La nueva masculinidad de siempre: Capitalismo, deseo y falofobias
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Un ensayo lúcido y provocador sobre el amor, el sexo, el género y el capitalismo.
La última era del feminismo viral o los debates en torno de género y desigualdad o deseo y consentimiento han transformado la masculinidad y sus modelos: mientras por un lado surgen respuestas reaccionarias que contraatacan con violencia ante el cuestionamiento de los privilegios masculinos, por el otro despierta una sentimentalidad aparentemente nueva y comprometida con las reivindicaciones feministas, gracias a las cuales, paradójicamente, el hombre puede asegurar su supervivencia y dominio.
En paralelo, la proliferación de relatos de género y de diálogos entre subjetividades masculinas y femeninas cuestiona nuestras ideas sobre el deseo: ¿de qué hablamos cuando hablamos de heterosexualidad? ¿Tiene sentido seguir hablando de ella? ¿Cómo se construye nuestro lenguaje alrededor del amor, cómo dificulta o modela nuestra manera de relacionarnos con los otros?
Entre el ensayo, el reporterismo y las memorias, La nueva masculinidad de siempre explora los modos en que la experiencia masculina busca dar respuesta a los desafíos que convenientemente la discuten en nuestro tiempo. Atravesando territorios como la política, el deporte, la cultura, la moda o la economía, el presente libro busca explicaciones y alternativas a los rasgos que modelan la subjetividad masculina, entre los que se encuentran un estado de guerra permanente o la colonización del cuerpo de las mujeres.
Antonio J. Rodríguez
ANTONIO J. RODRÍGUEZ (Oviedo, 1987) es periodista y escritor. Tras varios años ejerciendo de editor jefe en PlayGround, actualmente colabora como periodista cultural con los principales medios nacionales. Es autor del relato Exhumación, coescrito con Luna Miguel, y de las novelas Fresy Cool, Vidas perfectas y Candidato, que ha sido calificada por la crítica como «una de las mejores novelas de su generación».
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La nueva masculinidad de siempre - Antonio J. Rodríguez
Índice
PORTADA
1. ESLALON SOBRE EL DESEO
2. SUMA CERO
3. TRAVESÍA DEL DESIERTO
4. CHULERÍA
5. EL PENSADOR Y SU CUERPO
6. $EXO MARITAL
7. VARIACIONES A PARTIR DE UN SELFIE
8. MASCULINO SINGULAR
9. VÍCTIMAS PERO VERDUGOS
10. NEOMACHISMO: LOS «OTROS» PERDEDORES
11. ULTRAVIOLENCIA EN LA FRONTERA
12. RETRATOS DISIDENTES
CRÉDITOS
Para Luna
Elles les appelaient des femmes-guerrières, des femmes-amantes, des femmes-chasseresses, des femmes-errantes.
MONIQUE WITTIG & SANDE ZEIG, Brouillon pour un dictionnaire des amantes
1. ESLALON SOBRE EL DESEO
Les propongo un juego. A sus amistades comprometidas en una relación estable, pregúntenles lo siguiente: ¿Eres feliz con tu pareja? En el mejor de los casos, la respuesta será afirmativa. Si se da esta circunstancia, prosigan: ¿Consideras probable mantener relaciones íntimas con otras personas en algún momento de tu vida? Aquí la precisión temporal es importante, pues la pregunta no pretende saber si el interlocutor tiene intenciones de hacerlo ahora, sino si cree que tal cosa podría llegar a suceder en el futuro. Si el participante es honesto, la respuesta debería ser sí: basta remitirnos a la estadística. Por supuesto, cierto sentido del decoro social podría hacer dudar al encuestado: quizá no sepa, o no conteste; o no quiera saber, o no quiera contestar. Para acabar, rematen así la entrevista: ¿Comentas a menudo con tu pareja, o has comentado en alguna ocasión, el hecho de que estadísticamente ambos estéis destinados a mantener relaciones íntimas con terceros? Me atrevería a decir que la respuesta más habitual será no, como corresponde a una sociedad atravesada por infinitud de ambigüedades relacionadas con la idea de la libertad. Por otro lado, hay que tener en cuenta que el experimento podría quedar truncado por una debilidad metodológica: ¿de qué hablamos cuando hablamos de relaciones íntimas? De todas estas desviaciones trata el siguiente eslalon.
