Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

La línea del día
La línea del día
La línea del día
Libro electrónico282 páginas3 horas

La línea del día

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Un día cualquiera la escritora-a-pedido Lourdes Barrera recibe en su despacho la visita del despampanante y enamorado Antonio Martin du Gard, quien viene a entregarle lo que denomina "una historia": un dossier de cartas íntimas cargadas de metáforas, que él espera ver convertidas acaso en una gran novela. Premunida de esa displicencia existencialista de quien ya no teme a la frustración y al fracaso, dueña de una sabiduría que en el anonimato intelectual más absoluto ha ido templando su mirada, y montada sobre un talento literario respetable, la escritora-a-pedido acepta el juego, y uno no menor: el de por vez primera ser llamada "profesional", que para ella es algo significativamente distinto de "recibir un sueldo por escribir". A partir de ese momento será capaz de tomar con ambas manos los despojos que le han dejado las derrotas más cruciales y definitivas y de reorganizar todos los demás planos de la vida (su rol de madre; su relación con Camus, colega, compañero y amante; su historia familiar) a partir de su oficio de escritora.
IdiomaEspañol
EditorialLOM Ediciones
Fecha de lanzamiento1 sept 2018
ISBN9789560011091
La línea del día

Relacionado con La línea del día

Libros electrónicos relacionados

Ficción literaria para usted

Ver más

Artículos relacionados

Categorías relacionadas

Comentarios para La línea del día

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    La línea del día - Sonia González Valdenegro

    Mancha

    1

    Mi último cliente, llamémoslo así, era un hombre especial. No quería, como otros, una historia. Tampoco la redacción de una memoria de prueba o de un proyecto en busca de financiamiento. Había leído mi última novela, que es también la primera, Héroes sin alas. Es uno de los cincuenta y dos que adquirieron el libro. Dijo haber sido impactado por la historia de Palmira. Más bien, porque el destino de mi heroína, inmerecido para cualquiera, lo era especialmente para la buena de Palmira.

    Luego de presentarse y ratificar con incrédula insistencia, «¿de verdad es usted?», aseguró haber enviado dos mensajes para mí, que los de la editorial no se molestaron en despachar a mi domicilio. Tal vez, de haber vendido cincuenta y cinco ejemplares lo habrían hecho. Y cómo abrió los ojos al pronunciar aquellas palabras, cuando agregó que le negaron, igualmente, mi correo electrónico.

    Pero me rastreó. Imagino que a través de mis múltiples ocupaciones, mis variopintas formas de ganarme la vida. Y llegó hasta mí.

    Cuando entré en la antesala, Carmencita me hizo un gesto divertido con los ojos y la boca; aquel mohín significaba: la conozco bien, usted no me lo va a creer, pero Antonio Banderas la busca.

    No quería, como Greene o Camus, una historia. Me buscaba para regalarme la suya.

    Apenas se sentó ante mí, del otro lado del escritorio, puso sobre la cubierta de madera un cartapacio de cuero negro por el que Camus se habría dejado arrancar una mano y dijo:

    –Usted no podrá imaginarse por qué estoy aquí.

    –No puedo –concedí.

    –Es usted Lourdes Barrera, ¿no?

    Me sorprendió. Desde la publicación de Héroes sin alas, y de la entrevista del boletín semestral del Colegio de Profesores que dirigía uno de mis antiguos compañeros de universidad, no había visto ni escuchado aquel nombre. Todos me conocen por Blanquita. Respondo a este último. Es más, si firmé mi primer libro de cuentos Voces de mujer, y después la novela como Lourdes Barrera, algo de lo que todavía me avergüenzo, fue simplemente porque mi editor dijo que no se podía ser escritora si uno se llamaba Blanquita Muñoz. ¿Qué tipo de nombre era ese? A saber el tipo de mujer que era yo entonces, pues acepté algo así.

    –Soy yo.

    E imaginé la expresión de burla de Carmencita cuando el hermoso desconocido apareció bajo el dintel de la puerta de la oficina preguntando por Lourdes Barrera. ¡Ah –habrá dicho, pues la discreción no es una de sus virtudes–, se refiere usted a Blanquita! Y el visitante, encogiéndose de hombros, invitado por su gesto de cordialidad profesional, habrá accedido al recibidor con poca luz que hace las veces de sala de espera.

