veían carteles que decían: «Fuck you, you fucking fuck» (que te den, puto mierdero), que era uno de mis favoritos, o «Feminazis contra nazis de verdad», «A la mierda el patriarcado» o «Las mujeres airadas cambiarán el mundo». Una mujer había recortado el cartel para sacar la cara, y a su alrededor, había escrito: «Esta es la cara de una zorra que se resistió».

    Muchas otras llevaban carteles con la etiqueta «#metoo» —una de ellas, con «me fucking too»—, una campaña de protesta contra el acoso y el abuso sexual en el trabajo que había tomado la frase acuñada por la activista Tarana Burke para luchar contra la violencia sexual ejercida sobre mujeres y niñas. La campaña había ardido como la pólvora en los medios de comunicación unos meses atrás, y se convirtió en una conflagración en la que muchos hombres poderosos fueron destituidos de sus cargos. El movimiento #MeToo nos devolvía, con un retraso de unos cuarenta y cinco años, la promesa de Flo Kennedy: «Al próximo hijo de puta que toque a una mujer le pateo los huevos».

    Y luego, en la cuenta de Instagram de una amiga de San Francisco, la vi: fue como si hubiera salido de un sueño febril de 1972. Una mujer que se subía en el metro con unas enormes zapatillas de lagarto encima de unas sandalias con calcetines; un peto verde de reptil y una máscara de lagarto en la cabeza. Y llevaba un letrero.

    «La diosa Godzilla ha despertado. Ándate con ojo».

    Este libro no pretende explorar la ira de las mujeres: ya existen muchos libros voluminosos y fascinantes que tratan de la psicología y la incidencia de la ira en nuestras relaciones personales, y aún más escritores que luchan con la dimensión interior de la ira que las mujeres sienten y que están expresando de nuevas maneras. Los hay que sugieren que las mujeres son seres de natural airado, otros piensan que tienen que dominar mejor su furia. Hay libros de autoayuda y estudios críticos de las vías por las que la ira que sienten las mujeres ante su situación de sometimiento acaba repercutiendo en su relación con su familia, su pareja, sus amistades o en el trabajo. Este no es ese tipo de libro, aunque desde luego hablaré en él de cómo han sentido muchas mujeres esa rabia y esa frustración personal y por qué vías la han canalizado en el discurso político, teniendo en cuenta que para esas mujeres lo personal siempre es, en realidad, político.

    Pero de lo que habla este libro, en términos más generales, es del nexo específico que existe entre la ira de las mujeres y la política nacional, de cómo la insatisfacción y el resentimiento de las mujeres estadounidenses han dado lugar a menudo a movimientos que luchaban por los cambios sociales y el progreso. Explora cómo un impulso que a muchas mujeres les ha costado gran sufrimiento ocultar, disimular o distanciarse de él —el impulso de ponerse verdaderamente furiosas— ha sido fundamental a la hora de determinar su influencia política y su estatus social, y cómo la ira de las mujeres ha desempeñado un papel fundamental en movimientos sociales revolucionarios y ha contribuido a perfilar la imagen con la que la opinión pública las ha percibido como líderes o candidatas a algún cargo político.

    En los Estados Unidos no se enseña que muchas mujeres desobedientes, insistentes y furiosas han modelado nuestra historia y nuestra actualidad, nuestro activismo y nuestro arte. Y debería enseñarse.

    Esas historias sí existen en otras culturas. Lisístrata es un relato antiguo sobre unas mujeres tan enfadadas con la inclinación de sus maridos al combate que deciden no tener relaciones sexuales con ellos hasta que paren las guerras (un punto de vista que perjudica a la satisfacción de la mujer pero enfatiza su dominio, al asegurarse de que «ningún hombre obtenga satisfacción si la mujer no lo decide»). Los griegos cuentan también la historia de Thais, cortesana y compañera de Alejandro Magno, que instó a su amante a que quemase el templo de Persépolis en venganza contra el rey persa Jerjes, que había destruido el templo de Atenea durante su ataque a la ciudad de Atenas, cien años atrás. En la vida real fueron las mujeres de París, furiosas y muertas de hambre, las que se amotinaron por el alto precio del pan y marcharon hasta Versalles: fue en octubre de 1789, y este acontecimiento contribuyó al estallido de la Revolución francesa y a la caída del rey Luis xvi. En 2003, en Liberia, tras catorce años de guerra civil, un grupo de mujeres de ese país —musulmanas y cristianas, indígenas y liberianas de origen americano— se unieron impulsadas por la ira que les provocaban los estragos de la guerra, resueltas a reclamar su fin: «Hasta ahora hemos estado calladas, pero nos están matando, violando, deshumanizando, contagiando enfermedades… La guerra nos ha enseñado que el futuro está en decir no a la violencia y sí a la paz».[6] Les llevó dos años de protestas, pero en 2005 la presión que ejercieron en masa culminó con la elección de la primera mujer presidente de la nación, Ellen Johnson Sirleaf.