Todas estas preguntas, y la gradación de probables respuestas (sí, no sé, no...), se dan en uno de los grandes puzles de la filosofía política actual: la celosía donde se desarrollan nuestras relaciones íntimas y públicas, un ámbito poblado por todo tipo de tabúes, estímulos y aspiraciones y que permanece fuertemente influido por una moral supersticiosa, las expectativas del capitalismo contemporáneo y nuestra mera relación con lo bello y lo bueno. De nuestras preguntas, además, se deducen otras nuevas: ¿se debe mi deseo al metabolismo de tantos relatos hedonistas, en los que los sujetos son tratados como productos en el supermercado de las emociones, o bien es una expresión más de la condición humana? Y en negativo: ¿se debe mi ausencia de deseo al fraternal compromiso con mis seres más queridos, o bien solo a las tinieblas religiosas que siguen envolviendo las interacciones físicas entre humanos? Contener el deseo es contener el orden público, pero también levantar un dique frente a mutuas y enriquecedoras experiencias con otros sujetos. Liberar el deseo, en cambio, amplifica nuestros sentidos, pero inevitablemente desata el caos, como corresponde a toda reacción química.
A pesar de que la probabilidad de que un sujeto mantenga relaciones afectivas al margen de la unidad conyugal es bastante alta, la mayoría de las parejas que no se definen como poliamorosas omiten esta posibilidad, edificando su relato de espaldas a esta realidad. En cierta forma, se trata de una milagrosa operación arquitectónica, donde nuestra construcción afectiva se cimenta sobre una especie de lodazal o cementerio azteca. Aunque presumamos de vivir en sociedades libres, modernas y seculares, el orden social se levanta sobre una sucesión de supersticiones.
En El segundo sexo, Simone de Beauvoir explica que «la humanidad es masculina y el hombre define a la mujer, no en sí, sino en relación con él». Lo mismo ocurre si hablamos de relaciones íntimas o afectivas: frente al amor convencional, el amor plural se considera una especie de mutación tumoral, sobre el que pensamos como si se tratase de un quiste que debe ser intervenido, y que pone en peligro la salud global del sujeto. Da cuenta de este fenómeno el hecho de que no disponemos de términos que dignifiquen, desestigmaticen o refieran en positivo lo que podríamos llamar el amor plural. Por citar tres ejemplos, la etimología de «adulterio» se refiere a la alteración o contaminación de una sustancia; «infidelidad» alude a la traición y se trata de un término de connotación religiosa (fe); y todas las variaciones internacionales del concepto fuckboy o fuckgirl deshumanizan al sujeto, convirtiéndolo en un simple recipiente de pasiones. Si el lenguaje condiciona nuestro pensamiento, una frontera evidente la podemos encontrar en la pluralidad del deseo.
Escrito por Anne Carson, el poemario La belleza del marido narra el hundimiento de un matrimonio atravesado por la aparición de una tercera persona, en una situación donde las nuevas pasiones y las expectativas de género están tan anudadas que no es posible distinguir la naturaleza del afecto, si es noble o está viciado. En un momento del texto, en la traducción que nos ofrece Ana Becciu, leemos lo siguiente:
¿Le has hablado de mí?
Sí.
¿Y?
Quiere conocerte.
Mentiroso.
La conversación incluye un punto de giro inesperado: la amante siente curiosidad por la esposa; en lugar de considerarla su rival, le tiende una mano. Admite más similitudes que diferencias. A su vez, la perspectiva de la narradora es verosímil: quizá se trate solo de una simple mentira, en cuyo caso asistiríamos al –imprudente– intento del marido para acercar dos universos a los que presuponemos incompatibles. Verdaderamente, él confiaría en la posibilidad de la amistad a tres.
En otro pasaje del libro, la narradora conversa con un cuarto individuo que amplía el foco de la cuestión:
Vosotros los casados os tomáis las cosas muy a pecho, os ponéis muy tensos y sois muy retorcidos.
¿Qué quieres decir?
Quiero decir que no derroches tus lágrimas por esta.
Esta. ¿Hay una serie?
Es el intervalo de una serie la serie eres tú.