    –Tengo algo para usted...

    Pronunció esas palabras con un tono enigmático. Sonrió. Era de los hombres que conocen el valor exacto de sus gestos y el efecto de estos, particularmente entre las mujeres. Mi respuesta a aquella sonrisa fue la suya y una más, y un inmediato, repentino, pero no menos esperable, enrojecimiento de piel, un golpe de sangre en las mejillas que debí ocultar llevándome las manos a la cara con el pretexto de mesarme una barba inexistente.

    Sobre el cuero del cartapacio estaba grabado su nombre, que él no había dado, limitándose a sacar un archivador con papeles que a partir de entonces pasó a denominarse el dossier.

    –¿Su nombre? –pregunté.

    –Antonio –dijo, aunque no agregó Banderas–. Antonio Martin du Gard.

    Parecía broma. Si lo era, había sido bien construida, porque acto seguido me alargó una tarjeta de visita donde aparecía aquel nombre, seguido de la inquietante palabra «consultor».

    A continuación, y sin perder más tiempo, me entregó la carpeta que he mencionado, en cuyo interior había documentos.

    Hizo un gesto con la mano, como diciendo: proceda, vea usted el material que le he traído.

    Obediente, comencé por el primero, fechado un año atrás y dirigido a una mujer llamada Raquel. Inequívocamente, una carta de amor.

    La escritura era correcta. Se conjugaban en aquella redacción el adecuado manejo del idioma y un vuelo, o más bien un despegue literario que no me habría atrevido a juzgar de poético, aunque sí narrativo. Del bueno.

    Leí la primera página y seguí con la segunda. No obstante lo agradable que es la lectura de un texto bien escrito, más aún por lo infrecuente, no dejaba de preguntarme qué diablos significaba eso. Llegué hasta la última línea, miré directa, experimentadamente, a los ojos de mi cliente y alcé una de mis cejas a lo María Félix, porque el tipo era hermoso y por lo mismo inalcanzable, de manera que nada malo podía haber en coquetear un poco con él.

    Repitió entonces sus primeras palabras:

    –No se imagina por qué estoy aquí.

    Negué con la cabeza, sin dejar de mirarlo ni aflojar el látigo de mi ceja.

    Él continuó:

    –Lo que usted tiene entre sus manos son cartas, un recorte del periódico y unos libros (los libros están acá, en el cartapacio que le voy a dejar). Se trata de mi vida. Más bien, de un pedazo de ella, el único puente entre lo real y yo. ¿Me comprende?

    Moví una mano y él advirtió que mi entendimiento estaba funcionando, pero no en toda su potencialidad.

    –Se trata –prosiguió– de una historia de amor que quiero regalarle. O, más bien, sugerirle que escriba.

    Ustedes podrán imaginarse mi impresión... Hacía más de un año que estaba instalada en esa oficina gracias a la generosidad de mi hermana abogada, quien me facilitó un privado, habilitado con un computador de desecho, para tratar mis negocios. Durante aquel año, lo único que atendí fueron las llamadas de Camus y Greene, quienes me solicitaban, cada cierto tiempo, que hiciera de escritora; ellos decían escritor fantasma. Mis servicios consideraban que obtuviera cierta información o revisara los cuentos o novelas de un concurso en el que ganaban, por aparecer de jurado, diez veces el dinero que a mí me pasaban... Eso, para no hablar de mis otros oficios prostibularios.

    Y un hombre, que tal vez se inventó para estos efectos una identidad, pero deseable como Antonio Banderas y elegante como cualquiera en Wall Street, llegaba hasta mí para que yo escribiera su historia.

    –¿Por qué? –fue lo que le pregunté.

    Se llevó las manos al pecho en una actitud dramática que acusaba su paso por el taller de teatro del colegio y que, risible en otro, en él resultaba descorazonadora.

    Sonrió. ¡Qué dientes hermosos los suyos, perfectamente alineados y naturales! Los incisivos apenas sobresalían de los otros.

    –Necesito que alguien escriba mi historia.

    –¿Con su nombre?