    Aunque no nos hayan contado sus historias, en los Estados Unidos también hemos tenido mujeres que han transformado el país con su ira, como reacción no solo al sexismo: también al racismo, a la homofobia, a los excesos del capitalismo, a las muchas desigualdades a las que han quedado expuestas esas mujeres y quienes las rodean. En A Place of Rage (Un lugar para la ira), un documental de 1991 sobre mujeres activistas y artistas negras, la poeta June Jordan, cuya obra era una tierna crónica de su propia ira al ver restringidas sus libertades «porque tenía el sexo equivocado, la edad equivocada y el color de piel equivocado», recordó un acontecimiento que había despertado en ella una sensibilidad política e ideológica. Cuando era niña, en su barrio de Bedford Stuyvesant (Brooklyn) la policía golpeó a un joven en la cabeza: le habían confundido con otro. «Ver a aquel chico, al que yo idolatraba, que era uno de los nuestros, porque era vecino nuestro […] desfigurado por aquellos extraños que irrumpieron con toda su fuerza y con licencia para usarla, fue verdaderamente aterrador. Y eso contribuyó a endurecerme a una edad muy temprana: me quedé encerrada en una especie de lugar para la ira».

    Es fundamental recordar que esa ira que sienten las mujeres les llega —y a veces las denigra o las margina— de distintas formas, que reflejan los mismos sesgos que la provocan: la furia de una mujer negra se trata de un modo muy distinto a la de una mujer blanca; las frustraciones de las mujeres pobres se escuchan con un talante que no es el que se aplica al enfado de las ricas. Y a pesar de las muchas —e injustas— maneras en que el país ha despreciado o se ha burlado de la ira de las mujeres, esa ira ha dado lugar muchas veces a cambios sustanciales, a modificaciones de las normas y prácticas de la nación, del tejido mismo que la constituye.

    Este libro trata de mujeres a las que la esclavitud y el linchamiento enfadaron tanto que arriesgaron su vida y su reputación para erigirse en pioneras de nuevas formas de expresión pública para ellas, como los discursos ante una audiencia mixta en género y raza; de mujeres a las que enfadó tanto el no tener derecho a voto que caminaron cuarenta millas hasta Washington, se declararon en huelga de hambre y se encadenaron a la verja de la Casa Blanca. Mujeres tan airadas que conservaron esa ira durante toda su vida, durante todas las décadas que les llevó conseguir el derecho a voto, primero gracias a la Decimonovena Enmienda y luego a la Ley de Derecho a Voto. Su ira les empujó a cometer actos de desobediencia civil, a votar ilegalmente, a organizar marchas y sentadas por las que serían encarceladas y golpeadas. Mujeres que participaban en conversaciones que siempre se habían mantenido en un susurro y decidieron que, a partir de entonces, las difundirían en mítines abiertos, en las páginas de los periódicos impresos y en los tribunales, en convenciones políticas y ante comités judiciales.

    La ira siempre ha sido la chispa que ha encendido el impulso de las reformas duraderas, jurídicas o institucionales, en los Estados Unidos. La ira, de hecho, constituye la narrativa canónica y fundacional de la ruptura revolucionaria de la dominación inglesa. Y sin embargo, rara vez se ha reconocido esa ira como algo bueno y justo, patriótico, cuando se ha originado entre las mujeres, a pesar de que las mujeres se han esforzado siempre por imitar o hacer referencia al lenguaje y a los sentimientos de la fundación de la nación al tiempo que exponían sus propias demandas airadas de libertad, independencia e igualdad. Así que este es un libro sobre el impulso que condujo a una mujer esclava de Massachusetts conocida como Mumbet, y después como Elizabeth Freeman, a escuchar la retórica revolucionaria en la casa en la que trabajaba y, como respuesta airada a los abusos que sufrió a manos de sus amos (que incluso la golpeaban con utensilios de cocina calientes), a aplicar esas ideas de libertad a sus propias circunstancias y reclamar su libertad en un caso que fue determinante para la abolición de la esclavitud en Massachusetts, en 1783.

