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Palos de ciego
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Libro electrónico251 páginas4 horas

Palos de ciego

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En plena juventud David Torres descubrió que llevaba el mismo nombre de ese hermano mayor que murió. La sombra de la posibilidad de que su hermano fuera uno de los miles de niños "robados" planea sobre ese descubrimiento.
Este pensamiento permaneció durante décadas hasta que emergió del fondo de la memoria cuando intentaba escribir una novela imposible: La historia de los cientos de músicos ciegos exterminados en los terribles años de las purgas de Stalin
Ambas historias se bifurcan con la búsqueda de otras verdades -o mentiras- durante el largo periodo estalinista.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 jul 2017
ISBN9788412039177
Palos de ciego

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    Palos de ciego - David Torres

    i

    . Borrón

    Todas las mañanas iba de camino a la escuela sorteando las líneas del empedrado y las grietas en el cemento. No era fácil, tenía que prestar atención para no pisarlas, de modo que caminaba con la vista en el suelo, la cartera repleta de libros a la espalda, atento a cada paso. Apenas había cinco minutos a pie, desde mi casa en el número 7 de Patriarca San José hasta el Colegio Pío XII en Valdecanillas, pero el sendero trazado en mi cabeza y del que no podía desviarme un milímetro consistía en una imaginaria ruta de alta montaña, un complejo mapa mental que exigía cuidado y destreza: tres pasos aquí, dos allí, un salto, otro salto, caminar por el bordillo, agarrarse a un muro. A veces el sendero se adelgazaba hasta el filo de un abismo, otras exigía una delicada maniobra de escalada.

    Repetía el enmarañado itinerario cada mañana bajo el sortilegio de que si me equivocaba, si pisaba una grieta por descuido, sucedería algo terrible. Tampoco me tomaba la amenaza muy en serio; no era una creencia firme sino más bien una superstición, un juego privado, un vago protocolo transmutado en costumbre. Recuerdo el camino, las ásperas paredes del portal, los ladrillos donde anidaban arañas, los árboles descascarillados que servían de portería de fútbol, la barandilla de metal junto al almacén de Azulejos Gascón, el rastro del carbón en las aceras, el olor de la vieja lechería perdida tantos años atrás y ante la que todavía cierro los ojos. Desde entonces mis padres han cambiado de domicilio dos veces, pero nunca fueron muy lejos. De hecho, todavía siguen viviendo en Valdecanillas, en unos edificios levantados más o menos enfrente del lugar donde se hallaba mi antiguo colegio. El cual no consistía más que en el bajo de una vivienda, tres o cuatro habitaciones donde nos amontonábamos los críos: quinto y sexto juntos, séptimo y octavo juntos, el resto —párvulos, primero, segundo, tercero y cuarto— más o menos revueltos. El colegio desapareció y aquellas habitaciones permanecieron cerradas durante décadas, los verdes postigos metálicos herrumbrándose a cámara lenta y las mayúsculas pintadas de rojo en el muro —

    pío xii

    — desvaneciéndose como el papado que evocaban. De vez en cuando, al regresar al barrio y pasar frente a los desgastados muros, me gustaba imaginar que en el interior, bajo la oscuridad, el polvo y la mugre, aún subsistían pizarras y pupitres entre los que merodeaban los espectros de los niños que fuimos.

