Noche de graduación
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Noche de graduación - Christian Stüdemann
Capítulo 1
1990
1
Razón para morir número uno: nadie me entiende. Estoy condenado a la peor de las soledades, aquella que se padece en compañía de una muchedumbre insensible.
Contraargumento: quizás algún día encuentre a alguien que me entienda, tal vez este año o mañana, que empiezan las clases en la nueva sede, lo cual ya introduce una variable distinta, al menos un nuevo recorrido diario de ida y vuelta. Andaré por veredas inexploradas y, quién sabe, voy caminando absorto en las páginas de un libro, me apresto a cruzar la calle sin ponerle atención a la luz roja del semáforo, cuando, de pronto, una delicada pero firme mano sujeta mi brazo medio segundo antes de ser aplastado por una micro, y la mano redentora es femenina, de una mujer de mi edad, pero no la típica mujer de mi edad. Sus ojos son de un verde hipnótico y sus pómulos remiten a un pasado remoto en que hordas de guerreros recorrían las estepas euroasiáticas esparciendo el caos de la peste negra (me gustan los pómulos insolentes). Irradia misterio, presagia peligro, pero es bonita. Y yo le digo «gracias» y ella me contesta «no hay de qué» y luego posa su mirada esmeralda en el título de mi libro y resulta que también es asidua a las tertulias lovecraftianas y al círculo hermético de Poe, y de esa manera casual se inicia La Conversación, uno de esos intercambios de ideas y sentimientos profundos que resuenan hasta el último aliento en la memoria. Ella me comprende. Eso puede suceder, ¿por qué no?, apostaría a que les ha pasado a otros en algún recodo de este mundo de mierda. Pero también puede ocurrir que yo siga caminando y el bólido infernal me apachurre contra el pavimento, eso es más probable. No, lo más probable es que nada será diferente, no habrá despachurramiento ni mina con pómulos escarpados. Nada cambiará.
Razón para morir número dos: un año más de colegio, una eternidad de suplicios inenarrables. Un año en nueva sede, pero rodeado de los mismos seres insulsos. Recuerdo el primer día de mi condena hace ya más de una década. Me embargaron las mismas emociones que padeció aquel desdichado turista al llegar al pueblo maldito de Innsmouth y enfrentarse a la degenerada raza de batracios humanoides adoradores de Dagón. No pude sustraerme a la terrible sensación de estar siendo vigilado por una miríada de ojos ocultos, taimados y fijos que jamás parpadean. Y la angustia mezclada con repelencia de esa impresión inicial ya no me abandonó; al contrario, se fue intensificando a medida que conocí más de cerca a los entes que me circundan, sus credos heréticos, su excluyente camaradería y esa actitud de gran desprecio por el resto del mundo, como si fueran ellos los elegidos para otra vida mejor. Igual que el desgraciado turista de Innsmouth. La diferencia es que él se internó en la pesadilla por voluntad propia. A mí me recluyeron, no tengo alternativa. La mía es una condena inapelable de la que aún debo cumplir un año, con el agravante de que ahora no sólo sufriré cada mañana, sino también todas las tardes en aquel aborrecible lugar que llaman Preuniversitario. Es el sacrificio que los condenados debemos rendir ante Cthulhu para cosechar cincuenta puntos más en la Prueba de Aptitud Académica, el ritual descabellado del que depende el futuro, el temible acceso a los secretos prohibidos que se ocultan en la Universidad.
Contraargumento: quizá todo mejore en la universidad. El problema no soy yo, son ellos, la fauna gris y monocorde que me rodea. Quizá si elijo la facultad correcta descubra alguna señal de vida inteligente y deje al resto bien atrás. Estudio Letras; consagrado como un escritor famoso, me mudo a Europa y desde allí urdo una venganza mitológica: lanzo un alarido huracanado cuyas ondas expansivas barrerán con todas las humillaciones pasadas: «¡Váyanse a la chucha!».