Lo que sugiere este último verso es que no existe día sin noche, vida sin muerte ni matrimonio sin deseo proyectado al exterior. En «el intervalo de una serie la serie eres tú» se incluyen distintas gradaciones del amor, desde el Gran Amor y el compromiso matrimonial hasta el Juego, caracterizado por la frívola entrega a los designios del deseo, en principio bajo control del marido. Por supuesto, el peligro del juego reside en la posibilidad de que sus normas acaben rigiendo todos los ámbitos de la vida, y entonces ya no sea solo una diversión, sino el motor de la voluntad. Sin la posibilidad de perder, el juego no tiene encanto. Para el caso, el marido no juega con la amante, sino consigo mismo; es decir, contra sí mismo.
En una conversación entre el marido y la narradora leemos lo siguiente:
Vives una vida simulada.
Sí sí pero es por ti.
Por mí.
Son mis trofeos mis campañas mis honores los pongo a tus pies.
Las mujeres.
Sí.
La mentira.
Sí.
La vergüenza.
No no hay vergüenza.
La vergüenza que yo siento.
Solo hay vergüenza en la retirada.
Aquí la relación con la amante es leída por el marido de forma distinta: no como una manifestación del amor plural, ni tampoco a través de la distinción entre la serie y su intervalo, sino como ofrenda: en este punto del enfrentamiento, el marido deshumaniza a la amante, a quien convierte en una validación de su estatus, que a su vez sirve como validación del estatus de la esposa. Silogismo: si tú y yo estamos juntos y yo soy apreciado en el mercado afectivo, entonces yo tengo un valor, que te concedo a ti. Se trata de una lógica tan simple como retorcida: no podemos valorar nuestro amor si no es en relación con un tercero. Nuestra divisa no tiene valor si otras monedas no existen. En efecto, la lógica tiene una naturaleza fundamentalmente economicista.
Para cerrar el círculo, Carson escribe:
Solo me siento limpio dice de pronto cuando me despierto [a tu lado.
Es decir, el marido admite el peso en la conciencia que le causa su relación secreta. Mientras la esposa sufre el dolor por el desplazamiento del eje de gravedad en los sentimientos de él, él, paradójicamente, sufre por dos: primero porque reconoce la impureza de su acción; segundo porque reconoce los daños que su acción provoca en ella. No obstante, no hay manera de colmar el deseo: la pureza de la esposa no le basta, y la impureza de la amante le desborda. Entre el hambre y el hartazgo, el deseo nunca encuentra su justa medida.
Escrita y dirigida por Sion Sono, la película Antiporno está protagonizada por un personaje femenino caracterizado por la indigesta somatización de su libido: cuando su excitación está a punto de culminar, vomita. La dulzura se transforma en acidez, un tema, por lo demás, que da pie al ensayo sobre el deseo que también firma Anne Carson: Eros the Bittersweet («Eros el agridulce»).
«Fue Safo», leemos, «quien por primera vez llamó a Eros dulce y amargo
. Nadie que haya estado enamorado se lo discute. ¿Qué significa la expresión? Eros le parecía a Safo una experiencia de placer y dolor al mismo tiempo.» La naturaleza del amor erótico es la de un haz de luz: inasible; en consecuencia, frustrante. Leyendo un poema de Safo, Carson reflexiona: «La exégesis cuenta con tres ángulos: el amante mismo, el amado, el amante vuelto a definir como incompleto sin el amado. Pero esta trigonometría es un truco: el siguiente movimiento del que ama es derrumbar el triángulo, convertirlo en una figura de dos lados y tratar esos dos lados como si fuesen un círculo. Al ver mi vacío, conozco mi todo
, se dice a sí mismo. Su propio proceso de razonamiento lo deja suspendido entre los dos términos de este juego de palabras.»
En La Venus de las pieles, novela de Leopold von SacherMasoch publicada en 1870, hay un popular fragmento que a su vez bebe de otra cita de Goethe: «En el amor, solo uno debe tener el poder. Uno debe ser el martillo; el otro, el yunque. Yo acepto encantado ser el yunque.» Inevitablemente, la apertura de una relación comportaría ampliar estas sensaciones: golpear, o ser golpeado, con más frecuencia o con más intensidad; a menudo, las cuatro cosas a la vez.