    Ahora, al atravesar esas mismas calles, no consigo evocar las sensaciones que me afligían cuando las recorría de niño, a las ocho de la mañana, de camino a la escuela. Tal vez necesite encajar mis pasos en las mismas huellas de entonces, en la partitura del pasado, para que las notas cobren vida y el recuerdo eche a andar en mi cabeza.Conservo todavía algunas cosas —el frío del invierno, la escarcha sobre los parabrisas donde escribíamos con un dedo deliciosamente entumecido, el bullicio de los gorriones en las ramas primaverales—, pero no son más que animales disecados, tristes réplicas, como la gallineta de pico rojo y ojos de cristal que me observaba desde lo alto de su muerte. No logro recobrar los detalles, el plano exacto de mi peregrinaje. Tampoco estoy seguro de qué castigos me había designado si pisaba alguna grieta o si me desviaba del recorrido; sólo sé que obedecía a un impulso absurdo, pueril, no muy distinto al temor de quien no puede dormir con un armario entreabierto o con la luz apagada. Poco a poco olvidé el ritual —que fue borrándose de mi cabeza como una nana de infancia, como las fechas de batallas y las ecuaciones que ya no necesitamos— y empecé a ir al colegio en línea recta, sin importarme si pisaba las grietas del cemento o las rayas del empedrado.

    Vuelvo la vista atrás y me veo caminando solo, esquivando barrancos y abismos imaginarios, a pesar de que en aquellos años forzosamente tenía que ir junto a mi hermano Dani, dos años menor que yo, que estudiaba en el mismo colegio. Le llamo por teléfono y le pregunto si íbamos juntos por la mañana al Pío XII; me responde que claro que íbamos juntos. Hay muchos huecos, muchas cosas extraviadas, muchas zonas en blanco en ese plano mordisqueado con el que intentaba conjurar el miedo a la escuela, pero me pregunto dónde ha ido a parar Dani.

    La memoria no es fiable, lo que quiere decir que quizá tampoco lo sea el pasado, que hasta cierto punto vivir consiste en avanzar sobre una resbaladiza y frágil capa de hielo bajo la que se agitan algas, peces, casas abandonadas, novias perdidas, juguetes rotos, profesores exiliados, vecinos borrosos, amigos idos para siempre: los galeones hundidos de la infancia. Dani había sido extirpado de mi camino al colegio lo mismo que ciertos camaradas de Stalin desaparecían en las fotos antiguas, sin dejar rastro. Echo la vista atrás y no logro encontrar su mano en la mía cuando vamos caminando juntos sobre el hielo, sobre la nieve, sobre el asfalto veteado de grietas. Lo que ninguno de los dos sabía entonces es que también nos acompañaba el fantasma de un hermano muerto.

    No estoy interesado en componer una autobiografía, tampoco he llevado nunca un diario, salvo un cuaderno de viaje en el Camino de Santiago que no pasó de cuatro o cinco anotaciones. Escribo esto porque creo que es la única manera de quitarme de encima un libro que me ha obsesionado durante veinte años. Intenté escribirlo de muchas maneras: al principio tomó la forma de una novela centrada en un episodio histórico concreto; después pivotó alrededor de dos acontecimientos relacionados con el período estalinista; poco a poco fue cobrando dimensiones colosales, hasta abarcar la revolución bolchevique, la hambruna en Ucrania, la batalla de Stalingrado, medio siglo

    xx

    . Por último, se fue desgajando en varias novelas menores, al estilo de esas matrioskas en las que una novela histórica contiene una policíaca, la policíaca un libro de viajes, el libro de viajes una autobiografía y un ensayo. Tuve que admitir mi fracaso: no estaba preparado para acometer la tarea. Cuando empecé a idearlo, veinticuatro años atrás, aún no había publicado un solo libro; ahora tengo unos quince volúmenes a mis espaldas. Entonces no sabía apenas nada de la historia a la que me enfrentaba; ahora he leído buena parte de la bibliografía sobre el tema y admito que sigo sin saber apenas nada. Pero son dos especies de nada distintas: una viene de la ignorancia, la otra del conocimiento. Como advirtió Miguel Hernández, igual que nuestras vidas, este libro es también un viaje de una nada a otra nada.

