La oscura memoria de las armas
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Como es de esperarse, nuestro personaje comienza una extraña aventura que incluye fantasmas del pasado, torturas y torturadores de la época de la dictadura, insólitas coincidencias y más.
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La oscura memoria de las armas - Ramón Díaz Eterovic
loro.
1
Lo peor era no tener nada que hacer. O casi nada, porque de tanto en tanto me daba el trabajo de encender un cigarrillo, cambiar de casete en el equipo de música y humedecer mi índice derecho para dar vuelta las páginas del libro que leía, sin dejar de estar atento a los golpes que alguien pudiera dar en la puerta de mi oficina. A ratos también intentaba comunicarme con Simenon y cuando el aburrimiento me apretaba el cuello, salía del departamento y bajaba al quiosco de Anselmo a conversar sobre los programas hípicos de la semana y de los mejores ejemplares que habíamos visto correr en distintas etapas de nuestra afición por los caballos y las apuestas. Mi principal ocupación, a falta de clientes que llegaran a la oficina, y lo que me permitía ir tirando por la vida junto con las apuestas afortunadas, consistía en reseñar extensos y aburridos libros de política, sociología, economía y otras ciencias ocultas que pretendían explicar el errático comportamiento del hombre desde sus primeros pasos sobre la tierra. Las reseñas iban a dar al boletín de una organización que tenía el pomposo nombre de Instituto de Investigaciones Internacionales, y si alguien las leía era un asunto que estaba lejos de mis preocupaciones. Con un poco de paciencia había llegado a cumplir mis primeros cincuenta años, una edad tardía para cambiar de oficio en un país donde el paso de los años pesa como una condena al momento de buscar empleo. El trabajo de las reseñas me lo había conseguido un antiguo compañero de universidad. Estaba tranquilo pero no podía asegurar que fuera feliz. Por las noches, mientras hacía esfuerzos por dormir, pensaba en mis investigaciones de los últimos años, y una puntada en un sitio próximo al corazón me obligaba a reconocer que extrañaba las correrías por la ciudad para encontrar fragmentos de verdad tan efímeros como el resplandor de las estrellas fugaces que a veces cruzaban por el sucio cielo de Santiago. Una o dos veces por semana veía a Griseta, la mujer que había conocido trece años atrás, cuando ella era una estudiante universitaria que necesitaba encontrar alojamiento por unos días. Desde entonces había pasado demasiada agua bajo el puente. Momentos gratos y tormentosos, separaciones y reencuentros. Sin embargo, pese a las penas y alegrías, me bastaba mirarla a los ojos para saber que lo nuestro tenía sentido y nos daba la pequeña paz que necesitábamos en el afán de ir sumando un día con otro.
No tenía mucho que hacer, y eso, entre otras cosas, me hacía pensar en un sueño que me visitaba algunas noches, puntual y riguroso, apenas posaba mi cabeza en la almohada y cerraba los ojos intentando borrar los hechos del día, el sonsonete de las horas, las hojas secas del aburrimiento dispersas sobre mi escritorio. Siempre era igual, como si fuera el texto de un guionista interesado en perfeccionar el efecto de una escena clave. Siempre igual, calcado, reiterativo y brutal como un golpe en la oscuridad: me encontraba de pie junto a la orilla del mar, con los pies enterrados en la arena y la mirada fija en el horizonte donde comenzaba a crecer una ola. Sobre mi cabeza pasaba una bandada de gaviotas y por un momento el mar dejaba de rugir y podía escuchar los latidos resignados de mi corazón. Luego la ola avanzaba, sinuosa, ágil, gris, con su cresta pintada de misterios. Ola serpiente. Ola rapaz. Deseaba escapar y no podía. En el sueño, abría los ojos y me costaba reconocer el lugar donde estaba. Misterio, todo era misterio y sombras. No importaba mi deseo de huir. El mar siempre terminaba alcanzándome. Era como el pasado, mi pasado y el de muchos otros. Una ola, el mar, su furia de enigmas y verdades confundidas entre restos de naufragios.
