Aquellas Mujercitas: Edición Juvenil Ilustrada
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En esta edición se presenta una cuidada versión ilustrada, adaptada al público más joven, y para los adultos que quieran volver a encontrarse con las hermanas Meg, Jo, Amy, y Beth de una manera rápida y amena.
Louisa May Alcott
Louisa May Alcott (1832-1888) is the author of the beloved Little Women, which was based on her own experiences growing up in New England with her parents and three sisters. More than a century after her death, Louisa May Alcott's stories continue to delight readers of all ages.
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Aquellas Mujercitas - Louisa May Alcott
TODOS
Créditos
AQUELLAS
MUJERCITAS
*
Louisa May Alcott
EDICIÓN JUVENIL ILUSTRADA
Traducción y adaptación: Javier Laborda López
Ilustraciones: Claude Beaumont
Aquellas Mujercitas (Good Wives)
© Louisa May Alcott, 1871
© De la presente traducción y adaptación Javier Laborda López 2017
© Ilustraciones: J.C. Beaumont 1984
Índice
Índice
Capítulo I
VIEJOS AMIGOS
Capítulo II
¡SUEÑOS!
Capítulo III
CUMPLIMIENTOS SOCIALES
Capítulo IV
AMY, ESCRIBE
Capítulo V
LEVE SOMBRA
Capítulo VI
UNA HERMOSA AMISTAD
Capítulo VII
SE DESGARRA EL VELO
Capítulo VIII
UN LAURIE DESCONOCIDO
Capítulo IX
ACUSACIÓN
Capítulo X
EL BÁLSAMO DEL OLVIDO
Capítulo XI
UNA LUZ EN LAS TINIEBLAS
Capítulo XII
LLUEVE A GUSTO DE TODOS
VIEJOS AMIGOS
Capítulo I
¿Recordáis aquellas bulliciosas hermanitas que conocimos en la obra anterior titulada " Mujercitas"?
¿Y a sus padres, el señor March y su bondadosa esposa?
¿Y a Laurie, amigo fiel de las jovencitas?
Pues vedles otra vez entre vosotros.
Desde la última vez que conversamos con ellos han pasado tres años, que han convertido a las cuatro niñas: Meg, Jo, Amy y Beth, en unas lindas y alegres muchachas dotadas de apreciables cualidades.
El honrado señor March había vuelto definitivamente a su hogar, una vez acabada la guerra. Desde su consultorio se esforzaba, luchando al mismo tiempo con sus dificultades económicas, en sembrar el bien y llevar a sus clientes más necesitados todo el consuelo que su cristiana caridad le inspiraba.
Su amor al estudio y la sencillez de sus acciones, le habían impedido brillar en las altas esferas, mas por contra contaba con el maravilloso tesoro de la veneración y el respeto de los menesterosos.
Dentro de su familia era el firme apoyo de su esposa y el consejero amado y leal de sus hijas, que veían en la luz serena de sus ojos el fulgor necesario para disipar la niebla de sus dudas y vacilaciones.
En la dulce señora March hallaban las muchachas, por el contrario, la segura confidente de sus secretillos y problemas de menor cuantía.
Y de esta forma, era aquel hogar un cálido nido rebosante de amor y paz.
Quizás parte de aquella felicidad se debía a que los componentes de la unida familia se ocupaban en todo momento en diversas actividades.
Así, la buena señora March, aun cuando buena parte de sus cabellos estaban blanqueados por la nieve de los años, se desvivía ahora en la preparación de la boda de Meg.
El prometido de la joven, nuestro excelente amigo John Brooke, había tomado parte antes de ser licenciado, en duras y heroicas acciones de guerra. Al terminar la horrible contienda, el señor Lawrence quiso poner a su disposición un capital para que le fuera posible emprender algún negocio, mas el joven rehusó delicadamente ya que era su firme propósito ofrecer a Meg un porvenir, aun cuando modesto, debido a su propio esfuerzo. Consecuente en su idea, ingresó como tenedor de libros en un importante comercio.
La enamorada Meg, que disponía su arreo llena de ilusión y esperanza, no dejó de comparar su sencilla vida futura con la que, colmada de lujos y vanidades, llevaba su amiga Sallie Fardiner, casada con el adinerado Ned Moffat. Mas tanto cariño y honradez advirtió en John, que pronto olvidó la abundancia de bienes de su amiga para considerarse la mujercita más dichosa del mundo.
El dibujo artístico seguía llenando la vida de Amy y la muchacha, animada por sus continuos progresos, acudía todas las tardes al estudio de un profesor pagado por la tía March.
Beth, la dulce y humilde niña de hermosos ojos y suaves ademanes, no había logrado reponerse por completo de su traidora enfermedad. Su aspecto era el de una frágil muñequita de pálido semblante que, cual abejita laboriosa, continuamente se estaba ocupando en multitud de trabajos caseros.
En cuanto a la impulsiva y noble Jo, en cuanto quedaba libre de su profesión de lectora de la tía March, corría a enfrascarse en sus libros o trabajos literarios. Y aún le sobraba tiempo para hacer reír con sus ocurrencias a su querida hermanita Beth.
