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El Arca
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Libro electrónico338 páginas4 horas

El Arca

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La Tierra que conocemos está a punto de desaparecer.

La tecnología se ha desarrollado hasta el punto en el que una persona puede ser puesta en un Estado de Sueño semipermanente: una especie de animación suspendida y coma inducido.

En el momento exacto en el que la prueba de esta nueva tecnología está concluyendo, se descubre que un cometa especial está acercándose a la Tierra, con un grado de radiación tan alto que extinguirá todas las formas de vida del planeta. Poco tiempo después del descubrimiento, el gobierno comienza a construir un establecimiento para durmientes, con el fin de salvar a la humanidad de la extinción; pero al mismo tiempo, tomando medidas drásticas para mantener el proyecto en secreto.

Cuando los durmientes despiertan, descubren que algo ha salido terriblemente mal… y que el extraño mundo a su alrededor no es el mismo en el que se durmieron.

IdiomaEspañol
EditorialNext Chapter
Fecha de lanzamiento14 jun 2020
ISBN9781071536988
El Arca

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    El Arca - Christopher Coates

    Prólogo

    La aparente acogedora casa se ubicaba en un terreno grande y abierto con un majestuoso roble en el patio delantero. El recubrimiento exterior estaba un tanto descolorido, pero la pintura de las molduras parecía nueva. Todas las ventanas tenían cortinas y podía verse humo saliendo de la chimenea. La casa estaba ubicada a unas tres millas a las afueras de los límites del pueblo; lo que ya no era tan poco usual, ya que los habitantes habían estado buscando alejarse de la seguridad de las pequeñas ciudades durante los últimos veinte años.

    De repente, la puerta delantera se abrió y una pequeña niña salió corriendo de la casa hacia la luz de la mañana. El sol de verano recién estaba apareciendo, pero la temperatura ya se acercaba a los setenta y cinco grados. Varios pajarillos, que buscaban comida en el césped, echaron vuelo al verse interrumpidos por la intrusa. La niña se detuvo brevemente para observar a los pájaros, ya que su presencia era bastante inusual. Parecía tener unos nueve años y vestía pantalones de jean gastados y una blusa roja lisa. Llevaba su largo cabello rubio en una trenza que llegaba casi hasta donde comenzaban sus pantalones. Tenía una pequeña mochila y un teléfono celular enganchado a un fino cinturón alrededor de su cintura. Se subió con rapidez a la bicicleta y comenzó a pedalear velozmente por el camino. La bicicleta era de su color favorito: roja, como su blusa. Estaba recién pintada, pero si mirabas con atención, podías ver que estaba soldada en diferentes lugares, lo que claramente indicaba la metamorfosis de diversas bicicletas canibalizadas. A Michelle no le molestaba que su bicicleta no fuera nueva. Jamás había visto una, ni tampoco sus amigos. Todos asumieron que no se habían construido bicicletas nuevas en el último siglo.

    El camino estaba hecho con tierra compactada y peligrosos pedazos de asfalto que, con frecuencia, se atascaban en la misma. Michelle amaba ir a la pequeña ciudad en bicicleta. Generalmente, se desviaba del camino principal por una media hora para pasear por la Calle Bell, la única calle de su lado de la ciudad que había sido asfaltada nuevamente, y la primera que Michelle había visto de concreto completamente nuevo. Sus padres le dijeron que, con el tiempo, todas las calles se verían igual. Michelle adoraba montar su bicicleta por allí porque, como era liso, podía ir mucho más rápido. Su abuela le había contado que, alguna vez, antes de que todos murieran, todas las calles y caminos eran de cemento.  Sin embargo, hoy Michelle tomó el camino rápido hacia la ciudad y sacrificó el paseo por la Calle Bell. Hoy era el cumpleaños de su abuela y estaba determinada a ser la primera en felicitarla. Podría haber llamado, pero prefería hacerlo en persona. Aún a su avanzada edad, la Abuela Amy se había asegurado de ir y saludar personalmente a Michelle en cada uno de sus nueve cumpleaños.

    Cuando llegó a la casa, Michelle subió las escaleras con prisa y, sin detenerse a llamar a la puerta, entró. —¡Soy yo, abuela! —exclamó con alegría.

    Su abuela estaba reclinada en una silla, con los pies arriba mientras escuchaba música en un pequeño estéreo. La melodía provenía de una de las únicas dos estaciones de radio que aún transmitían. —¡Michelle! Ven y dale un abrazo a tu abuela, —dijo la anciana, con los brazos abiertos. En realidad, el término abuela no era del todo correcto. Michelle era la bisnieta de Amy.