Razón para morir número tres: lo anterior no sucederá. Sólo tengo dos opciones: fracasar como escritor o seguir al rebaño, o sea, estudiar una carrera lucrativa que me granjee un salario lo suficientemente abultado como para casarme y matricular a mis hijos en un buen colegio que les permita estudiar una carrera lucrativa para que a su vez ellos también puedan casarse y matricular a sus hijos en un buen colegio y así sucesivamente, por los siglos de los siglos. En opinión de Ernesto, eso resume la vida, y tiene toda la razón, claro que él no lo percibe como una condena sin sentido, sino como un hecho de la causa al que hay que acomodarse. Así es la vida y punto. ¿Por qué Súper Mario engulle champiñones y no lasaña, como cabría esperar de su ascendencia italoamericana? Pues porque a algún programador delirante se le antojó y no queda más remedio que acatar sus designios, así que vamos buscando callampas. Es probable que la actitud de Ernesto sea la adecuada, aunque el pobre es tan refeo y unicéjalo que le va a ser harto difícil hallar una esposa con qué gestar su propio linaje de feacios adictos al Nintendo. Pero es tal su confianza en que la vida siempre termina amoldándonos a esa lógica que no se preocupa en lo más mínimo. En diez años todos vamos a estar ungidos en santo matrimonio, con prole, buenas pegas, autos último modelo, casas con piscina, y seremos felices comiendo lombrices, o callampas.
Razón para vivir: los amigos. Tengo dos, son compañeros de penitencia, Ernesto y el Canario. Eso ya es algo, podría ser peor. Al menos hacen esta existencia miserable un poco más llevadera.
Contraargumento al contraargumento: en realidad no tengo amigos. Ernesto y el Canario tampoco me comprenden ni me conocen. ¿Y qué tanto los conozco yo a ellos? Sé que les gustan los videojuegos, la ropa de marca, los autos caros, la pizza a domicilio, lo mismo que a todos. En el fondo, quieren ser como el resto y no pueden, por eso están atrapados conmigo. Es mentira que uno elige a los amigos, las circunstancias los distribuyen y uno se resigna. Cuando yo era chico, mi mejor amigo era otro compañero, uno que hoy ni siquiera me dirige la palabra, y eso que, a los once, se quedaba a dormir en mi casa y yo en la suya, y juntos registrábamos la pieza del hermano mayor en busca de revistas «con monas piluchas». Después él cambió, se pegó un estirón, le interesaron los deportes y, de un año a otro, éramos dos perfectos desconocidos. Luego, sin proponérmelo, me arrimé a Ernesto y al Canario como quien entra a una tienda de mascotas para capear la lluvia. No los elegí ni ellos a mí. Las circunstancias nos juntaron. No pertenecemos al grupo de los populares, pero tampoco somos la lacra, los cuatrojos, los asmáticos, tartamudos, tullidos, seborreicos y todos esos esperpentos que los privilegiados atormentan a diario. Caímos en el medio, tirando para abajo, es lo único que nos une: la misma ubicación en la pirámide social. No tengo amigos. Si me mato, más que pena, esos dos sentirán vergüenza. ¿Ustedes no eran yuntas del suicida? Deben estar igual de chalados. A nadie le va a importar un carajo que muera, salvo a mis papás.
Otra razón para vivir: mis papás.
Otra razón para morir: mis papás. Pobrecillos, van a estar tan tristes. ¡Que sufran! Ellos se lo buscaron por no comprenderme. Además, yo no les pedí vivir, no me pueden obligar. Tomen, aquí les devuelvo el regalo de la vida, me quedó chica la talla. A ver si así se dejan de huevear. ¡Los odio!
Razón para morir número… ¿cuántas llevo? No importa, nada importa en realidad, todo carece de sentido, ningún esfuerzo vale la pena y nadie parece darse cuenta.
Contraargumento: yo sí me doy cuenta. Veo las costuras del universo y son feas. ¿Eso no debería darme alguna clase de ventaja?
Otra razón para vivir: el sexo. Por algo todos hacen tanta alharaca, se sonrojan, bromean como estúpidos, escriben novelas, cometen crímenes. ¿Valdrá tanto la pena? ¿Acaso si uno frota una vagina lo suficiente esta expulsa un genio que, por arte de magia, le da sentido a todo? ¿Ese es el gran secreto que cuchichean los iniciados entre risitas y congratulaciones?
Razón para morir número-da-lo-mismo: nunca voy a tener sexo. Para otros es tan fácil… Ernesto tampoco lo ha hecho, estoy seguro, aunque al inicio de cada año escolar llegue pregonando que tuvo un amorío de verano, una amante misteriosa que nadie conoce. ¡Pobre! Las mujeres del colegio ni siquiera lo ven para esquivarlo, pero eso no parece minar su confianza en el Gran Plan Universal que le enviará del cielo una hembra abierta de piernas. ¿Debería esperar eso yo también?