    –No. Simplemente que la escriba. Puede usarla después, si le parece. Yo se la regalo. Sólo quiero que la escriba y, por supuesto, que cambie el nombre de los involucrados, especialmente el de Raquel, que ya usted conoce.

    –Y luego de escribirla, ¿qué?

    –Me da igual...

    Asumí una actitud un poco ridícula, debo confesar, como pretendiendo aparentar ante él que yo era una escritora muy ocupada y que entre los guiones para televisión y mis compromisos editoriales me quedaba poco tiempo. También que no estaba para tonterías. Pero si la historia, si el proyecto me parecía, tal vez...

    –Por supuesto le pagaré –dijo él.

    Imaginarán ustedes, una vez más, el efecto que las últimas palabras pronunciadas por aquel galán de teleserie nocturna produjeron en mí. No soy de las que se creen un cuento como ese de buenas a primeras. Más bien milito entre los escépticos. En mi profesión se paga tarde, mal y nunca, y rara vez va alguien ofreciendo dinero o hablando siquiera de pagar por aquello que se entiende hacemos por una necesidad y un amor que no nos permite vivir de otra manera. De hecho –lo recordé en aquel momento–, al último trabajo que estaba haciendo para Camus ni siquiera le habíamos puesto precio, dando así por entendido que el dinero en algún minuto llegaría a él y escurriría, medrado, hacia mí.

    –No es el punto –le dije.

    Advertí de inmediato la dimensión de mi error. Mi contraparte denotó con un movimiento de cejas que no nos estábamos entendiendo. Para él, un tipo que conocía el valor del tiempo, ese era un asunto de la máxima importancia. Camus, un genio en el arte de la sobrevivencia, lo habría dejado sentado desde el principio: yo no enciendo la computadora por menos de quinientos y pongámosle precio a la carilla.

    –Es el punto –precisó felizmente él, desanudando las cejas–. Se trata de su trabajo, y usted es una profesional, de manera que el precio es uno de los aspectos a considerar.

    Yo una profesional. Me lo decía un hombre bien vestido, plantado en un cuerpo que parecía terminado a mano y dueño del gobierno de las situaciones que dan años de buena educación y un mejor trato con la cuenta corriente.

    Profesional. ¿Cuándo me habían tratado así?

    –Sí –concedí–. Así como usted lo plantea, desde luego. Pero, comprenderá, mi profesión no es un trabajo como otros. Yo no escribo sobre cualquier cosa. Debo formarme primero una cierta convicción acerca de la historia, buscar el estilo que se adecue a la misma… –mentí.

    –Comprendo. Por ahora me gustaría que reciba mis papeles y los revise. Volveré cuando usted me llame. Si quiere hacer el trabajo, le daré lo que me pida. En caso contrario, pagaré su lectura. ¿Le parece?

    Me pareció, naturalmente. Pero no me lancé a sus brazos, según indicaba mi primer impulso, sino que revestí mi respuesta de aquellos signos de vacilación y desinterés que rinden estupendos frutos en los negocios y el amor, según dicen.

    –Si acepta, le comunicaré mis condiciones…

    Me habría quedado mirándolo toda la tarde. Lo habría dejado sentado donde estaba, mientras me tomaba una taza de café o limaba la uña de mi anular izquierdo. Me habría ido a pasear por ahí, tomada de su brazo para que alguien nos viera. Pero él sólo quería, por ahora, que leyera su historia. Así que acepté.

    –Nos veremos dentro de una semana.

    Sólo porque no era cosa de llegar y decirle que bueno o mañana veríamos. El hombre era serio. Y yo también. Así que asumí su encargo como una profesional y lo acompañé hasta la puerta, donde antes de despedirme le pedí a Carmencita que lo anotara para la semana entrante; en lo posible, a la misma hora.

    –¿Y dónde lo anoto, Blanquita? –preguntó.

    Así es Carmencita.

    2

    Conocí a Camus cuando los dos éramos muy jóvenes y lanzábamos las primeras bengalas de nuestros escritos, los dos muy Cortázar, justo es reconocerlo. Él estudiaba entonces ingeniería, carrera que postergó reiteradamente hasta cambiarla por la de escritor a tiempo completo. Yo estaba terminando pedagogía en castellano, la mejor opción profesional –así me lo pareció cuando la escogí–, para quien quería ser escritora desde los cinco años.