Ocupaba buena parte de mis horas en dormitar con los codos apoyados en la cubierta del escritorio o fumando con la mirada perdida más allá de la ventana que daba al río Mapocho y al barrio La Chimba, por donde rodaban los fantasmas ebrios de Rubén Darío y Pedro Antonio González, poetas que leí en mi época de estudiante universitario, mientras simulaba seguir con interés los conocimientos inútiles que endilgaba a sus alumnos el profesor de Derecho Romano. Eso pertenecía al pasado y a lo más me despertaba una leve nostalgia por la agilidad de mis veinte años y la cabellera que llegaba hasta mis hombros. Mis cabellos seguían firmes y abundantes, pero las canas que lo matizaban me obligaban a recordar que las hojas del calendario habían ido cayendo con su inevitable rigor. Nada que me preocupara en demasía, salvo cuando me ponía a pensar que la vida era un puñado de arena escurriéndose entre los dedos.
Detuve la calesita de los recuerdos y salí de mi departamento con la intención de dar una vuelta por el barrio. Deseché la idea de abordar el ascensor y me encaminé hacia la escalera de servicios. No cometí la imprudencia de contar los escalones existentes desde el séptimo piso hasta la calle, pero a medida que descendía fui pensando en lo poco que sabía acerca de los residentes del edificio. Recordaba a Stevens, el vecino ciego que me ayudó a resolver una investigación relacionada con fabricantes de bombas, y a unas muchachas que entregaban los cálidos servicios de una casa de masajes que terminó clausurada por culpa de los reclamos de una decena de vecinas aficionadas a las prédicas y los escapularios. En cuanto al resto, la mayoría de los vecinos eran un juego de máscaras sin nombres con las que me cruzaba al salir o entrar del edificio. Tampoco tenía quejas contra ellos. De tarde en tarde oía sus disputas verbales o la música chillona que brotaba desde sus departamentos, lo que no era motivo para reanudar la guerra de Troya ni salir a los pasillos a reclamar por mi cuota de silencio.
Mi paseo llegó hasta «El Lagar de Don Quijote», donde bebí una copa de vino y me entretuve escuchando la conversación entre dos parroquianos que habían pasado mucho tiempo en la compañía de Baco y les costaba reconocer el paisaje existente más allá de sus sonrosadas narices. Después regresé a la oficina con la intención de reseñar uno de los libros que me esperaban sobre el escritorio. Al entrar al edificio, me detuvo el conserje, un hombre bajo y pálido, al que habían contratado recientemente y procuraba por todos los medios a su alcance ganarse la estimación de los residentes.
–Tiene unas misivas, señor Heredia –dijo, al tiempo que me entregaba media docena de sobres.
–¿Misivas?
–Cartas –puntualizó el conserje con un tono de voz en el que se deslizaba un dejo de compasión por mi posible desconocimiento de la palabra que, hasta donde podía recordar, había visto utilizadas en las añosas novelas de piratas que leía en mi adolescencia.
–¿El cartero ya no sube a los departamentos?
–Recibo la correspondencia en la conserjería y luego la entrego a sus destinatarios.
–Muy eficiente –dije con cierta ironía–. ¿Cuál es su nombre, amigo?
–Félix Domingo Vidal.
–Feliz Domingo.
–Félix, con equis. Como xenófobo y xilófono.
–Xipetotec y Xochicatzin.
–Xilógrafo y Xerodermia.
–Xochipilli.
–Félix, con equis, no lo olvide señor Heredia.
