VIOLETA
Por Alvaro Vanegas
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Alvaro Vanegas
Alvaro Vanegas, escritor bogotano. La mayor parte de sus historias se enmarcan en el terror y el suspenso. Autor, hasta el momento, de once novelas –«Mal paga el Diablo», «No todo lo que brilla es sangre», «Virus», La trilogía infantil y juvenil Mostruología: «Sebastián y los metamorfos», «Infectados» y «El llamado de las brujas»; la trilogía de Mujeres poderosas: «Virginia», «Violeta» y «Verónica»–, «Mesías» y «SEIS»; y dos antologías individuales de cuento –«Despertares Atroces 1 y 2»–, dos colectivas –«13 Relatos infernales», «Te amaría pero ya estoy muerta»–. Autor de varias obras de teatro. Ha escrito y dirigido seis cortometrajes, y una serie animada llamada Despertares Atroces, basada en sus microcuentos.
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Comentarios para VIOLETA
4 clasificaciones1 comentario
- Calificación: 4 de 5 estrellas4/5me lo pintaron como una historia de terror, y no senti gran miedo, pero esta buena, la idea de la trama esta bien aunque no haya sido lo que esperaba, me gustò.
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VIOLETA - Alvaro Vanegas
cerquita.
Diario (Transcripción Primeras Páginas)
No hay tiempo, solo existen estas cuatro paredes y algo muy parecido a mí, una versión distorsionada. El paso de los minutos se torna irrelevante cuando la oscuridad lo cubre todo y no tienes a dónde ir.
No fue sencillo recordar, pero ahora tengo claras las razones por las que estoy aquí y sé que pronto saldré. Así que a la ira se suma una irritante expectativa. Cuando salga, no tengo una opción diferente a estar a la altura, hay una raza entera que espera todo de mí. Pero no quiero adelantarme, tengo el fuerte presentimiento de que esto que escribo de algún modo llegará a los ojos de las personas correctas y que ellas, aunque no las conozco y tal vez nunca lo haga, se encargarán de contar mi historia. Por otro lado, no hay nada más con lo que pueda ocupar mi tiempo. Esta libreta y este bolígrafo son lo único que me convencen de que no estoy muerto o inmerso en un profundo e interminable sueño. Claro, esto también podría ser parte de mi sueño o de alguna versión muy personal del infierno, pero prefiero no considerar esa posibilidad. ¿Y si nunca salgo?, ¿y si debo pasar la eternidad convencido de que mi libertad está a la vuelta de la esquina, pero en realidad afuera de este encierro no existe nada más?
Recuerdo con claridad el día que me hicieron estos regalos. Tal vez llevaba aquí dos meses, tal vez seis, no lo tengo claro, pero fue la última vez que vi la luz del sol. Una figura femenina abrió la pesada puerta de madera que me separa del mundo exterior y dos hombres enormes entraron con la mesa. Tuve que cubrirme los ojos, inhabituado, como estaba, al resplandor. Luego ella dejó la libreta y el bolígrafo sobre la mesa, moviéndose con una rapidez felina que no me dio tiempo de ver su rostro. Escuché a continuación que alguien reía con sorna y entonces se fueron por donde vinieron. No entiendo por qué ni siquiera se me pasó por la cabeza intentar escapar. Ahora sé que mi lugar es este, pero en ese momento ansiaba salir de aquí a como diera lugar. Supongo que el miedo me paralizó, así de simple.
Cada cierto tiempo encienden una luz cenital que pega directo sobre la mesa y entonces escribo. Desde que lo hago, me siento un poco menos irreal, como si de verdad hiciera parte de este mundo.
Me alimentan periódicamente, como si intuyeran de algún modo en qué momento siento hambre. Al principio, la comida estaba preparada con dedicación, condimentada y cocida con maestría. Siempre se desliza desde el techo, en una especie de caja metálica que, además, cuenta con un bombillo encendido que se apaga en cuanto toco la comida. Tengo apenas unos segundos para retirar el plato de la caja antes de que vuelva a subir. Eso lo aprendí a las malas. La primera vez, con la luz apagada, aún confundido y con poca hambre, ni siquiera noté que la caja estaba subiendo. Llevé mis manos al vacío después de haber engullido con displicencia una papa. En ese momento no me pareció grave, estaba tan desconcertado e iracundo que comer era lo de menos. Ni siquiera me habían dejado conservar la ropa puesta, era humillante. Solo me importaba salir de aquí.
Pero el tiempo siguió su curso y yo seguí encerrado, sin algo a qué aferrarme, sin algo, por lo menos, que me ayudara a medir el paso de las horas. Tuve que orinar en un rincón. Y luego, cuando de nuevo la necesidad fue urgente, ni siquiera pude estar seguro de haberlo hecho en el mismo rincón. Empezaba a perder, muy pronto, el sentido de la orientación. Me dormí en el único lugar disponible: el suelo; despertaba siempre empapado en sudor a causa de las pesadillas que me atormentaban. Eso sucedió unas cuatro o cinco veces, hasta que el hambre empezó a ser prioridad y me arrepentí de haber dejado ir aquel plato de comida.