    Este libro trata de cómo las muchachas que trabajaban en los molinos de Lowell en la década de 1830 vieron que su propia situación era un reflejo de la retórica insurgente de la revolución americana y declararon: «Así como nuestros padres resistieron con su sangre a la avaricia dominante del ministro británico, del mismo modo nosotras, sus hijas, rehusamos que nos pongan ese yugo que nos tienen preparado». Con ello dio comienzo una serie de paros que supuso la semilla de lo que llegaría a ser el movimiento obrero estadounidense.[7] Y de cómo diecisiete años después una líder obrera de veintitrés años, llamada Clara Lemlich, que ya había recibido palizas por participar en las primeras huelgas, se impacientó con la charla de los hombres en una reunión del Sindicato del Cobre en 1909 y convocó una huelga general que se convertiría en el gran levantamiento de las camiseras, con veinte mil obreras participantes, y que se saldaría con nuevos acuerdos para todas las fábricas de camisas de Nueva York, salvo unas pocas. Triangle fue una de las que no accedió a las demandas de sus empleadas: se quemó dos años después, junto con 146 personas que murieron en el incendio; la mayoría de ellas eran mujeres, lo que provocó la ira de otras activistas que, con el tiempo, contribuirían a la implantación de una serie de normas de seguridad en el trabajo en todo el país.

    Este libro quiere también mostrar que toda esta ira, decisiva para el crecimiento y el progreso de la nación, nunca se ha celebrado y rara vez se ha destacado. Que las mujeres nunca han recibido condecoración alguna por su furia y que en demasiadas ocasiones han visto que sus pasiones, más que justas, quedaban borradas de los anales. No nos han enseñado que Rosa Parks, una mujer modesta que disparó el boicot de Montgomery en 1955 al negarse a ceder su asiento en el autobús, fue una ferviente activista contra la violación que dijo a un tipo que la atacó que prefería morir a que él la violase, y que a los diez años, amenazada por un niño blanco, recogió un trozo de ladrillo del suelo y amenazó con lanzárselo si se seguía acercando a ella. «Yo estaba furiosa, y él siguió su camino sin más comentarios»,[8] diría después de aquel acto de resistencia incipiente. Nunca se nos ha impulsado a considerar que era esa ira ciega —y no solo el estoicismo, la tristeza o la fuerza— lo que había detrás de los actos de esas pocas heroínas de las que nos hablaron en el colegio, desde Harriet Tubman a Susan B. Anthony. En lugar de eso nos hacen tragar continuamente el mensaje de que la ira de las mujeres es algo irracional, peligroso o risible.

    Este libro trata de cómo la ira funciona en el caso de los hombres, pero no de las mujeres; de cómo hombres como Donald Trump y Bernie Sanders pueden permitirse el lujo de gritar y contar con la comprensión de sus partidarios, además de canalizar esa rabia de un modo persuasivo, mientras sus adversarias solo reciben burlas y escarnio, son insultadas y consideradas furias gritonas, porque emplean ante el micrófono un tono vigoroso o demasiado intenso. Trata de mujeres, algunas de las cuales llevan mucho tiempo enfadadas pero no han podido sacar su ira y no se han dado cuenta de cuántas vecinas suyas, compañeras de trabajo, amigas, madres o hermanas se han sentido igual, hasta que una ha gritado, alto y claro, de mala manera, y ha conseguido hacerse oír. Trata de mujeres que estuvieron en la Marcha de las Mujeres portando pancartas y sintieron una especie de despertar —un tercio de ellas no habían estado nunca en una manifestación— y se preguntaron, por primera vez, cómo demonios habían podido pasar tanto tiempo durmiendo.[9]

    Y todo esto significa que este libro es también una historia sobre la ira de unas mujeres hacia otras mujeres: por los privilegios e incentivos que ciertas mujeres, las mujeres blancas, han recibido a cambio de dejar de gritar o de deponer su ira. Y también sobre el precio que han pagado otras, las que no son blancas, las negras sobre todo, que siempre han tenido motivos para la ira y a las que en rara ocasión se les ha ofrecido un indulto o una recompensa por no demostrarla.