    Sobre mi mesa se despliegan siete pilas de libros, unos sesenta títulos plagados de nombres rusos, anotaciones y líneas subrayadas: un Kremlin de lecturas al que ya ni me atrevo a acercarme. En los últimos años he consultado bibliotecas, he preguntado a amigos, he leído centenares de biografías, reportajes, memorias, crónicas, estudios, monografías, artículos, novelas y relatos más o menos relacionados con el comunismo soviético, pero cada página leída me aleja más y más del origen, de aquella página seminal que guarda el germen de mi proyecto:

    Yo no soy un historiador. Puedo contar muchos cuentos trágicos y citar muchos ejemplos, pero no lo haré. Hablaré de un incidente, sólo de uno. Es una historia horrible y cada vez que pienso en ella me quedo aterrado, y no deseo volver a recordarla. Desde tiempo inmemorial, los cantantes folclóricos han vagado por los caminos de Ucrania. Allí eran llamados lirniki y banduristi. Eran casi siempre ciegos —por qué esto es así, es otra cuestión en la que no voy a entrar, pero, para decirlo brevemente, es tradicional—. El tema es que siempre eran gentes ciegas e indefensas, pero nadie se atrevió nunca a tocarles o a hacerles daño. Golpear a un hombre ciego, ¿puede haber algo más bajo?

    Y entonces, a mediados de los años treinta, se anunció el Primer Congreso General de los Lirniki y Banduristi Ucranianos, y todos los cantores folclóricos tuvieron que reunirse y discutir qué harían en el futuro. «La vida es mejor, la vida es más alegre», había dicho Stalin. Los ciegos le creyeron. Y fueron al Congreso de todas las partes de Ucrania, desde villorrios chiquitos y olvidados. Cuentan que había varios cientos de ellos en el Congreso. Era como un museo viviente, la historia viviente del país. Todas sus canciones, toda su música y poesía. Y casi todos ellos fueron fusilados, casi todos aquellos patéticos ciegos fueron asesinados.

    ¿Por qué se hizo aquello? ¿Por qué aquel sadismo: asesinar a los ciegos? Justamente por eso, para que no estorbaran. Por entonces estaban realizando grandes hazañas, la colectivización total estaba en marcha, habían destruido a los kulaks como clase, y resulta que ahí estaban aquellos ciegos, vagabundeando y cantando canciones de dudoso contenido. Canciones que no habían pasado por la censura. ¿Y qué clase de censura se puede tener con los ciegos? A un ciego no le puedes pasar un texto corregido y aprobado, ni siquiera le puedes escribir una orden. A un ciego se lo tienes que decir todo de palabra. Eso toma demasiado tiempo. Y tampoco vas a desperdiciar un trozo de papel, y así te das cuenta de que ya no hay tiempo. Colectivización. Mecanización. Era más sencillo fusilarlos. Y así lo hicieron.

    He ahí la página 346 de la edición española de Testimonio, las memorias de Dmitri Shostakóvich, un libro polémico por muchos motivos. Más adelante volveré sobre la polémica. Por ahora bastará con señalar que, en el mismo momento de leer ese fragmento, algo se removió muy hondo en mi interior. En seguida pensé que ahí tenía el germen de una gran novela, y no tardé mucho en convencerme de que la historia había estado esperándome todos esos años, como si únicamente yo pudiera contarla. De otro modo, ¿por qué no se habían publicado aún docenas de libros y novelas dedicados a la tragedia de los banduristi y los lirniki? Tal vez existían, seguramente en otros idiomas, pero una especie de instinto infalible me aseguró que no, que nadie había abierto aún esa puerta. Tenía razón. El fusilamiento de los juglares ciegos ucranianos permanecía enterrado en una fosa común de la memoria colectiva, aguardando al escritor que se hiciera cargo de su legado. No entiendo muy bien cómo se me metió en la cabeza que ese escritor iba a ser yo, que únicamente yo estaba predestinado a contar esa barbarie. Fue una estupidez, sin duda, pero también una temeridad, un acto de soberbia. Por qué iba yo a escribir sobre los lirniki, precisamente yo, que no soy músico, ni estoy ciego, ni hablo el ruso ni el ucraniano; yo, que nada tengo que ver con ellos.