Articulada a partir de distintas relaciones que profundizan en diversas concepciones del amor y la amistad, la serie Easy presenta una pareja con hijos que decide abrir su matrimonio, momento a partir del cual se produce una sucesión de subibajas de amor mutuo y propio: la autoestima y la seguridad de cada uno de los dos miembros de la pareja se infla y desinfla a medida que cambian las aristas de los triángulos y polígonos irregulares que han decidido construir. Dado que la relación es oficialmente abierta, los dos se cuentan con cierta frecuencia sus aventuras extramuros. En un momento dado, ella tiene una crisis de confianza cuando él trata de explicarle su última noche. Finalmente, ella le detiene; no le afea sus acciones, sino que simplemente elige no saber. En ese instante, la relación se sitúa en la intersección de dos eras: se encuentran en una relación abierta aparentemente utópica y de confianza plena, y una relación basada en el pragmatismo y la realpolitik de la doble vida burguesa. Llamativamente, el contrato implícito en este ejercicio de reformismo afectivo contiene las virtudes de los dos modelos: asegura una plenitud emocional y amortigua la percusión del martillo.
Facilitar la maduración afectiva de una sociedad pasa por desbrozar el camino a la igualdad de género, por espolear la confianza entre individuos y por desactivar expectativas de género reproducidas a lo largo de los siglos, entre las cuales se incluyen figuras como el esposo depredador, que colma su deseo afectivo con una narrativa pública del amor monógamo y otra privada del amor pasional, o la amante secreta, de cuyas pasiones condenadas a la clandestinidad se deduce una presunta inmoralidad. Al mismo tiempo, la madurez afectiva de una sociedad también implica la existencia de espacios de privacidad del sujeto: nadie en sus cabales se pone a fisgonear la correspondencia ajena, ni se interpone en las fantasías eróticas de sus compañías amorosas, aquello que un integrista llamaría pecado de pensamiento. Si como miembros de sociedades modernas toleramos el libre flujo de conciencia libidinosa, ¿por qué entonces consideramos una traición la proyección del amor hacia un cuerpo? ¿No es acaso la misma lógica ancestral, herencia todavía patente de las grandes religiones monoteístas, que demoniza los cuerpos?
Puesto que la naturaleza del erotismo es su carácter agridulce –al satisfacer sin colmar genera frustración, y por tanto crea dependencia–, sus consecuencias químicas guardan similitudes con las de cualquier narcótico: es ineludible desear aumentar la dosis, y cuando hablamos de dosis hablamos de tiempo y de dedicación. Dos personas que comienzan a amarse son dos sujetos que actúan como fármaco y cuerpo doliente a la vez: dos agujas hipodérmicas inyectadas entre sí. Al someter progresivamente la voluntad del individuo, la adicción precipita –entre otros– al menos dos escenarios aparentemente indeseables: su vínculo con la poción se rompe (la nueva relación se degrada), o su vínculo con todo lo que no es la poción se rompe (sus antiguas relaciones se degradan). Dado que no es fácil hacer aterrizar nuestro cuerpo y nuestra voluntad alterados en estas circunstancias, no parece existir manera dulce de poner fin al amor plural; tampoco, de hecho, con una ética del poliamor. Claro que la amargura del aterrizaje queda compensada por el éxtasis del despegue, razón que sostiene la infinitud del bucle e introduce una nueva variable en términos de cuidados de pareja: uno no solo teme que su compañero inicie una relación íntima con un tercero por miedo al abandono, sino que también teme ver experimentar las consecuencias de una adicción o de un síndrome de abstinencia; en este caso, sufre más quien ama doble que quien ama a una sola persona.
En términos de cálculo económico en el contexto del capitalismo contemporáneo, el amor plural actúa como una especie de fondo de capital riesgo: una operación financiera que facilita la posibilidad de aumentar exponencialmente los beneficios, pero cuya mala administración asegura la degradación y consecuente destrucción de la empresa. De hecho, lo más probable es que seamos incapaces de gestionar correctamente el nuevo caudal de capital afectivo.