Me despedí de Feliz Domingo y mientras subía en el ascensor, revisé los sobres. La mayoría contenían folletos de entidades financieras que ofrecían el paraíso terrenal a cambio de hipotecar los pulmones por ocho o diez años. De los restantes, uno contenía la invitación a suscribirme a una revista de crímenes inolvidables; otro, la carta y el cheque de un antiguo cliente que agradecía mis servicios y se disculpaba por la demora en el envío de mis honorarios. El cheque no era muy abultado pero alcanzaba para pagar las cuentas del departamento, comprar un par de libros, llevar a Griseta al cine y guardar varios rostros de Andrés Bello en la billetera de piel de serpiente cascabel que me había regalado un amigo mexicano. El último sobre estaba dirigido a alguien que se llamaba Desiderio Hernández y vivía en el departamento 707, a dos o tres puertas de mi oficina. Pensé en regresar al primer piso y hacerle ver el error al eficiente Feliz Domingo, pero la distancia me pareció excesiva y preferí reparar personalmente la equivocación. Al salir del ascensor, el pasillo me pareció más oscuro que en otras ocasiones y me provocó una leve sonrisa observar la placa de acrílico que promovía mi oficio de investigador. La placa lucía descolorida en los bordes, pero la leyenda HEREDIA, INVESTIGACIONES LEGALES conservaba la lozanía de la primera vez que la leí. Llegué frente a la puerta del departamento 707 y presioné el timbre instalado a uno de sus costados. Esperé, y pasados algunos segundos, sentí el ruido de un cerrojo que alguien descorría con dificultad. Vi asomarse la cabeza de un hombre. Sus mejillas lucían perfectamente afeitadas y algo rígidas, como si las hubieran cubierto con una capa de cerote. Sobre sus labios tenía un bigote negro, teñido. El hombre me observó con recelo y no demostró ningún entusiasmo por mi presencia.
–¿El señor Desiderio Hernández? –pregunté mientras comenzaba a lamentar mi improvisado trabajo de cartero.
–¿Qué desea? –preguntó el hombre, duro y cortante como navaja.
–El conserje me entregó la correspondencia y por error, entre mis cartas venía una dirigida a su nombre. Como somos vecinos, pensé en entregársela y...
–Démela –ordenó Hernández sin darme tiempo a terminar la explicación.
Le pasé la carta, verificó que no estuviera abierta y sin decir ni media palabra, cerró la puerta. Volví a oír el ruido del cerrojo y tuve que hacer un esfuerzo para reprimir mis deseos de patear la puerta.
–La amabilidad es moneda escasa en nuestros días –dije en voz alta mientras caminaba hacia mi departamento.
Olvidé el incidente mientras preparaba café. Vivir con otras personas en un mismo edificio no es más que otra muestra del destino caprichoso que nos vincula a desconocidos, a veces con lazos fuertes y otras con hilos tan frágiles como un saludo al pasar o un leve movimiento de hombros. La ciudad impone una vida rápida e impersonal, sin muchas oportunidades para los sentimientos. Nada para preocuparse, salvo que uno tenga vocación de vecina chismosa o de escritor interesado en las pellejerías ajenas.
Me acomodé en mi sillón, frente al escritorio, y después de encender un cigarrillo, abrí el libro que tenía a mi alcance, y cuyo título –La incidencia del nivel educacional en el desplazamiento urbano– me auguraba varias horas de bostezos.
–¿Estás de acuerdo? –pregunté a Simenon.
–¿De acuerdo con qué? –preguntó el gato mientras intentaba cazar a un moscardón de alas negras.
–Últimamente no tenemos mucho de qué conversar –le respondí al tiempo que lo miraba de reojo.
2
El aburrimiento comía mi piel con la voracidad de un sabañón y la lectura del libro que pretendía reseñar continuaba detenida en la primera página, tan seductora como el aliento trasnochado de un caneco. Debía buscar nuevos clientes o acabaría pasando una temporada en la casa de orates, aullando como perro a la luz de la luna. Pero no era fácil. Nadie golpeaba a mi puerta y como si eso fuera poco, las agencias de detectives privados aumentaban en la guía de teléfonos y algunas de ellas hasta tenían la osadía de deslizar bajo mi puerta volantes en los que ofrecían los servicios de búsqueda de vehículos robados, seguimiento de infidelidades, pruebas de paternidad en laboratorio, supervisión de nanas con microcámaras, investigación cibernética y búsqueda de antecedentes para juicios. Malos tiempos para un detective que solo podía ofrecer a sus clientes la inseguridad de su olfato y la certeza de sus dudas.