Para cuando me volvieron a proveer de comida, dolorosas punzadas se habían apoderado de mi vientre y mi desnudez empezaba a antojárseme una estupidez, una nimiedad en la que no valía la pena pensar, pues hasta eso implicaba un gasto de energía. El hambre, cuando es de verdad, cuando pasas días sin probar bocado, te convierte en su esclavo. La caja volvió a deslizarse hacia abajo y yo me abalancé a ella. Era tanta mi premura que empecé a comer sin pensar en nada más. Pocos instantes después, la caja empezó a subir de nuevo y yo, famélico y torpe, terminé esparciendo la comida en el suelo con tal de no perderla. Me agaché a tientas y empecé a buscar. El arroz se había diseminado, pero procuré comerme hasta el último grano, devoré también el trozo de carne de cerdo, el tomate picado y las tres rodajas de plátano frito, sintiendo cómo cada sabor estallaba en mis papilas gustativas. Hice lo posible por dejar de lado mis prevenciones respecto al suelo. Ni siquiera puedo estar seguro de que esté sucio, me repetía mientras calmaba las ansias, aunque claro, había orinado por todos lados.
Mi hambre no se sació del todo, pero dejó de doler. Se redujo a un eco sordo que podía ignorar con relativa facilidad y así renacieron la ira y el desconcierto que me acompañaron incluso al empezar a recordar.
Mi padre es guardia de seguridad. Eso fue lo que me dijeron siempre. Cuando tuve edad suficiente como para cuestionar por qué siempre tenía el turno de noche y por qué a veces pasaba semanas sin salir de casa y aun así nunca nos faltó el dinero, me acallaron con un simple pero contundente Deja de preguntar pendejadas, ¿o es que alguna vez te ha faltado algo?
Mi hermana, siete años mayor que yo, me miró de soslayo, intentando sin mucho éxito ocultar una sonrisa. Yo tenía claro que mi mamá, aunque amorosa la mayor parte del tiempo, no tenía el menor reparo en repartir cachetadas cuando lo consideraba necesario, así que decidí dejar de preguntar pendejadas.
Fue un día de la madre, cuando tenía diez años, que empecé a entender que mi familia no era normal. Ese domingo desperté temprano y fui a preparar el desayuno de todos para sorprenderlos. Hice los huevos con chorizo que a mi papá le fascinaban, el café con leche y mucha azúcar que mi madre disfrutaba tanto y las tostadas francesas por las que mi hermana moría. Era un día especial, según habían repetido en mi colegio y en los comerciales de televisión hasta el hartazgo. Yo no tenía dinero, pero pretendía, tonto de mí, que todos fueran felices ese día, así que cocinar me pareció una gran idea. Hice bastante desorden en la cocina, pero cuando se tiene esa edad, esos detalles son secundarios, yo solo quería ver la expresión de todos y, con algo de suerte, que mi papá decidiera que era un buen día para que todos fuéramos a algún centro comercial, comiéramos helado y viéramos alguna película de acción o de terror. Por regla general, mis padres evitaban estar rodeados de demasiada gente, pero a veces, en contadas ocasiones, se permitían hacer una excepción, ¡y era el día de la madre!
Dispuse todo en la mesa de comedor y, ansioso, fui a avisarles. Golpeé en la puerta de mi hermana, ¡A desayunar!
, dije casi gritando. Mi hermana contestó algo que no terminé de entender pero que seguro era una de sus palabras altisonantes, las que usaba casi siempre que se dirigía a mí, que no le presté atención y seguí mi camino. La puerta de mis padres estaba entreabierta, así que no me tomé la molestia de golpear. ¡Mamá, papá!, alcancé a pronunciar antes de enmudecer: mis padres apenas despertaban y estaban desnudos sobre la cama, untados de sangre de pies a cabeza, sangre que manchaba también las sábanas e incluso las paredes.
—¿Y esto? —dije en un susurro, con la mandíbula descolgada por la sorpresa. Mi padre aún no parecía entender, pero mi madre reaccionó de inmediato.
Cubrió su desnudez como pudo con la sabana ensangrentada y caminó hacia mí, apresurada.
—¡Vete de aquí!, ¿por qué no golpeaste?
—¿Todo eso es sangre, mamá?
—Deja de preguntar pendejadas —sentenció, me empujó fuera de la habitación y cerró la puerta con fuerza.
Mientras desayunábamos, mis padres se justificaron con un supuesto accidente de trabajo de mi padre. Según ellos, se había visto involucrado en un tiroteo al defender la fábrica en la que trabajaba en las noches. Cuando notaron en mis ojos que no me creía una palabra, siguieron derrapando, agregando más y más detalles a una historia que no tenía ni pies ni cabeza. Luego, como era obvio que semejante montón de patrañas no las hubiera creído nadie, mi mamá optó por enfurecerse a causa del desorden en la cocina. Sobra decir que nadie había pronunciado palabra alguna respecto a la comida. Yo empecé a sentirme ofendido, muy ofendido, al punto de dejar de escucharlos con claridad. La sonrisa de mi hermana, que parecía gritar que ella sí lo entendía todo y yo era un perfecto imbécil por no hacerlo, convirtió los reproches de mi madre en murmullos ininteligibles que parecían originados en algún lugar muy lejano. La ira me sobrepasó. Golpeé la mesa con el puño y grité: ¡NO MÁS!
La mesa se partió en dos. No exagero. Como si hubiera estado hecha de icopor. Mis padres callaron al instante y mi hermana dejó de reír. Yo estaba tan sorprendido como ellos y supe, en ese instante, que el castigo que venía para mí no tendría precedentes. Pero mi mamá se limitó a pedirme, usando un tono mucho más amable del que cabría esperar en una situación como esa, que por favor me retirara a mi habitación y reflexionara sobre lo que acababa de hacer. Intenté hablar, ofrecerme a limpiar el desorden, buscar la manera de arreglar la mesa, lo que fuera, pero un gesto de mi padre con su mano me dejó claro que lo mejor era obedecer. Fui a mi habitación y en efecto reflexioné durante horas sobre lo que había sucedido. ¿De