Ante el dolor y la muerte
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Ante el dolor y la muerte - José Manuel Caamaño López
ANTE EL DOLOR Y LA MUERTE
Paisajes de un viaje
hacia el misterio
José Manuel Caamaño López
EL MOTIVO
En su obra poética publicada en 1893 con el título Der Tor und der Tod («El loco y la muerte»), el escritor vienés Hugo von Hofmannstahl escribía: «Ahora que apagado debo ir hacia la muerte, mi cerebro lleno del peso de esta hora, y cuando toda pálida vida se desvanece: por primera vez ahora que muero, empiezo a percatarme de que vivo». Y ciertamente la muerte suele tener ese efecto paradójico que conmueve al espíritu humano, pues es cuando estamos cara a cara con ella cuando comprendemos radicalmente la importancia de estar vivos, pero también cuando experimentamos la finitud y la caducidad que constituye la esencia más irrefutable de nuestra débil condición. La muerte inquieta y atemoriza. Quizá ese haya sido el motivo por el cual el duque y escritor francés del siglo XVII François de La Rochefoucauld escribiera en una de sus máximas que «el sol y la muerte no se pueden mirar de frente», pues se trata de uno de los grandes interrogantes lanzados a la existencia humana, el más grande de los misterios ante el que nos confrontamos directamente con el mal y la finitud. La muerte desconcierta siempre por sus paradojas y contradicciones, pues, siendo lo más natural y obvio, no puede dejar de ser a un tiempo lo más violento e incomprensible, un misterio en último término siempre inquietante.
Se ha escrito mucho sobre la muerte a lo largo de toda la historia. Ha sido motivo de ensayos y teorías, de leyendas, novelas y poesías. Durante las últimas décadas ha surgido incluso un nuevo fenómeno denominado tanatología y que ha llegado ya a convertirse prácticamente en una disciplina con entidad propia. Los esfuerzos por reflexionar, estudiar y comprender todos aquellos problemas que suscita el proceso de morir en toda su complejidad se han multiplicado de forma considerable. Pero, aun así, muchas de las obras publicadas, a pesar de tener una gran calidad técnica y conceptual, parecen frecuentemente reducidas a una notable aportación teórica que no consigue satisfacer, en último término, la inquietud que las situaciones trágicas de la vida producen a una gran multitud de personas y familias. Contienen un loable esfuerzo de desdramatizar el dolor y la muerte, de ennoblecer aquellas prácticas y conductas que constituirían el ser mismo de una sociedad y de un mundo ideal. Intentan introducir claridad y promover valores que todos creemos que deberían constituirse en santo y seña de la profesión médica, jurídica y política, además de vertebrar toda la vida moral, religiosa y, en definitiva, humana.
Pero, con todo, hay preguntas que jamás se pueden eludir y que a muchas personas constantemente le asolan: ¿por qué a mí? ¿Por qué nosotros hemos tenido que sufrir semejante tragedia? ¿Por qué ese joven ha decidido poner fin a sus días sobre la tierra? ¿Qué ocurre con tantas personas que ya no se pueden mover, que se ven reducidas a una vida inconsciente o a soportar el dramatismo vital del sinsentido? Sin duda, el último viaje de nuestra vida plantea problemas y preguntas que muchas veces no tendrán respuesta, pero ante las cuales es preciso y urgente que nos situemos de alguna forma, que las tomemos en toda su radicalidad y realismo, sin los adornos de unas palabras bien construidas, pero vacías de significado y sentido.
Porque el sufrimiento y la muerte son hechos ineludibles que, sin embargo, producen verdadera angustia, especialmente cuando ese último viaje se convierte en una interminable noche oscura de tinieblas y dolor. Escribía Vicente Risco que «la muerte no es, desde luego, cosa buena, pero tampoco es cosa a la que se tema mucho. Al fin –dice la gente– morir hay que morir
. Lo que se desea es una buena muerte, con conciencia y con los sacramentos todos; lo contrario es morir como un perro
. Cuando un enfermo recibió todos, dicen que está "despachadiño de todo"». El sufrimiento fractura de algún modo nuestro ser. Es como si un océano antes en calma sucumbiera ante la imponencia de un inmenso oleaje en el que ya nada vuelve a ser lo mismo, en donde las causas nobles, el amor y la lucha cotidiana se oscurecen ante la amenaza del sinsentido.