El timbre del teléfono interrumpió mis quejas. Tomé el auricular y luego de escuchar mi nombre, reconocí la apagada voz del Escriba, mi amigo que se dedica a escribir novelas a costa de las historias que le cuento mientras compartimos unas copas en el «City» o el «Rimbaud».
–¿Cómo te tratan las musas? –le pregunté–. ¿Sigues escribiendo acerca de este modesto ciudadano o encontraste otro tema?
–Ni lo uno ni lo otro, Heredia. Paso por una mala racha y necesito urgentemente una de tus historias. Cualquier cosa, por insignificante que te parezca.
–Nada, no hay nada para ti, Escriba. Hace dos meses que a mi oficina no entran ni las arañas. Ni siquiera he tenido la oportunidad de luchar contra molinos de viento, como lo hacía el flacuchento caballero de La Mancha que, dicho sea de paso, celebró sus cuatrocientos años de vida y sigue en la ruta con la misma prestancia de sus años mozos.
–Me acaban de pedir un texto para una antología de cuentos y contaba con tu auxilio para salir del pozo.
–Temo que tendrás que agudizar la imaginación.
–Entonces, invítame una copa. Mis faltriqueras están tan escuálidas como tu negocio –dijo el Escriba.
–Cambia de giro. Vende completos o maní confitado. A poca gente le interesan los escritores y sus libros. La mayoría prefiere gastar sus monedas en hamburguesas o papas fritas. Hay cierta gente que no se salvará del despeñadero. Terminarán obesos y con la agilidad mental de un portón.
–He pensado escribir una novela tuya ambientada en el medio hípico. ¿Qué dices?
–Te advierto que en ese tema es difícil llegar a un final original. En la hípica se gana o se pierde y lo demás es secundario.
–Estás más apocalíptico que nunca. Espero que la próxima vez que hablemos me tengas una buena historia.
–Lee la prensa, entra a un bar, camina por las calles. Te aseguro que a toda hora y en cualquier punto de la ciudad ocurre algo digno de relatar.
Griseta entró a la oficina, se acercó a mi lado y me besó en los labios. Hacía tiempo que no se peinaba a lo punk ni vestía de negro, como cuando nos conocimos, pero sus cabellos rojos y recortados le seguían dando el aspecto juvenil y despreocupado que me había cautivado al verla por primera vez. Venía acompañada por una mujer morena y avejentada que vestía un traje azul, de dos piezas.
–Virginia Reyes –dijo Griseta, presentándome a la desconocida.
Le indiqué una de las sillas ubicadas frente a mi escritorio y la mujer se sentó sin decir nada. La observé de reojo y algo en la expresión de su rostro me hizo reprimir el deseo de encender un cigarrillo. A los costados de la nariz lucía unas machas oscuras, y sus labios, levemente pintados de rojo, estaban rodeados de pequeñas arrugas.
–Virginia fue mi profesora de matemáticas en el liceo –dijo Griseta, en lo que intuí el inicio de una historia que contaba con alguna intención que no tardaría en dejar al descubierto–. Dejamos de vernos cuando terminé mis estudios y hace dos meses nos reencontramos en el supermercado. Quedamos en almorzar a la semana siguiente y un día antes de la cita, me llamó para decirme que había muerto su único hermano.
–Lo siento –dije, instintivamente, sin lograr imprimir un tono de tristeza en mi voz.
Virginia Reyes esbozó una sonrisa comprensiva. Enseguida alisó su falda azul y miró con simpatía a Simenon, que acababa de brincar sobre el escritorio y daba la impresión de estar interesado en la conversación.
–Griseta me contó que usted es detective privado y pesquisa cualquier tipo de delitos.
–A veces, cuando puedo o se presenta la ocasión, hago el trabajo que usted dice –dije, al tiempo que me preguntaba si tenía el ánimo suficiente para seguir escuchando la historia de la mujer.
–Siendo así, tal vez pueda ayudarme –agregó la mujer.