    En su libro La ira y el perdón, la filósofa Martha Nussbaum defiende que la ira, tanto en un contexto personal como en lo político, es un impulso en esencia vengativo y, por ende, punitivo y contraproducente. Pero no toda la ira política tiene que ver con un afán revanchista: no se trata necesariamente de ver a un presidente pudrirse entre rejas junto a sus secuaces, y el objetivo de tantos estadounidenses que no le apoyan no es «que le encierren». La ira también puede surgir del afán de acabar con la injusticia, del deseo de liberar a los que han sido injustamente oprimidos. Y para las mujeres, que durante tanto tiempo han visto cómo su ira era censurada, vilipendiada, ridiculizada, tachada de falta de civismo…, la presión de no mostrarse airadas y cerrar bajo llave sus sentimientos o, al contrario, la resistencia con la que se han encontrado cuando han decidido expresarse, ha supuesto un acto punitivo y de venganza que les ha servido para comenzar.

    Recientemente otra filósofa, Myisha Cherry, ha comentado: «Quiero convenceros de que hay tipos de ira que no son malos». Cherry está interesada en la ira que se siente ante la injusticia, y la considera una reacción del todo pertinente ante la desigualdad. «Estas son algunas de las características de la ira ante la injusticia: reconoce lo que se está haciendo mal, y ese reconocimiento no es erróneo; la persona que la siente no es una ilusa, las cosas que percibe no son idea suya. No es un sentimiento egoísta: cuando alguien se enfada porque ve injusticias no está preocupado solo por sí mismo, sino también por los demás. Es una ira que no viola los derechos de otros y, lo más importante, persigue el cambio».[10]

    Cherry deja claro que la ira política —que puede proceder de la furia personal y puede sentirse individualmente— puede ser, y en muchos casos lo ha sido, mucho más expansiva y optimista en sus objetivos que la ira que describe Nussbaum; puede ser una herramienta de comunicación, una llamada a la acción, al compromiso y a la colaboración entre compatriotas ideológicos que, sin haber hecho primero un despliegue público de esa ira, no hubieran llegado a saber que los airados como ellos eran suficientes para formar un ejército, o para dejar de lado las diferencias y avanzar hacia una cooperación poderosa.

    Este libro quiere identificar la calidez y la justicia que subyacen a la ira de las mujeres, no solo celebrar esta. Porque tiene límites y riesgos, y puede resultar perniciosa. La ira ante la injusticia y las desigualdades es, en muchos aspectos, como la gasolina: un acelerante necesario que puede actuar como combustible para impulsar cruzadas nobles y complejas. Porque en determinados momentos hay que impulsarlas. Pero ese combustible es inflamable, explosivo, y su potencia puede resultar impredecible. Puede arrasarlo todo.

    En un momento de ira renovada, una época en que las mujeres están realmente enfadadas, este libro quiere examinar cómo ha funcionado esa emoción en el pasado, qué nos ha traído y qué daños ha supuesto y, al mismo tiempo, cuestionar adónde nos lleva como nación. Parece una locura, pero es cierto que la ira de las mujeres nunca ha recibido la debida consideración, su crédito histórico, y que apenas unos cuantos periodistas e historiadores han percibido la función de catalizador que ha desempeñado un puñado de mujeres furiosas, por sí solas o unidas contra la tiranía, la opresión o la injusticia, a la hora de modelar y remodelar este país, de acercarlo adonde debe estar si pretende cumplir esa promesa patriótica que le queda por cumplir: la igualdad.

    Pero también sugiere que hay una lección en ello: la intensidad con la que los poderosos —blancos y hombres generalmente— se han empeñado en acallar a las mujeres airadas y desviar la atención hacia otro lado. En 1964, cuando Fannie Lou Hamer comenzó su discurso en la Convención Nacional Demócrata sobre cómo había sido arrestada y golpeada por la policía cuando intentaba registrar votantes en Misisipi, el presidente Lyndon B. Johnson, preocupado por que el discurso de Hamer pudiera alejar a los votantes blancos, celebró una rueda de prensa espontánea sobre el aniversario (nueve meses) de la muerte de John F. Kennedy, obligando a las cámaras a apartar la atención de la intervención de Hamer y a centrarla en la suya. Johnson sabía que la ira de Hamer no sería estéril, e intentó apartar de ella la atención de todo el país.[11]

    En cierto sentido, de una forma más animal que intelectual, el poder de la ira de las mujeres siempre se ha entendido: se entiende que como mayoría oprimida de la población estadounidense las mujeres hayan encerrado siempre en su interior el potencial de rebelarse, de apoderarse de un país en el que nunca se les había ofrecido la cuota justa de representación. Tal vez los motivos por los que la ira de las mujeres está tan mal vista y se trate como algo tan feo, alienante e irracional, sea que todos nosotros hemos visto que siempre ha ido acompañada de un poder explosivo capaz de poner patas arriba los mismos sistemas que han intentado contenerla.

