Jodidos, pero felices: y otros obscuros casos de chaquetas mentales
Por Jesús Sánchez
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Jodidos, pero felices - Jesús Sánchez
Jodidos,
pero felices
Y otros obscuros casos de
chaquetas mentales
Jesús Sánchez
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Jodidos, pero felices
Y otros obscuros casos de chaquetas mentales
Copyright © 2019, Jesús Sánchez
D.R. © 2019 por Innovación Editorial Lagares de México, S.A. de C.V.
Gladiolas No. 225
Fracc. La Florida
Naucalpan, Estado de México
C.P. 53160
Teléfono: (55) 5240- 1295 al 98
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Diseño de Portada: L.D.G. José Delfino Anaya Ugalde
Cuidado Editorial: Rosaura Rodríguez Aguilera.
ISBN: 978-607-410-611-4
Primera edición: septiembre, 2019
ISBN Electrónico: 978-607-410-617-6
Primera edición electrónica: noviembre, 2019
IMPRESO EN MÉXICO
A Mandarina y Kiwi, por las risas, los sueños, los miércoles de cinito y los viernes de tacos.
A Ticha
, por la luz, el amor y la vida.
A Miguel, Clau, Miguelito, André y Sebi, porque
nunca dejemos de hacer travesuras.
Con ustedes todo, sin ustedes nada… porque
estamos haciendo historia.
Amén.
Introducción
Cuando inicié este escrito, en realidad no sabía dónde iba a terminar. Comencé en la media noche de un viernes de insomnio, que es muy raro que me suceda. Creo que en buena parte empezó, por recordar a todas esas personas con las que estuve en una de mis capacitaciones en la semana y esto nació con la idea de soltar esa energía que cargaba, después de esos cierres de curso que me gustan fuertes, motivadores, empoderadores, de esos que la gente recuerda, que les hace sonreír y hasta encontrar un nuevo sentido en su existir.
También creo que nació de una conversación con uno de los asistentes al curso, que me preguntaba si yo era un motivador, si me dedicaba a ello. Para ser sinceros, nunca me he considerado uno, incluso siento cierta animadversión por los oradores motivacionales, pero respeto su trabajo. Me generan la misma apatía que la gran cantidad de cómicos standuperos
que hoy día proliferan y que se valen de las mismas bromas de Polo Polo, pero con un enfoque millennial
, por definirlo de alguna manera.
En fin, el caso es que yo le decía a esta persona, haciendo alusión a George Clooney en ‘Amor sin Escalas’, que me gusta pensar más bien que soy un despertador.
Un despertador que mueve mentecillas, que genera un pequeño incendio dentro de las personas, que hace preguntarse ¿quién soy? y ¿dónde estoy?, que hace ver las cosas de otro ángulo. Lo malo es que ser sincero y directo, es una virtud o defecto que, en ocasiones, no suele ser bien recibido.
Luego entonces, el tema es, amable lector, que aquí no encontrará respuestas; al contrario, es probable que aquí encuentre más preguntas, que al final del día se cuestione el rumbo que tiene su vida—, y, ¿sabe algo? Está muy bien, ese es el objetivo.
En la medida que las preguntas lleguen, que sus cuestionamientos se hagan presentes, significa que estamos avanzando. ¿Puede generar frustración e inestabilidad? Seguro que sí, pero esa es la aventura y el riesgo que hay que tomar. Al final del día, seguramente usted es feliz, dichoso con su vida, pero... ¿cuántas emociones quedan en su día a día? ¿O sólo va del trabajo a la casa y de regreso? ¿Nació, creció, estudió, trabajó, se casó, se reprodujo y ya sólo espera su muerte? ¿Qué tanta vida tiene su vida?
Bueno, para las dudas, esto es para usted.
Sea bienvenido
De pequeño me enseñaron a querer ser mayor
E. Bunbury
Acto 1. Los verdaderos años maravillosos
La infancia es una etapa fantástica. Todos en este mundo (a menos que haya sido objeto de violencia o similar), recordamos la infancia con nostalgia y siempre con una sonrisa. Dicen por ahí: todo tiempo pasado siempre fue mejor
y la realidad es que se contemplaba la vida desde una vitrina en casa de los padres y abuelos, que con el pasar de los años, se comprende que simplemente era maravillosa, todo fluía, nada era lo suficientemente importante y a su vez todo era sor – pren – den – te.
