Ariel y los cuerpos
Por Sebastià Portell
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Ariel y los cuerpos - Sebastià Portell
Perelló
PRIMERA PARTE
ARIEL Y EL NONATO
Primera sesión
Os aseguro que Ariel existió.
Sé que parece una locura, sé que puede parecer un delirio mío o que no estoy del todo cuerdo, pero Ariel existió y os lo diré tantas veces como haga falta para que me creáis.
Si me preguntáis cuándo vi a Ariel por primera vez, encontraréis mi primera contradicción: os puedo decir que la primera vez que le vi la cara fue un día de agosto, en la zona de fumadores de un tanatorio, y también os puedo decir que estoy seguro de haberlo visto antes. En el metro, en los periódicos, en programas de televisión.
Cuando hablé con él por primera vez, algo me decía que aquella cara era nueva para mí, pero no aquella nuca, ni aquella espalda, ni aquella mano, que puede que hubiera visto sujetando un libro, en la que me debí de haber fijado en un trayecto de tren anodino. Ariel siempre había estado ahí, y a la vez me resultaba completamente nuevo.
Supongo, sin embargo, que vosotros que necesitáis pruebas, que necesitáis hechos y delimitaciones y datos antes de pronunciar la palabra «verdad», antes querréis saber cómo fue la primera vez que le vi la cara, mucho antes de nuestro accidente.
Lo he dicho: fue un día de agosto. No sé si lo sabéis, pero el verano es la época en la que se producen más muertes en los países del Mediterráneo, porque el calor no perdona a los cuerpos viejos, a los cuerpos estropeados, a los cuerpos que no pueden más y que finalmente se funden.
Eso es lo que le pasó al cuerpo de Esperança.
Esperança era la hermana de mi abuelo materno, la última mujer de la familia, de su generación, que aún vivía. «Hierba mala nunca muere», le oí decir a mi abuela en su lecho de muerte, justo antes de desconectarse, harta de respirar, de comer, de beber, de mear con una máquina. Aquellos días, mi abuela estaba amarilla y sabía que Esperança la sobreviviría. «Es lo último que se pierde», le debería haber respondido, y nos habríamos reído por última vez.
Una habitación mal ventilada, la temperatura demasiado alta, comida en mal estado, tal vez. Esperança habría muerto un día de agosto como tantos abuelos anónimos si no fuera porque ella nunca llegó a serlo, abuela, y este debió ser el principal bagaje que se llevó a la incineradora.
La desazón de no haber tenido nunca un hombre a su lado.
La desazón de no haber podido decir nunca tranquila la palabra «casa».
La desazón de no haber tenido hijos en un mundo en el que las mujeres no servían para mucho más que para tener hijos.
Suerte que le ahorré la desazón de saber que a su sobrino nieto —¿se dice así?— le gustaban los señores tanto como a ella o más. Seguramente más. La tía Esperança murió con la conciencia familiar por estrenar.
La mujer que la cuidaba, nacida en alguna antigua república soviética, había sido muy gráfica con el relato de su muerte: le había puesto delante el platito con sus dos tostadas de cinco cereales, se había girado para coger el zumo de naranja y, cuando se dio la vuelta, ¡pum!, tenía la cabeza caída y los ojos miraban a un punto indefinido del mantel de fantasía. Después todo fueron llantos, y la retahíla de comentarios banales que todo el mundo, quien más, quien menos, ha de soportar tras la muerte de alguien con quien se tenía una relación más o menos próxima: «la han dejado como un ángel», «está muy natural», «puestos a elegir, firmaría por morir como ella», «siempre se van los mejores», «setenta y ocho años hoy en día es morirse joven» y demás perlas de escalera de vecinos.
Al igual que los cumpleaños, los funerales tienen menos éxito en verano. Menos aún si la persona que los protagoniza no tenía una gran vida social, o si la que tenía se había resentido con los años y unas cuantas negligencias. Así pues, de las cuatro horas que duró el velatorio de la tía Esperança, la que no iba a morir nunca de lo mala que era, habrían sobrado tres y media si no fuera porque mi madre, su sobrina predilecta, se había empeñado en no dejar el cuerpo solo en la sala ni un momento. Decía que debíamos estar con ella aunque fuera ahora que ya no nos necesitaba, y también con la mujer que la había visto morir.
El tiempo no corría, pero mi imaginación sí. Pensaba en el futuro de esta persona, tan ligada a la muerte del abuelo de turno al que le tocara acompañar, y pensaba en la necesidad de la ceremonia pagana que tanto le habría molestado a la tía Esperança, devota hasta el final. «No estamos para pagar misas, Jordi», le había dicho mi madre a mi padre cuando él había dejado caer la opción de respetar la voluntad de la difunta. Nadie protestó. Si su sobrina decidía que no iba a haber misa, era que no debía hacerse y punto.