    Lo que queda claro, si miramos al pasado sin perder de vista el futuro, es que el intento de restar importancia a la ira de las mujeres silenciándola, borrándola o reprimiéndola, brota de la falta de visión de los que ostentan el poder, que no se dan cuenta de que en la ira de las mujeres reside la fuerza necesaria para cambiar el mundo.

    Yo soy una mujer blanca que se ha enfadado en la vida y en el trabajo: muchas veces, por mí; otras, por la política, por las desigualdades y por la grotesca injusticia que impera en el mundo, en este país; por la forma en que se construyó y porque aún se practica en él la exclusión y el ninguneo sistemático. Parte de esa rabia ha constituido la fuerza motriz de mi vida profesional. Durante quince años he escrito, como periodista, sobre la situación de las mujeres en los medios de comunicación, en la política y en el mundo del espectáculo desde un prisma feminista. Ese trabajo, que brotaba de la ira, se amplificó con la actitud de los críticos, que se enfadaban conmigo y me instaban a reconsiderar mi perspectiva y a pensar de otro modo, más riguroso, en lo relativo a la raza, la clase social y la sexualidad, la identidad y las oportunidades. Yo doy mucho valor a mi propia ira y a la ira de los demás. Sobre todo, a la ira de las mujeres.

    Pero también estoy en el mundo. Durante años he hecho que esa rabia que impulsó mi trabajo pareciera aceptable. Tenía interiorizado el mensaje de que la ira abierta resultaba innecesariamente teatral y no era atractiva —y que sería excesiva, la verdad— y me había empeñado en acomodar esos supuestos, atemperando la furia en mis escritos. Pero por muy reflexiva que intentara ser con las desigualdades raciales, económicas o de género que se estaban produciendo en ese momento, en cierto modo me tragué el mito de que las circunstancias ya no eran tan graves como para acometer el problema con un despliegue público de furia, que no era necesario llegar a esos extremos. Tenía incrustada la advertencia —implícita desde el momento en que me hablaron por primera vez de Martin Luther King y me enseñaron que nunca se enfadaba, y que me hizo comprender que no era bueno que me tildaran de «dworkonista», como habían hecho algunos comentaristas, en referencia a la feminista radical Andrea Dworkin— de que las mujeres que hablan a gritos y en tono agresivo no resultaban en absoluto atractivas, ni desde el punto de vista sexual ni desde el intelectual, para aquellos hombres cuyas opiniones seguían configurando el mundo. Que no era buena idea mostrarse abiertamente airada. Que incluso cuando las cosas iban mal era preferible adoptar una actitud que evitara la confrontación, por razones estratégicas, estéticas y morales.

    Así que adopté una actitud divertida. Lúdica, descarada, irónica, cómplice. Me esforcé en dejar claro que soy una persona divertida que disfruta de sus amigos, de una cerveza, de la risa. Puse especial cuidado en ser agradable y respetuosa con los puntos de vista contrarios a los míos. Expresar mi ira con toda la fuerza que pudiera hubiera sido alienante y, desde el punto de vista táctico, poco práctico. He visto cómo mis semejantes tomaban decisiones similares. Cuando el feminismo volvió a la vida, gritando con todas sus fuerzas, quienes intentábamos asumir sus nuevas expresiones y locuciones tuvimos la precaución de mantenernos alejadas de aquellos fantasmas airados que, según nos habían dicho, se habían apoderado del feminismo de antes. Era una ironía que la generación de la que yo tanto me empeñaba —inconscientemente— en distanciarme fuese ahora la que me sorprendía por su rabia demente: las mujeres que gritaban a los hombres y demostraban por activa y por pasiva que estaban hasta las narices de sus tonterías. Y sin embargo, cuando yo era joven era fundamental para mí dejar claro que con mi actitud crítica, sabia pero elegante, aguda pero ligera, me distanciaba del radicalismo del pasado.

    Pero todo el buen humor y todos los chistes privados del mundo no pueden ocultar una realidad dominada por la rabia: eso que nos hace querer empujar a alguien, o dar un puñetazo a una pared, romper un vaso o lanzar lo que sea. El impulso eléctrico que a veces atraviesa nuestro cerebro, haciendo que la razón se nuble y que las entrañas se nos prendan como si fueran petardos, eso que apaga las risas cuando se toma una cerveza. Muchas de nosotras, que hemos tapado nuestra furia con una capa de humor, hemos acabado por estallar en algún momento.

    En 2014 colaboraba de forma más o menos habitual con una columna en The New Republic. Un día me

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