    Sin embargo, no era una tarea que hubiera elegido o que pudiera rechazar: simplemente me había tocado en suerte desde el momento en que tropecé con aquella página de Shostakóvich como si hubiese encontrado la carta desesperada de un náufrago. Estaba ahí, flotando en mitad de un libro que habían leído millares de personas en diferentes lugares y en docenas de idiomas, pero nadie excepto yo había descifrado el mensaje. Escribo suerte pero no quiero decir suerte, sino más bien responsabilidad, destino, deuda. Durante más de veinte años he llevado encima la carga de esos fantasmas, esos centenares de músicos asesinados, como si de mí dependiera que se conocieran sus nombres, sus heridas, sus gritos. Me daba igual si eran grandes músicos o si habían compuesto canciones inolvidables: no me importaba el folklore perdido para siempre sino el dolor humano. Pensaba exclusivamente en esos pobres ciegos, encerrados como pájaros en jaulas, escuchando las descargas de los fusiles, todos esos viejos chillando y lamentándose, preguntándose qué ocurría, qué estaba pasando ahí fuera.

    Fracasé en 1994, cuando apenas tenía un esbozo de la historia, y he vuelto a fracasar ahora, en 2016, con una biblioteca entera a mis espaldas. No es el exceso de lecturas lo que me ha lastrado, ni tampoco la falta. Esta es la crónica de un viaje que no hice y de un libro que no puedo escribir. He abandonado otra vez, después de unas pocas páginas sin que mis personajes alcanzaran a arrojar sombra, esa especie de convicción o de fe del autor que los lleva a arraigar más allá de las palabras. No he podido hacerlo, y esto que escribo ahora es la constatación de esa derrota.

    Hay un hermano muerto alojado en un sótano de mi mente. No es un recuerdo angustioso ni sombrío, ni siquiera triste. De hecho, nunca llegué a conocerlo: falleció un año antes de nacer yo y no llegó a vivir ni siquiera un día. Ese único día está representado por unas líneas manuscritas en un documento, el breve interludio que separa la fecha del nacimiento y la de la muerte. Mis padres me habían contado la historia, pero yo la había sepultado en ese subsuelo de la memoria donde se almacenan los datos inútiles, las cosas que preferimos olvidar, los días inservibles. Reapareció sin querer —un bebé espectral emergiendo entre las aguas de la nada— un día que viajaba en el metro con destino a algún papeleo de la universidad; iba hojeando el libro de familia y me tropecé conmigo mismo en una prefiguración de octubre de 1965, un alter ego fallido que me precedería para siempre en los escalones del tiempo. Mi nombre y mis apellidos estaban escritos en la tinta desvaída del pasado, David Torres Ruiz, y al lado, en la otra página, estaban otra vez el mismo nombre y apellidos con mi fecha de nacimiento, en diciembre de 1966, y la de defunción en blanco. Detrás, en la siguiente página, el nombre completo de mi hermano Dani, que aterrizó en julio de 1969.

    Mi hermano muerto se llamaba exactamente igual que yo, aunque lo correcto será decir que yo llevo su nombre. Mis padres me llamaron igual desafiando la superstición y el mal fario, una decisión no exenta de riesgos porque si de algo había muerto mi hermano era de mala suerte. La mala suerte de elegir una pésima clínica —San Ramón, en Madrid— y de que a mi madre la atendieran una comadrona infame y unos médicos negligentes. La dejaron esperando durante dos días en la sala de dilatación mientras otras mujeres iban pasando al paritorio. El dolor fue espantoso, el esfuerzo sobrehumano, y para cuando alguien advirtió el error era demasiado tarde. Mi hermano David vino al mundo sin llanto, sin gritos, sin un gemido; probablemente la falta de oxígeno ya había provocado daños cerebrales irreversibles. Cuando era niño y pescaba un sargo o una lisa en el puerto de Motril, junto a mi hermano y mi padre; cuando el pez coleaba sobre la tierra, boqueando, parpadeando las agallas en busca de oxígeno, una extraña pena me tocaba en lo hondo, una compasión que entonces no podía discernir. Ahora, por primera vez, creo que la entiendo.