Razón para morir número ochorrocientos mil: estoy harto y punto. ¿Por qué debo dar explicaciones? Así nací: cansado antes de tiempo, apóstata antes de abrazar una fe, aburrido antes de que empiece la función, maldito con el don de la omnisciencia. Conozco cada mísero defecto de esta creación de locos, eso que los demás pasan por alto, y sé que nada tiene arreglo. Para qué ir al colegio o a la universidad; para qué chucha levantarse temprano y estudiar; para qué conocer gente nueva o tolerar a la vieja. Y no me vengan con el futuro: lo vi y es peor. Sólo déjenme dormir. Está decidido: mañana me mato, me arrojo a los rieles del metro, me lanzo de un edificio, me rajo las venas con la daga de Yog-Sothoth, me cuelgo del Árbol de la Colina. He leído todo lo necesario para acabar con mi sufrimiento. Conozco los venenos que trocarán mi blanda piel en una fría superficie pétrea; estudié los puntos débiles del sistema circulatorio, aquellos donde clavar el lacerante metal para que la vida escape a borbotones; puedo describir con la fluidez de un perito balístico los estragos que causa un proyectil en su paso a través de la masa encefálica. ¡Soy el mayor teórico del suicidio que ha conocido el mundo! Y no me importa lo que digan de mi muerte, total, ¡voy a estar muerto! Que mis padres sufran, que mis amigos se hundan en el oprobio, que mis futuros lectores se busquen otro escritor fracasado.
Contraargumento: a quién engaño. Soy un cobarde.
2010
2
El colegio conserva el tamaño de mis recuerdos. Dicen que la memoria hipertrofia todo, en especial los edificios que frecuentábamos en la adolescencia, pero la mía no es proclive a exagerar. Sólo detecto cambios superficiales, como que plantaron dos filas de palmeras en la entrada y pintaron los muros de otro color, blanco en lugar de damasco. El resto diría que sigue igual. Cuántas anécdotas reunidas en tan poco tiempo. Detrás de ese pilar se escondía el Carevaca, al acecho de los que llegaban tarde pretendiendo evadir el rigor de la inspectoría. En la pileta retozaban las porristas con sus falditas arremangadas para que el sol bronceara esos muslos cubiertos por una pelusilla dorada apenas perceptible, mientras los hombres las cuarteábamos desde los pisos superiores. Ahora que lo pienso, cualquier pervertido podía observarlas a través de las rejas. Espero que mis hijas no adquieran la costumbre. Menos mal que las matriculamos en colegio de monjas; supongo que las monjitas no permiten ese tipo de exhibiciones. Aunque si es por exhibirse, para eso está internet. Que no se me olvide contratar un programa de control parental.
El entorno ha sufrido cambios más notorios. Antes las canchas colindaban con un sitio eriazo, kilómetros y kilómetros de sabana polvorienta (quizá mi memoria exagere después de todo). Era La Zona, la tierra de nadie, las aguas internacionales donde las leyes de los adultos no rigen. Ahí le partí la nariz a Nicolás de un solo derechazo. ¿Por qué fue que peleamos? Ah, sí, bien merecido se lo tenía. Éramos unos salvajes en aquella época. Ninguno de los presentes se atrevió a delatarme, hasta el propio Nicolás se apegó a la versión del «accidente en bicicleta»: el código de los cuartos medios. Ahora del erial no queda nada. El colegio está cercado por torres habitacionales. Si consiguiera encaramarme a una, tal vez podría vigilar el interior y con binoculares ubicar a mi objetivo. ¿Qué estoy diciendo? Llevo demasiado tiempo en esta camioneta caldeada.
Al fin salen dos personas, probablemente profesores, pero ninguno que conozca. Mañana se inician las clases y a esta hora las veredas estarán repletas de escolares con las camisas afuera, arrastrando sus mochilas hacia las liebres amarillas. Sería imprudente estacionarme en la entrada, alguien me puede acusar de pervertido. Quizás el portero ya notó mi presencia, tres días consecutivos frente al colegio dan para sospechar.
¡Ahí viene mi objetivo, claramente es él, no hay duda! El mismo desplazamiento desvaído, los mismos hombros encorvados, los ojos fijos en el suelo, como un perro viejo buscando un rastro. En aquellos años, alguna vez lo observé desde la distancia, igual que ahora, las manos en los bolsillos, la cabeza inclinada bajo el peso de algún dilema insoluble y por completo inútil, y me pareció que su figura absorbía la luz del entorno. Recuerdo haber pensado eso: un hoyo negro en movimiento. ¿Me atreveré a interceptarlo? Pero, si lo hago, ¿qué le digo? Hola, venía pasando por aquí… No, por tercera vez mis piernas no reaccionan, un atado de emociones vagas clausura mi garganta y la gravedad me hunde en el asiento. Lo dejo pasar.