Es curioso: me encontraba ante una persona muerta y no podía evitar pensar en la vida que había tenido. Aquella parcela que a mí y seguramente a todos los presentes se nos escapaba. ¿Qué había sido la vida de la tía Esperança, más allá de los arreglos de ropa en el taller de su casa, las visitas de los parientes y la misa ineludible de las ocho? Todos sabíamos que nunca había estado casada, pero ¿se habría enamorado?
Las imágenes iban y venían en mi cabeza, y de repente me encontraba ante una especie de tía Esperança con la misma cara arrugada y otoñal de la tía Esperança, pero con un cuerpo de mujer joven vestida a la moda de la época, sonriendo y charlando con otras mujeres sobre esto y aquello, y lo que me dijo y lo que yo le respondí. Me imaginé una historia de amor imposible, un hombre que se iba a hacer las Américas o las Indias o lo que fuera y que le proponía casarse por poderes, a distancia, sin noche de bodas ni retrato ni vestido. Y ella llorando ante la negativa de sus padres, y ella fundiéndose en el agosto de su juventud, y ella abrazando cojines con encajes hasta que la noche la engullía y la amargaba gota a gota.
O ella amando en secreto otros cuerpos, cuerpos prohibidos, cuerpos de mujer que se desnudaban día sí y día también ante su mirada, con agujas para tomarles las medidas y vestirlos de colores y estampados. Un posible lesbianismo me venía a la cabeza como explicación del desierto sentimental de la tía Esperança cuando noté que mi madre me había puesto una mano en cada hombro y me susurraba desde atrás que, si quería, podía salir un segundo a descansar.
Le hice caso. Dejé la sala de velatorio número tres, no más impersonal y aséptica que la dos o la cuatro, y me dirigí a la explanada con vistas a toda la ciudad que había justo delante.
Fue allí. Fue allí donde, sin darme cuenta, tuve unas ganas irreprimibles de fumar y me empecé a palpar los bolsillos de la americana y de los pantalones, maldiciendo la etiqueta de los tanatorios que decide que los vaqueros no están muy bien vistos. Mierda.
—¿Quieres? —Una voz venía de atrás, como un humo nicotinado.
No la reconocí, pero algo hizo que dejara pasar unos segundos antes de girarme para asociarle una cara para siempre. Algo dentro de mí sabía que lo que estaba a punto de vivir sería uno de los momentos más recurrentes en mis pesadillas y mis deseos, dos territorios cavernosos que, en ocasiones, coincidían.
Y ahí lo tenía: no más alto que yo, la piel blanquísima, el cabello claro y rizado; rizos y rizos que enmarcaban una cara que merecería estar en todas las monedas, en todos los billetes, en todos los retratos de todas las galerías del mundo. Por primera vez, Ariel se me presentaba como un aura de lo que podría llegar a ser.
—¿Disculpa?
—Que si quieres, digo —respondió con indiferencia, lo que aumentaba su aureola sobrenatural. Le habría comido aquella boca carnosísima allí mismo, le habría repasado el vacío entre los dos incisivos superiores con la lengua y con los iris y con las yemas de los dedos, pero me limité a coger un cigarrillo de la caja que me ofrecía.
—Gracias.
La silueta de la ciudad se dibujaba con más detalle ahora que el humo de Ariel me llenaba la boca y me llenaba el esófago y me llenaba el pecho, y tenía esa sensación, tan difícil de forzar, de sentir que estás anclado en el tiempo. A lo lejos, casi imperceptibles, entraban cruceros, buques de carga, algún bote militar. Los aviones planeaban sobre el azul más oscuro, rompían el azul más claro. Toda la ciudad se resumía en casas, torres, edificios altos, indicios de una humanidad desordenada.
Y si me lo preguntáis, así me sentía yo: una gota que cae de la ropa recién tendida, una chispa suicida que salta de la chimenea al frío de la tierra. Me sentía poco, me sentía loco, me sentía ridículo, me sentía esclavo. Me sentía virgen, incluso.
—Lo siento.
Su voz me hizo volver al cuerpo con el que me había lanzado al vacío de calles y plazas. ¿Por qué debía disculparse aquel ser ideal, aquella aparición de humo y de carne, si me acababa de convertir en el hombre más feliz y más avergonzado del planeta?
—¿Cómo?
—Que lo siento, siento mucho lo que ha pasado.
—No te entiendo.