    En aquella época, un tiempo siniestro en el país, sólo había dos temas posibles para nosotros: la dictadura, de la que éramos víctimas inocentes, y la literatura, en la que cumplíamos el papel de verdugos.

    Bonitos tiempos, no obstante. Tan jóvenes, Camus y yo.

    Hay una fotografía que nos tomaron cuando recibimos un premio del Sindicato Gastronómico –Camus, el primero, y yo, una mención honrosa–, en la que él aparece con una barba incipiente y yo con una coleta de caballo que me daba un aspecto de alumna de colegio de monjas, aunque ya estaba por terminar la universidad.

    He atesorado aquella fotografía... Tal vez porque éramos jóvenes. Quizá porque éramos otros. Posiblemente porque es la evidencia de lo que no se imagina a los veinte años: uno propone y alguien –dicen que Dios– dispone.

    Pero está ahí, entre aquello de lo que no me he deshecho a pesar de haber tirado muchas cosas por la borda de esta embarcación: una vida respetable como profesora de un colegio inglés, un matrimonio imperfecto, pero mejor que muchos; la exitosa carrera de escritora que algunos –entre otros, Camus– auspiciaron en el pasado y que deseché por hacer de la literatura un arte que vende cincuenta y dos ejemplares, en lugar de asumirlo como lo que simplemente es: un espacio para ser feliz.

    Camus vive ahora en un departamento de dos ambientes en el antiguo barrio Brasil, a la mano de la universidad donde hace las clases de literatura hispanoamericana y de redacción, que yo preparo para él. Su balcón, de esos antiguos con barandas de hierro forjado, tiene la espléndida vista de la plaza Brasil, remodelada y decadente ya en los últimos años, frente a la cual bebe una taza de café o un vaso de vino antes de ponerse a escribir, según si lo hace en las primeras horas de la mañana o en las últimas de la tarde.

    La relación entre nosotros, la verdadera, es naturalmente secreta. Es decir, para cualquiera somos un par de amigos, escritores los dos, que se juntan cada cierto tiempo a hablar de literatura y despedazar las obras de los otros. Hace algunos años se rumoreó que éramos amantes. Aquel chisme fue de gran utilidad para mi ex marido a la hora de dar argumentos para largarse. La última inclinación de Camus por las muchachas jóvenes, muchas de ellas alumnas suyas, o por las mayores que trabajan en medios de comunicación, ha privado de vigencia y verosimilitud aquel cuento. De manera que a nadie le sorprende vernos juntos tomando una copa o encontrarme en su departamento cuando llegan a visitarlo. Tampoco impresionaría la presencia de su madre o de una hermana, ni la de una enfermera.

    Nuestro último encuentro, el anterior a la llegada de Martin du Gard a mi vida, fue un episodio más de las asperezas propias de nuestra relación. Si bien los dos sabemos que pelearnos es un mal negocio para ambos, aquello nunca ha constituido un impedimento para hostilizarnos permanentemente con todo tipo de comentarios abyectos acerca de su obra, mi apariencia física o nuestros rotundos fracasos en lo personal.

    No recuerdo cómo empezó nuestra discrepancia, que terminó con mi retiro intempestivo de su departamento una noche de mayo y que significó una digna, aunque no poco dolorosa, renuncia a terminar con la botella de Chardonnay.

    Sospecho que Camus lanzó uno de los primeros dardos, alguno de sus consabidos, majaderos y ácidos comentarios, dirigidos a la persona de Greene. O, más bien, al flanco favorito de su enemigo eterno: la última novela, que ya había agotado la primera edición.

    –Me parece una novela impecable…

    –¿Impecable? ¿Quieres decir impecable desde el punto de vista literario o formal?, ¿en el aspecto gramatical y sintáctico?

    –Quiero decir bien escrita.

    Aún no hacía frío. Camus iba descalzo y estaba vestido con unos pantalones de lino sintético muy arrugados, que se le habían arremangado a la altura de las pantorrillas, como los de un pescador. Estaba sentado sobre unos cojines, tenía la copa de vino tomada de la base ante sus ojos, y la movía al ritmo de un tema de Dizzy Gillespie y Charlie Parker.