1990
3
Esta noche regresa mi hermano. Espero estar preparado. La semana pasada se armó la grande cuando los papás se enteraron de que fue expulsado de la Marina. La mamá lloraba a moco tendido: mi pobre niñito, decía, siempre me lo persiguen, le tienen envidia, no le dan tregua. El papá estaba furioso, recorría la casa sin rumbo fijo azotando puertas: con lo que me costó que lo admitieran, decía; con la cantidad de hilos que moví, ¿qué voy a hacer con este patán ahora?: comprarle un título en alguna universidad privada o, peor, que saque una carrera técnica en el Incapaz, pero ¿después? Tras un par de horas turbulentas se calmaron. Ya no se habla del tema. El papá me prohibió mencionarlo, debemos tratar a mi hermano como si nada hubiera pasado. Dedícate a subir las notas en el colegio y no te metas, me dijo. Todavía no sé por qué lo echaron, es el gran secreto, pero yo lo veía venir. Mi hermano es demasiado bacán para la Marina o para cualquier otra institución donde haya que acatar órdenes. Él nunca se ha dejado mangonear. Por eso, yo anticipaba que más pronto que tarde estaría de vuelta en casa y me estuve preparando todo el verano con sus viejas mancuernas. Religiosamente desayuné los batidos proteicos y las tres claras de huevo crudo que él me recomendó. Aumenté ocho kilos, cinco centímetros en cada brazo, diez de pecho y ya estoy levantando cien en press banca. Estaré a su altura, no me va a sacar la cresta otra vez. En una de esas logro estamparle un moretón. Se sentirá orgulloso de mí: su hermanito chico se está convirtiendo en hombre.
****
4
Hoy aconteció la gran megainauguración de la nueva sede con aroma a pintura fresca color damasco. El sincronismo es digno de admiración: la fecha coincidió con otro hito histórico: el Cambio de Mando. Ahora lo capto, la mudanza al barrio alto es un repliegue defensivo para tranquilizar a los apoderados, porque más vale estar cerca de casita cuando nos invadan los comunachos devora-niños. En todo caso, al llegar esta mañana no se hablaba tanto de las «magníficas instalaciones» ni del «inicio de un nuevo ciclo republicano» como de la nueva alumna. Pero vamos por parte.
Al comienzo no lograba encontrar mi sala. Por suerte me vio el Canario, que todo lo sabe y lo que no, lo averigua. Nunca se pierde actividad escolar ni extracurricular: diseña pancartas de aliento para el equipo de rugby, colabora en el anuario, presta la casa para el asado de fin de año e incluso veranea en Calafquén, como todos los demás. El iluso siente que así forma parte del grupo-curso, pero se equivoca porque, pese a tantos esfuerzos, el grupo-curso nunca lo invita a sus fiestas, a sus casas, a sus tomateras ni a lo que sea que hagan después de clases, y no lo harán por la sencilla razón de que el Canario conserva la misma cara de pájaro recién salido del cascarón que padecía en pre-kínder. Además, sigue exhibiendo la misma coordinación motriz e idéntica fuerza física de los años preescolares. Si no lo torturan como al Rata, al Marcapasos y a los otros adefesios que reptan por los escondrijos más oscuros del colegio, es sólo porque su papá tiene plata. Pero el ingenuo continúa esforzándose a diario, espíritu que lo impulsó a participar de un reconocimiento previo de la nueva sede para acreditarse como «guía-monitor» o algo por el estilo. Camino a la sala, me puso al corriente de las características de las recién estrenadas instalaciones, de las aventuras estivales en el lago Calafquén (aventuras que protagonizaron otros y que él tuvo la suerte de presenciar desde la orilla) y del rumor que circulaba en boca de todos esta mañana: la llegada de una nueva compañera al curso, hija de exiliados. Sí, una rojelia, retoño de extremistas apátridas, en el seno de nuestra comunidad escolar. Después de todo, parece que de nada les sirvió el repliegue a estos huevones, pensé. Sin embargo, ¿por qué una exiliada querría matricularse en un enclave fascistoide? Aunque, por otro lado, mis papás son supuestos simpatizantes de la izquierda y heme aquí. Bueno, antes convenía mimetizarse, pero ahora no hay motivos, ¿o los hay? En fin, la sala de clases estaba con llave, y las minas, más bulliciosas que de costumbre (lo cual es bastante decir), chismorreaban junto a la puerta sobre la hija del exilio. ¿Será una agente encubierta de los comunistas? ¿Participa de la persecución que los rojos se aprestan a desatar sobre