Con frecuencia, la amargura y la tristeza se convierten en las fieles compañeras de viaje y en el antídoto contra cualquier forma de esperanza. Los sentimientos, las pasiones, las creencias, los referentes... todo cuanto somos se sitúa ante el suspenso de unas conciencias conmocionadas por situaciones que nos hacen perder el juicio y nos fracturan el corazón. Ahí nos experimentamos radicalmente en nuestra propia condición finita y vulnerable. Ahí sabemos que, en definitiva, no somos sino esa «corteza y hoja» que decía el verso de Rilke, pero cuya manera de afrontarlas depende, en último término, de la raíz en la cual se sustenta toda nuestra vida. Porque uno no puede ser inmune a lo que en el fondo es, sino que, a pesar de todo, tiene que tener la osadía de buscar un sentido a aquello que parece que ya no lo tiene, sin perder ni enmascarar la paradoja y hasta el dramatismo que muchas veces la realidad descubre, pero sin dejar al mismo que sea el sufrimiento el que se apodere de la vida y controle nuestra libertad.
Y en este sentido se enmarca el presente ensayo de carácter narrativo, pues narrativa es también la configuración de la propia identidad humana en la que se producen tantas alegrías y también tristezas. Hace un tiempo escribí una aproximación de carácter más académico, aunque divulgativo, a los problemas del final de la vida con el título La eutanasia. Problemas éticos al final de la vida humana (Madrid, San Pablo, 2013). Ahora he pretendido dar un paso más para poner rostro a la teoría allí contenida. Por eso he intentado articular lo teórico y lo práctico, la idea y la realidad, en una síntesis narrativa con la convicción de que los problemas del final de la vida solo se pueden tratar adecuadamente desde la mirada de rostros concretos, desde el contacto directo con situaciones de dolor y sufrimiento. He recordado conversaciones, experiencias personales y lejanas, he recorrido hospitales y lugares que no siempre son agradables de visitar. También he investigado, leído y estudiado sobre cada una de las situaciones que me he encontrado. Por último hice el esfuerzo de poner por escrito y dar forma a todo lo que he aprendido a lo largo de este tiempo. De algún modo, más que un ensayo, las páginas que siguen constituyen como la experiencia de un voyeur que recoge paisajes de la etapa más difícil de nuestro recorrido mundano. Por eso todos los hechos narrados son reales, aunque no siempre lo sean los nombres de las personas que aparecen en ellos.
Pero quizá lo más importante es que este escrito es fruto de una necesidad interior. Hace unos años tuve la ocasión de leer la crítica que Rainer María Rilke le hacía en 1903 a los escritos que le había enviado el joven poeta Franz Xaver Kappus. En ella le decía que sus versos no llegaban a tener el carácter de propios, que no conseguían ser del todo personales, sencillamente porque, al escribirlos, le movía más la complacencia exterior que una necesidad interna. De ahí su consejo: «Adéntrese en sí mismo. Escudriñe hasta descubrir el móvil que le impele a escribir. Averigüe si ese móvil extiende sus raíces en lo más hondo de su alma [...]. Y si de este volverse hacia dentro, si de este sumergirse en su propio mundo, brotan luego unos versos, ya no se le ocurrirá preguntar a nadie si son buenos. Tampoco procurará que las revistas se interesen por sus trabajos. Pues verá en ellos su más preciada y natural riqueza: trozo y voz de su propia vida».