    –Ese afán tuyo por la escritura correcta es muy propio de espíritus sin rumbo. ¿Qué significa la buena escritura? ¿Me puedes decir qué significa?

    –Significa las comas en su lugar, las frases bien construidas, el uso mesurado de imágenes y un adecuado despliegue de la historia. Eso significa.

    –¡Ah, las comas en su lugar!

    No necesitaba dar a sus palabras una inflexión especial. Yo era capaz de reconocer el sarcasmo de sus comentarios.

    –No hablo de altura ni de espesor.

    Aquel era el punto en el que establecíamos nuestras coincidencias respecto de Greene. Se trataba de alguien que usaba espléndidamente el idioma, y eso es algo que debe decirse siempre a favor de un escritor.

    –No basta con un buen manejo de la gramática y tú lo sabes, Blanquita.

    Me gustaba cuando, para discrepar, me decía Blanquita, seguido de un silencio.

    –Y un manejo glorioso de las relaciones y contactos…

    Era lo que quería escuchar: que Greene le debía todo al peso de su apellido, a la reputación de su padre difunto y al talento con que su madre –de quien era hijo único –se movía en lo que Camus denominaba «la clase dominante».

    –De su manejo de las relaciones deberías aprender tú, Pedro.

    Naturalmente, no siempre lo llamaba Camus. Es decir, a veces le decía Camus con cariño, y a veces, por fastidiarlo. También había ocasiones en que lo llamaba Pedro, que es su nombre verdadero, para lastimarlo, y otras en que lo hacía como una muestra de afecto e intimidad. Pedro o Camus sabía reconocer unas y otras.

    –Aprender yo algo de él. Ni más ni menos…

    Al decir esto, agitó con descuido la copa de vino y unas gotas de chardonnay cayeron sobre su pantalón de falso lino.

    –Mierda.

    –Mucho que aprender de Aldunate –insistí.

    Me parece que entonces salí de lo que a él le gustaba llamar «su piso» y me fui caminando hasta Alameda.

    Aquello ocurrió un sábado. En las calles reinaba cierto aire de distensión y había poca gente, menos automóviles que de costumbre, y el alumbrado público parecía ir de fiesta.

    3

    Y esa fue la noche cuando, al llegar a mi casa en el condominio precordillerano, encontré una zalagarda inverosímil de vecinos que intentaban cerrar el paso a un radiopatrullas.

    Un oficial alto, con empaque de policía americano, reclamaba ante el presidente de la Junta de Vigilancia haber recibido la llamada de una dama que se identificó como la condesa de Po, quien solicitó la intervención del orden público para poner fin a la ruidosa orgía que se desarrollaba en la casa P. El presidente de la Junta replicaba que la casa P estaba deshabitada, pero el oficial invocaba sus facultades para entrar al condominio a constatar por sí mismo las versiones del presidente y de la condesa de Po.

    A pesar de la hora, doce y media de la noche, un grupo de vecinos se había congregado para apoyar a su presidente, y deambulaban por ahí, desabrigadas y sin peinar, un par de mellizas a cuyos padres no se veía por ningún lado.

    –¿Ocurre algo, don René? –me acerqué, preguntando.

    Sé que no fue una pregunta inteligente. El asunto estaba a la vista. Lo dije porque me pareció una manera de expresar mi solidaridad, a la que apoyaba mi vozarrón, del que aún no hemos hablado, y a pesar del par de copas de Chardonnay que traía en el cuerpo, seguido todo lo anterior de unas ganas enormes de irme a la cama.

    –Si se lo digo no me va a creer, Blanquita. Pero el señor –vaya tonito el suyo al pronunciar la palabra señor (por menos, en otro tiempo, te ponían un tiro en la frente)–, el caballero –repitió, y su insistencia sonó casi ofensiva–, dice haber sido llamado por una condesa que reclamó contra cierta orgía en la casa P. ¿Qué le parece?

    –Curioso –dije elevando el vozarrón–. Debe tratarse de una tomadura

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1