–¿De qué se trata? –pregunté con el tono desganado de un funcionario a cargo de la ventanilla de informaciones.
–Mi hermano Germán fue asesinado. Dos hombres lo esperaron a la salida de su trabajo y le dispararon. Murió en el lugar sin que nadie pudiera ayudarle.
–Un asalto callejero es algo que la policía sabe investigar. Pone a trabajar a sus soplones y no tarda en tener una pista que permite descubrir al responsable.
–El asesinato de mi hermano no fue producto de un asalto común. Creo que los culpables simularon el atraco para despistar a la policía.
–¿Qué le hace pensar en una simulación?
–No le robaron ninguna cosa, y eso que llevaba su sueldo del mes y el reloj que heredó de un tío.
–Tal vez eran dos asaltantes inexpertos, a los que luego de disparar les entró pánico y se dieron a la fuga. No sería la primera vez.
–Eso dice la policía. Sin embargo, una semana antes de su muerte, mi hermano me dijo que pensaba que lo andaban siguiendo.
–¿Quién lo seguía?
–Germán había visto a un par de hombres en varios lugares que él frecuentaba. Y también en la calle. Lo concreto es que tenía miedo.
–Aunque se supone que pasó el tiempo de las persecuciones y los asesinatos, al menos por motivos políticos, le recomiendo que interponga algún recurso en los tribunales.
–Dudo que sirva de algo después de su muerte. Mi hermano andaba extraño en el último tiempo. Llegaba a la casa y se encerraba en su pieza. Si tenía algún problema, pienso que se relacionaba con algo que sucedía en la barraca donde trabajaba.
–Específicamente, ¿en qué está pensando?
–Robos, líos con algún compañero de labores. A ciencia cierta, no lo sé. De lo único que estoy segura es de que la policía no le prestó la atención debida a su muerte.
–¿Qué edad tenía su hermano?
–Sesenta años.
–¿Casado?
–Contrajo matrimonio cuando tenía veinticinco años y se separó cuatro años después, sin hijos ni ganas de embarcarse en otra relación por un buen tiempo. Desde hace dos años tenía una amiga con la que comenzaría a convivir próximamente. Se llama Benilde Roos y trabaja de enfermera en un centro médico.
–¿Qué piensa ella de lo ocurrido?
–La verdad es que lo ignoro. La vi en el sepelio y parecía incapaz de pensar en otra cosa que no fuera su pena. Después no la he vuelto a ver. Nunca hemos sido amigas y hasta donde recuerdo, solo visitó mi hogar en una ocasión.
–¿Su hermano tenía algún amigo? Alguien en el que confiara.
–Ninguno que lo fuera ver a la casa. Sé que asistía a las reuniones de un club o sociedad de la que nunca hablaba mucho.
–Su hermano era un hombre de pocas palabras.
–Hablaba lo preciso conmigo y mis hijas. Cuando Griseta me habló de usted, me puse a pensar en lo que podía contarle acerca de mi hermano, y la verdad es que no es mucho. Teníamos siete años de diferencia. Germán era hijo del segundo matrimonio de mi padre y más allá del cariño natural entre dos hermanos, nunca mantuvimos una comunicación muy fluida.
–¿Cómo supo que fue asaltado por dos hombres?
–Hubo un testigo, Darío Carvilio, compañero de trabajo de Germán. Él entregó su versión de los hechos a la policía.
–¿Puedes ayudar a Virginia? –preguntó Griseta.
Miré el horizonte asoleado que se extendía más allá de la ventana del departamento y no respondí.
–Puedo pagar sus servicios –agregó Virginia Reyes, al apreciar mi aparente desinterés.
–No estaba pensando en mis honorarios, señora. El principal misterio parece ser su hermano.
–¿Qué quiere decir con eso? –preguntó la profesora.
–Si descubrimos la causa de su miedo, tal vez podamos llegar a saber quién le hizo daño. Suponiendo, desde luego, que no fue un asalto motivado por el robo.
–¿Vas a tomar el caso? –preguntó Griseta, impaciente.