—Si estás aquí, debe ser que alguien cercano se ha marchado.
—Ah, sí. Alguien se ha marchado.
—Pues lo siento.
—Gracias. Supongo.
Di otra calada. Durante unos instantes, aquel cigarrillo era el único centro de gravedad que tenía. Evitaba los ojos de Ariel y al mismo tiempo necesitaba verlos por dondequiera que pasaran los míos.
—¿Cómo se llamaba?
Esperé antes de contestar.
—¿Ella?
Entonces calló él, a punto de transparencia.
—Esperança —continué.
—Es un nombre bonito. Y es triste pensar que la esperanza muere.
—Y tanto que es triste.
—Perdona. No sé qué relación teníais y te hablo de esa persona sin saber nada. Lo siento.
—No tienes que disculparte, hombre. —En ese momento, Ariel dio unos pasos hacia delante y se acercó a donde yo estaba, junto a la barandilla de vidrio que daba a la piscina sin agua, llena de ahogo, de la cuadrícula urbana. Posó las manos sobre el vidrio y, mientras les pedía a los dioses y a los astros que no se cortara deslizándolas por la superficie, me fijé en ellas. Extensiones perfectas de un cuerpo al que ya amaba. Habría matado por ser colilla y encontrarme entre aquellos pliegues de piel—. ¿Trabajas aquí?
No respondió. Se limitó a mirar al horizonte y sonreír, como si lo que había dicho fuera muy gracioso. Y surtió efecto.
Me sentí como un tonto.
—Perdona —dije, bajando la cabeza casi hasta el lustre de los zapatos que me había dejado mi padre—. ¿Tú también tienes a alguien aquí?
Me habría pegado un tiro en la garganta. Ariel volvió a reír y esta vez lo hizo con la boca bien abierta, pero sin llegar a emitir ningún sonido. Dicen que las personas son según ríen, y en ese momento vi que una posible definición de Ariel era el silencio total.
—Sí y no. Todos tenemos a alguien en algún lugar.
Le habría dicho mil cosas.
Le habría preguntado por el misterio de sus palabras, por su arte de la insinuación sin insinuar nada en el fondo, le habría preguntado por el vacío y por la plenitud de las proposiciones que dibujaba en el aire como anillos de humo.
Le habría dicho que necesitaría volver a verlo, que me quería aprender cada milímetro de su cuerpo cubierto de algodón, que quería cambiar de año y de etapa y de vida con él y ver cómo nuestras pieles se arrugaban como la de la tía Esperança, pero sin la amargura que se le notaba en cada surco.
Le habría dicho que no lo conocía y que le quería desde el principio de todo.
Pero, sin que ninguno de los dos nos lo esperásemos, alguien gritó mi nombre. Era mi madre. Mi permiso para respirar lejos del cadáver se había acabado y me tocaba volver a entrar en la cámara de los horrores, en el cuarto de los pésames y los besos salivosos. Me tocaba decir adiós al magnetismo salvaje de aquel cuerpo de hombre joven y no encontraba la manera de hacerlo sin romper ese momento.
Él me ayudó: volvió a sonreír e hizo un gesto con la cabeza. Ni una palabra. En el fondo ahora sé que me decía: «Antes de que te des cuenta nos volveremos a ver. Esto no es más que el principio».
Noté como, dentro de mí, nacía una esperanza en minúscula.
NOTA A PIE DE ALMA
EN LA QUE ARIEL
SE PREGUNTA SOBRE
LÍQUIDOS CORROSIVOS
QUE SE COMPARTEN
Labio con labio, lengua con lengua, dientes con dientes.
Besar también puede ser una erosión muy lenta.
¿Por qué nos llenamos las bocas de saliva, y no de la bilis que llevamos dentro?
EUGENI INTENTA ESCRIBIR LO QUE
ARIEL ES
Ariel es escribirlo todo en cursiva. Ariel es llorar en el coche, oír a alguien cantando en la ducha. Ariel es no llevar paraguas cuando llueve. Ariel es que se te mojen los zapatos y los calcetines un día de lluvia. Ariel es la lluvia impredecible. Ariel es almendras tostadas. Ariel es el silencio de la espera de una llamada con un desconocido. Vivir en el aeropuerto.
Segunda sesión
—Es posible que tengas la piel utópica.
Era la segunda vez que le veía la cara a Ariel y que me hablaba de la piel y de sus complicaciones, como si fuera un augurio de todo lo que sucedería entre nosotros.
Yo aún no sabía que la piel es el órgano más grande que tenemos.
—Querrás decir atópica —le respondí, y él se rio.
Risas, risas, risas y poco más