Hay un capítulo en la serie Better Things donde dos personajes casados con otras personas rechazan el contacto físico porque, a pesar de que se desean, intuyen que es lo más conveniente para ambos. «Tengo una amiga», dice ella, «que está obsesionada con que nos acostemos juntos, pero no voy a liarme con un tipo casado: no es mi estilo.» A lo que él responde: «Ahora mismo me estoy divorciando, llevamos meses separados. La verdad es que me gustas, pero no quiero enrollarme contigo y la verdad es que me gustas mucho.» «Tú a mí también», le responde ella, «es decir, hay un feeling agradable.» Finalmente llega el taxi de él, ambos personajes se despiden con un abrazo y ahí acaba todo. Los dos se aman o, mejor dicho, los dos han consumado su amor ya, a pesar de su decisión de dejar de lado el sexo. ¿Se trata entonces de una relación íntima? ¿Debe considerarse un adulterio? ¿Es una traición a sus respectivas parejas mantener su deseo recíproco y contenido en secreto? Su amor extramuros es indudablemente cristalino, bello y ejemplar, pero han decidido que se desarrolle al margen del sexo, lo que despliega una expresión absolutamente humana y natural del afecto que en nuestras sociedades ha terminado convertida en una anomalía: el amor heterosexual no sexual.
La masculinidad hegemónica contempla como una especie de fracaso el encuentro entre un hombre y una mujer que no acaba en actividad sexual, y es incapaz de contemplar como una gran felicidad compartida ese mismo encuentro que concluye en una química no resuelta cuando ambos actores son perfectamente conscientes de la situación pero no necesitan certificar el afecto a través del sexo.
En este sentido, el presunto conflicto de la infidelidad radica en la obsesión colonial por el territorio, primer rasgo de la subjetividad heteropatriarcal. O sea: si en entornos más o menos progresistas seguimos considerando peligrosa la relación extramarital de una mujer con un hombre cishetero, y apenas un pasatiempo la relación física entre dos mujeres, o entre una mujer y un sujeto trans, es por varios motivos. El primero, claro, se debe a que nuestra percepción estática del género bloquea la expectativa de que una mujer pueda abandonar a su pareja hombre por otra mujer, o por un hombre transgénero: de entrada, negamos la liquidez de los géneros y reproducimos sutiles discursos de transfobia. Por otro lado, asociamos al hombre con un rol poseedor y depredador. Bajo la perspectiva masculina, un hombre marca a la mujer de otro como el animal que orina en los bolardos acordonando su territorio. Siguiendo esta línea de razonamiento, desde la perspectiva de un hombre feminista la relación extraconyugal entre una mujer y otro hombre heterosexual sería legítima si ese otro hombre no estuviera motivado por una voluntad colonialista, es decir, machista. Pero ¿qué hombre está libre de tal cosa? Solo aquel capaz de descodificar por completo su género.
Aceptar la fidelidad como modelo de ejemplaridad y evitar la pluralidad del amor es algo que puede justificarse, como veíamos anteriormente, en la voluntad de esquivar la adicción y el síndrome de abstinencia, aunque esta perspectiva también asegura la reproducción de las lógicas territoriales: la inmovilidad afectiva también significa consignar los roles de colonizador (este territorio afectivo es mío) o colonizado (soy el territorio afectivo de otro). Por tanto, la única forma de acabar con las lógicas coloniales que envenenan nuestra educación sentimental solo puede pasar por levantar fronteras: ni colonizadores ni colonizados. Un paso más allá, lo cierto es que no son las lógicas afectivas las que se explican a través de la metáfora de la colonia, sino que la propia idea de la colonia surge de la brutalidad masculina; en palabras de la historiadora Christelle Taraud, «la gran cuestión de la colonización no es la conquista de los territorios, sino el reparto de las mujeres».
Toda civilización que consigue reproducirse a lo largo de los siglos lo hace por su carácter infranqueable y laberíntico, que opera como cul-de-sac o como trampa: hagas lo que hagas, contribuyes a su legado. Citado por Foucault en el volumen IV de su Historia de la sexualidad, Juan Crisóstomo apunta en el siglo IV: «Un hombre que está en el mundo no debe tener más que una ventaja sobre el monje: la de poder cohabitar con su esposa legítima. Tiene ese derecho, pero, por lo demás, tiene que cumplir el mismo deber que el monje.» En una línea parecida, Eva Illouz señala Pamela, novela de Samuel Richardson publicada en 1740, como un hito en la caracterización de la identidad de género masculina en torno a la práctica de la abstinencia sexual: «Para las mujeres», escribe Illouz, «la abstinencia pasa a ser una prueba y una señal de virtud que las ayuda a formar su propia reputación en el mercado matrimonial, mientras que, para los hombres, esa resistencia permite mostrar la masculinidad como capacidad de desear y conquistar aquello que la mujer debe negar.» Desde los