Por eso, si hay algo que en estas páginas tenga valor alguno, es que se trata del fruto de una necesidad vital propia y muy personal, es un intento de sondear la intimidad sin tapujos y con claridad. No he pretendido elaborar una teoría sobre el dolor y la muerte, tampoco hacer adornos especulativos y academicistas ni embellecer con palabras vacías situaciones que no pueden dejar de conmovernos y hacernos sentir tristes. La única pretensión ha sido la de afrontar la verdad sin perder la esperanza, sabiendo que hay algo que nunca podemos olvidar: memento mori! Esa es quizá la verdad más segura de todas aquellas que podamos creer y que siempre debemos tener presente en nuestra mente y en nuestra vida.
1
A MODO DE PÓRTICO:
ENTRE EL ESPANTO Y LA TERNURA
Me sucedió hace poco tiempo. Sabía que la visita podría ser difícil, como me ocurre siempre que tengo que ir a un hospital y respirar ese olor que luego no consigo retirar de mi nariz o quizá de mi mente. Me pasa desde pequeño y aún hoy me resulta algo enfermizo. A veces intento contener la respiración unos segundos o me pongo la mano delante de la cara para evitar que entre en mi interior y me cree esa sensación de enfermo, pero es un esfuerzo vano. Desde el vestíbulo, la cafetería, los aseos o el ascensor... todo tiene ese temible olor a enfermedad y medicación que luego me acompaña durante días, aunque ya esté muy lejos.
Posiblemente yo no esté acostumbrado a situaciones verdaderamente dramáticas e impactantes, pero esa vez fue distinta y la imagen que una y otra vez me conmovía era más aterradora que el mero olor de un contexto normal. Subí a la cuarta planta –la «planta del cáncer» la llamaban– y empecé a caminar medio temeroso por el pasillo, buscando la habitación de un pariente al que iba a visitar. Había algunas enfermeras y médicos hojeando papeles y hablando en el interior de una estancia cerrada con un mostrador. La gente iba y venía con gesto serio, algunos intentando contener a duras penas unas lágrimas que tarde o temprano tendrían que salir. Mientras caminaba intentaba mirar por la puerta entreabierta de alguna habitación para ver si veía a alguno de los enfermos, quizá por ese deseo morboso de saber en qué posición se encontraban, a qué máquina estarían conectados o, sencillamente, por comprobar que la realidad de los hechos no podía ser tan dura como las ideas de la imaginación. De hecho, algunos de ellos estaban dando paseos por los pasillos agarrados a su inseparable aparato de tres ruedas en el que van colgadas las bolsas de suero o alguna otra medicación. Otros lo hacían en silla de ruedas y hablaban tranquilamente con parientes o conocidos.
Realicé ese corto recorrido hasta la habitación de la persona a la que iba a visitar con total parsimonia, procurando fijarme en todos los detalles, como preparándome para lo que podría encontrarme y retrasando todo lo posible ese fatídico momento en el que nunca se sabe muy bien qué decir ni cómo actuar. Es como una prueba de fuego en donde uno tiene que dar esperanza, pero sin perder el realismo, tragarse el dolor propio para consolar el ajeno, aparentar normalidad en una situación que todos percibimos como excepcional, como el enemigo que deseamos combatir y derrotar. Probablemente no haya en ningún lugar tanta mentira –o quizá aun hipocresía piadosa– como ante el rostro de una persona moribunda. Cuando al fin llegué, abrí la puerta y vi a un señor durmiendo en una cama y a una mujer sentada en un sillón leyendo una revista. Me imaginé que no estaría demasiado grave, pues al fin y al cabo estaba durmiendo tranquilo y sin ninguna máquina a su alrededor. Siempre que pienso en alguien muy enfermo lo hago como si estuviera apresado por una red de tubos y pantallas que van controlando su estado vital. La otra cama estaba vacía, aunque la mesilla estaba llena de cosas y en el sofá correspondiente había un abrigo y una bolsa llena de ropa. «Están en la sala del pasillo», me dijo inmediatamente la señora, adivinando mis intenciones.
Inmediatamente abandoné la habitación y fui hacia la sala de estar situada en medio del pasillo. Había una televisión encendida a la que nadie miraba y alguna mesa con periódicos y revistas