    Una vez, en el pequeño bote de mi padre, saqué un calamar de las profundidades; brotó de la piel del mar enganchado al anzuelo, soltando chorros de tinta primero y de agua después, hasta que fue agotándose, rindiéndose. Mi padre lo desenganchó de la potera y lo depositó en el fondo del bote, entre las tablas, medio metro de animal de extremo a extremo contando los dos largos tentáculos y el revoltijo de brazos que se movían cada vez más despacio. Vi cómo la piel del calamar, tachonada de espléndidas manchas de color vino, iba empalideciendo, las manchas disolviéndose una a una, apagándose a medida que lo abandonaba la vida, hasta transformarse en ese plástico blanquecino que adorna las pescaderías en las cajas de hielo. Creo que fue ese día cuando decidí no volver a pescar nunca.

    Aquellas líneas manuscritas en un documento oficial entreabrieron un compartimento estanco de mi memoria: un vacío incoloro, un molde de tiempo hueco con la tumba en ninguna parte, sin flores ni aniversarios. Pensé en cómo hubiera sido crecer junto a un hermano mayor, en cómo sería ese otro David de haber cumplido veinte años como iba a cumplir yo entonces, en qué nombre llevaría yo de haber estado él vivo, en los juegos a los que habríamos jugado juntos un trío en lugar de una pareja de hermanos. Las catacumbas del metro eran un buen lugar para meditar en ello; los túneles pasaban a mi espalda, tenebrosos y veloces, como los años no vividos. Algún tiempo después descubrí, hojeando un libro sobre fauna marina, que los calamares tienen un corazón sistémico y dos corazones branquiales.

    Veintitantos años atrás, la novela me cayó encima en el tren de cercanías que va de Fuenlabrada a Atocha. Era temprano, quizá las ocho de la mañana, y un feo invierno se agolpaba tras las ventanillas, emborronando campos y suburbios. El tren, que marchaba muy despacio, se detuvo en mitad de la nada, en un descampado de las afueras de Madrid, ninguneado por la niebla; los viajeros, estabulados en una nube de ensueño y vaho, nos sacudimos en nuestros asientos. Fue entonces cuando sentí el tirón de la historia en mi interior, un golpe suave pero inconfundible, como el primer puntapié en el vientre de una embarazada. Miré al exterior, entre la suciedad de los cristales, y durante los breves instantes que duró la parada, la niebla saltó décadas, fronteras, mundos; cambió charcos de lluvia por arroyos, hierbajos por sembrados y líneas de catenaria por postes de telégrafo, hasta instalarse más de medio siglo atrás sobre una llanura helada de Ucrania. Vi a un anciano ciego de la mano de un niño caminando a tientas entre la nieve. Vi un camión desguazado, herrumbrándose entre unos arbustos. Vi las murallas de Járkov entre la bruma antes de que el tren encajara otra vez en su inercia y reanudara su marcha. Regresé de aquella inmersión con unas palabras resonando como agua en mi oído, y supe que tenía la primera frase del libro, tardara lo que tardara en escribirlo:

    Hay muchas formas de ver el mundo, pero también hay muchas formas de no verlo.

    Tenía la primera frase, sí, tenía el tono y se me ocurrió de golpe un título provisional, Borrón, que aludía a varias ideas. Borrón se refiere a la ceguera física de los lirniki pero también a la obstinación de los revolucionarios, que pretendían suprimir el pasado y empezar la historia desde cero. Borrón y cuenta nueva. Un borrón era el modo en que veía el mundo uno de los protagonistas, Mijaíl, un muchacho miope que no sabe que se está quedando ciego y que guía a uno de los bardos, Roman Kulyk, hacia su destino. Un ciego guiando

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