–Puedo hacer algunas preguntas, sin que ello implique llegar a conclusiones distintas a las de la policía –dije, y luego de una pausa que aproveché para mirar por la ventana de la oficina, le pregunté a la profesora el nombre del lugar donde había trabajado su hermano.
–Barraca León. Queda en las primeras cuadras de la avenida Vicuña Mackenna. Germán trabajaba de cajero en ese lugar.
–También necesitaré ubicar a Benilde Roos y revisar las pertenencias de su hermano.
3
–Gracias por ayudar a Virginia –dijo Griseta–. Es una buena mujer y no sabía a quién recurrir. Por eso me atreví a indicarle tu nombre. Espero que no te haya molestado.
La profesora se había ido y Simenon era el único testigo del abrazo que nos unía mientras la tarde iba dando paso a las primeras sombras de la noche.
–Descuida, reseñar libros me tenía con el ánimo por los suelos. Me hará bien respirar el olor de las calles. Sobre todo si al final del camino me aguarda una doncella orgullosa de mis hazañas.
–¿Doncella? Vivimos en el siglo XXI y no soy la muchacha que conociste años atrás. Además, hace tiempo que las mujeres dejamos de ser el premio de nadie.
–No esperaba tamaña andanada como respuesta a mi broma.
–Prefiero poner límite anticipado a tus arrebatos de macho cavernícola.
–El de la triste figura no es el único con derecho a una dosis de locura –dije, al tiempo que besaba los labios de Griseta–. Y la mina aquella, la del Toboso, tampoco era una muchacha en flor.
Virginia Reyes me recibió en el living de su casa, una habitación pequeña y mal iluminada en la que había dos sillones, una mesa de centro en la que se posaban varios ceniceros de cerámica y un trinche sobre el cual se exhibía una colección de retratos que supuse pertenecían a ella, su marido y sus dos hijas. Me ofreció un café y mientras lo servía reiteró sus sentimientos de culpa por la incomunicación en la que había vivido con su hermano. Ninguna cosa que no hubiera dicho en la oficina o no tuviera el sello de lo irreparable. Le pedí que me mostrara la pieza de Germán Reyes y mientras me conducía por un pasillo sombrío, me contó que su marido había fallecido seis años atrás y que sus hijas estudiaban pedagogía y asistencia social en la universidad.
–Las pertenencias de Germán están tal cual él las dejó –dijo cuando entramos a la pieza, cuyo principal atractivo era una ventana por la que se podía observar un patio en el que crecían rosales, gladiolos, margaritas y otras plantas de nombres desconocidos para mí. El resto de la habitación y sus muebles tenían un aspecto empobrecido. Una cama con respaldo de bronce, un ropero de dos cuerpos, una silla de madera y un escritorio sobre el que había algunos libros y una radio que perfectamente podía haber tenido espacio en la vitrina de un museo.
–Preferiría hacer la inspección a solas.
–Como usted quiera –respondió la mujer, imprimiendo un leve tono de molestia a su voz.
Lo primero que me llamó la atención fue la foto enmarcada que estaba en el velador ubicado junto a la cama. En ella aparecía una mujer morena y de rostro adusto, y un hombre calvo que lucía una frondosa barba encanecida. Supuse que eran Germán y su amiga. Saqué la foto del marco y la guardé en uno de los bolsillos interiores de mi chaqueta.
Dentro del ropero encontré un terno arrugado, dos camisas y una corbata descolorida. También unos zapatos cuarteados y una ruma de diarios. Ninguno de esos objetos llamó mi atención, y en el cajón del velador tampoco había nada especial. Algunas aspirinas, dos lápices, monedas de poco valor y un libro de dichos populares. Cerré el cajón del velador y presté atención a los libros que estaban sobre el escritorio, en su mayoría ensayos políticos de autores que desconocía y un par de novelas de Eric Ambler. En los cajones del escritorio encontré una caja con postales amarillentas, una libreta de ahorro del Banco Estado y varias revistas deportivas. El dinero registrado en la