Laurie, que se había convertido en un elegante y atractivo joven, ingresó en el colegio, más que nada por complacer a su abuelo. Pero ello no fue obstáculo para que su carácter alegre le empujara frecuentemente a realizar aventuras y travesuras, que luego relataba detalladamente a sus absortas amiguitas. Menos mal que en todas sus bromas no había nunca mala intención y ya se cuidaban de ello su abuelo y la propia señora March, que velaba por él como si de un hijo se tratara.
Claro está que eran Amy y Jo las que casi siempre recibían las confidencias de Laurie y sus amigos, pues Meg sólo vivía pensando en John y a la tímida Beth parecía asustarle la exuberante vitalidad del optimista muchacho. Jo era para los amigos de Laurie un camarada más y ella misma tenía que hacer a veces grandes esfuerzos para no imitar sus gestos y dichos varoniles. En cambio, la presencia de Amy cohibía bastante a los jóvenes y con frecuencia cambiaban sus risotadas por sentimentales suspiros que hacían una gracia enorme a Jo.
John Brooke había dispuesto una pequeña y alegre casita para él y para Meg, que Laurie bautizó con el nombre de Dove-Cot
, pues supuso con muchísima razón que la vida de sus amigos iba a ser como la de una pareja de tórtolos
. El minúsculo nido tenía también un diminuto jardín en el que el optimista John proyectó instalar unos frondosos árboles que dieran sombra a una fuente que, a su vez, regalara a innumerables y perfumadas flores con la delicia de su líquido...
Mas en tan escaso espacio, los árboles se quedaron en pequeños arbustos, la fuente en una modesta pila y las flores en una aromática y bella ilusión.
¿Qué importancia tenía ello si, al revés de las cosas, el cariño que se profesaban los jóvenes crecía por momentos con la ayuda de Dios?
El interior de la casita era un prodigio de buen gusto y sencillez. Todo agradable y ordenado. Con profusión de libros y algunos cuadros buenos. Entrando a raudales la bendición del sol por las amplias ventanas. Y con la suerte, además, de no poseer medios de fortuna para comprar un piano... Hubiera sido imposible introducirlo en la alegre vivienda...
La señora March y sus cuatro hijas convirtieron la casita, a fuerza de trabajos y desvelos, en un primoroso lugar y aun Laurie quiso cooperar a su manera en la instalación de los futuros esposos. Ello produjo muy buenos ratos a las cinco mujeres pues un día se presentaba con un utensilio de cocina que se rompía antes de usarlo, otro con una escoba dura como una cardadera, un tercero con una pasta para pegar que pegaba todo... menos los objetos que se querían pegar.
En principio la tía March se escandalizó ante la boda proyectada y anunció que no les haría ningún regalo. ¡Todo le parecía poco para sus sobrinas! Mas al pasar el tiempo fue disipándose su enfado y optó, para no desdecirse de su palabra, por encargar a la señora Carrol, madre de Florence, que comprase un maravilloso ajuar y se lo entregara a Meg como si fuera regalo de ella. Pronto se enteró, no obstante, la familia March quién era en realidad la autora del costoso obsequio y ello fue para todos motivo de regocijo, especialmente cuando oían asegurar firmemente a la tía que no regalaría a Meg más que las perlas que prometió a la primera sobrina que se casara.
Y de esta forma feliz y apacible, llegaron todos nuestros amigos a la víspera del acontecimiento.
Cuando Laurie se despidió aquel día, volvióse a Jo para decirle:
—Pronto estarás en iguales condiciones que Meg, querida Jo. Verás cómo no tardas en casarte.
—No seas tonto, Laurie —repuso la muchacha apurada—. Yo estoy contenta porque voy a ser la solterona de la casa... Ten en cuenta que alguien tiene que cuidar de los sobrinitos...
***
Meg fue siempre una amiga leal y constante del sol, de la brisa, de los pájaros y de las flores... Pues bien, ninguno de ellos faltó a la cita en el día más feliz de su vida.
Y aún parecía que habían llegado con redoblado entusiasmo en aquella hermosa mañana de junio. La luz primaveral ponía bellas tonalidades en las cosas que acariciaba y el leve vientecillo mecía las rosas recién abiertas, como si quisieran elevarse y saludar a la amiga que las abandonaba.
La primera mirada de la honesta joven, fue aquel día para sus amadas flores y en verdad que ella misma, asomadas a sus ojos las hermosas cualidades que adornaban su alma, parecía la más linda rosa de su jardín.
La casa fue una colmena desde las primeras horas. Los regalos llegaban y eran colocados precipitadamente en cualquier sitio. Entraban y salían personas a cumplir encargos y consultas. Las tres hermanas se ocupaban con todo esmero en vestir a Meg, que desde el primer momento rechazó sedas y encajes fastuosos.
—Todos los que hoy van a estar a mi lado —exclamó la muchacha— son amados por mí y no quiero que vean otra persona distinta a la que ellos conocen. No deseo aparentar un lujo que luego no voy a mantener.
El traje de novia, que ella misma había confeccionado, era hermoso y sencillo a un tiempo. Con cada puntada había mezclado la virtuosa muchacha una ilusión juvenil o una plegaria para que el buen Dios protegiera su matrimonio. Cuando sus hermanas terminaron de disponer el hermosísimo cabello y colocaron sobre su pecho, como único adorno, unos lirios del valle, flor preferida de su querido John, exclamó Amy contemplando embelesada a su adorada Meg.
—Eres encantadora... a pesar de que sigues siendo nuestra hermanita; si no es porque temo arrugarte el