En casa de tus papás había de todo: abrías el refrigerador y podías comer y beber lo que se te antojara y, si no había, recurrías a mamá, quien presta volvía a surtir los faltantes.
Aquellas grandes bolsas de pan, de papel de estraza con enormes manchones de grasa, que contrario a estos tiempos de poco saludable
, era señal inequívoca de que guardaban un verdadero manjar; no como los que, tiempo después, las grandes marcas vinieron a dar al traste, sino aquel verdadero pan artesanal. ¿Y qué le digo cuando se abría la bolsa? El delicioso olor a pan inundaba toda la casa y era un imán automático para el grupo de pequeños bribones, que más tardaban en escoger su pieza, que en comerla. En mi casa había rituales sagrados, porque cuando el olor a pan proliferaba por todos lados, activaba un chip
en mi madre que significaba también hacer chocolatito caliente, molido a mano (de los de barra, no exageremos) y más para esas frías noches de invierno en ciudad capital.
Las comidas en familia eran verdaderos festines, usted recordará, ya sea porque todo mundo traía un guisado o porque las mamás y abuelas desde temprano departían y comían, mientras hacían cuatro mil platillos de todos los tamaños, colores, olores, carnes y condimentos, para que, cuando toda la banda se sentara a la mesa, más vale que sobre y no que falte
, porque en México así es, comes hasta que ya no puedas más. Eso de comer hasta quedar satisfecho, era para timoratos, nauseabundos, pusilánimes. Los verdaderos mexicanos comíamos hasta que el cuerpo rechazara todo alimento porque el estómago ya no tenía más capacidad. Está en la constitución
, dicen los antiguos.
Uno podía tener todos los juguetes que fueran posibles, nunca sobraban, siempre faltaban y nunca se cansaba uno de jugar, de correr, de brincar y de saltar. Los únicos tiempos que podían provocar detenerse, era la hora de los alimentos y, pobre de ti si no estabas sentado y listo en la mesa al segundo grito de tu madre, que sorprendentemente se transformaba. A mí siempre me dejó perplejo el cambio radical del humor de mi madre: de ser un flan, se liberaba una bestia llena de furia incontenible a punto de destruir todo indicio de vida en casa y ella juraba, que era ‘suavecita’.
Si no parabas por la hora de la comida, parabas por los deberes de la escuela, pero ese es otro tiro que revisaremos más adelante.
Si el barrio lo permitía, por aquello de la inseguridad, salir a jugar a la calle era también toda una aventura, ya fuera futbol, futbeis, penaltis o casi cualquier cosa con balón, delimitando la cancha con piedras y la altura según el promedio de los cuates. El juego siempre terminaba cuando el gordito, frustrado por ir perdiendo, se llevaba su balón o bien, cuando había un debate de si el tiro pasó por arriba de la segunda rama o en medio de la tercera y cuarta, porque todo era cuestión de apreciación y esos debates los ganaba el sujeto de nervios de acero y argumentos contundentes… Y si no, pues el dueño del balón que pasaba a fastidiar todo.
A mí me gustaba mucho salir a andar en bici. El rango de movimiento, cuando chavito, era a dos cuadras de casa. En alguna ocasión, me volví loco y se me ocurrió recorrer ¡tres cuadras!, mis papás ya estaban marcando al Locatel
(una dependencia en los 80´s en la que, contaba la leyenda, se reportaba a los niños desaparecidos. Nunca conocí de cerca un caso, pero bueno, todos sabíamos del Locatel
). Cuando di vuelta en la cuadra, mis padres hechos un nudo de estrés y, como era de esperarse, pasé la siguiente semana castigado; pero estimado lector: ¡La aventura sí que valió la pena!
Tenía alrededor de los 7 años, cuando decidí aventurarme y avanzar una cuadra más donde había un terreno que, para mí, en ese momento significaba una misión para Indiana Jones, no para un Jesús Sánchez de la colonia Clavería. Vivíamos cerca del parque de la China, donde recorrer las banquetas era una cosa maravillosa, porque cada entrada de cochera era un subibaja y, además, estaba llena de arbustos y árboles que se tenían que ir esquivando durante la travesía. En una de esas casas, recuerdo, vivía el Loquito
, una persona de edad avanzada que, supongo, padecía de sus facultades mentales, porque nunca lo vi afuera, siempre estaba en el patio y se asomaba por una pequeña ventanilla de un enorme portón rojo. Cuando escuchaba ruidos en la calle, sacaba una larguísima garra, o era lo