    La niña se acercó lentamente y le dijo —¡Feliz cumpleaños, abuela!

    —Gracias por recordarlo, cariño. Eres la mejor.

    —¿Acaso fui la primera?

    —¿La primera, qué?

    —La primera en desearte feliz cumpleaños —dijo la niña con un toque de sarcasmo en su voz.

    Amy respondió a las carcajadas —Sí, lo fuiste.

    —Genial. Quería que mamá me ayudase a hacerte una torta, pero me dijo que no encontraríamos 146 velas —manifestó Michelle.

    —Aún si las hubieras encontrado, no habrían sido suficientes. Cumplo 146 años hoy.

    —Eso es mucho.

    —Claro que sí —admitió la anciana.

    —¿Es cierto que cuando eras joven, las personas no vivían tanto?

    —Es verdad. En general, vivían hasta más o menos los ochenta años. Así era antes, y así será para tu generación también. Además de los pocos que quedamos ahora, nadie más vivirá tanto tiempo.

    —Entonces... ¿no viviré tantos años como tú? ¿Solo llegaré a los ochenta años? 

    —¿Por qué te preocupas? 80 años no está nada mal... Tenía un poco más de ochenta cuando tuve mi primer bebé, tu mamá. —Ambas echaron a reír por lo loco que sonaba ese hecho.

    Michelle apoyó la cabeza sobre el hombro de su abuela. Extrañaba las épocas en las que podía treparse a la misma silla para sentarse con ella. Había crecido demasiado para que la debilitada anciana pudiera alzarla. Mientras estaban allí, los ojos de Michelle se posaban en las fotografías que su abuela tenía sobre las repisas. Había fotos de su mamá y su papá, algunas de su bisabuelo y otras de su abuela; aunque la mayoría eran de Michelle y sus hermanos y hermanas, así como también de sus muchos primos. A pesar de amar a su familia, esas no eran las fotografías que Michelle disfrutaba ver cuando visitaba a su abuela. Estaba más interesada en las más antiguas, aquellas de su bisabuela. La que más le gustaba, la retrataba vestida con su traje de vuelo sentada en el asiento de piloto de un impactante helicóptero militar.

    Para Michelle, lo mejor del mundo era sentarse con su abuela y escuchar sus infinitas historias de otras épocas. Ni siquiera las imágenes en los libros o computadoras se podían comparar con los relatos de su abuela al describir cómo la gente solía vivir 130 años atrás. 

    La abuela narraba con exactitud las ciudades bulliciosas, las peligrosas autopistas, los parques de diversiones y todos lugares exóticos que había visitado. Esas ideas parecían tan locas como algunos de los programas de televisión que mostraban alienígenas invadiendo la Tierra.

    Los padres de Michelle la habían llevado a Denver el año anterior, pero no se parecía en nada a lo que su abuela le había contado. Denver parecía insulso y vacío, los altos y, alguna vez, magníficos edificios parecían muertos en la ciudad fantasma. No había vida, excepto por unas cuantas personas que seguían allí, revolviendo la basura en busca de objetos útiles. La única otra evidencia de habitantes que vio, fueron los miles de esqueletos que parecían estar detrás de cada puerta que se aventuraban a abrir.

    El viaje a Denver había sido fascinante y, sin duda, había reafirmado la veracidad de la destrucción global. Michelle estaba encantada de volver a casa y, con suerte, jamás visitar otra ciudad en su vida.

    Capítulo 1 – Día 1075

    Las paredes de la habitación eran de aproximadamente quince metros de largo, mientras que el techo debe haber estado a unos seis metros de alto. Uno de los muros estaba completamente cubierto de equipos de computación y monitores de control médico. En la pared del frente, había una gran puerta de metal que parecía una esclusa. La habitación no tenía ventanas, pero había doce cámaras de video colgadas del techo que grababan cada centímetro de la misma.

    Con la ayuda de una tenue luz roja, podía llegar a vislumbrarse las siluetas de docenas de cápsulas en forma de ataúdes, alineadas perfectamente en cuatro filas. Las cápsulas eran negras, con lados redondeados y lisos. Cada una tenía dos secciones en la parte superior, rodeadas de un marco negro que conformaban una tapa de ensamblaje que cabía perfectamente en la superficie de la cápsula. Era prácticamente imposible distinguir dónde terminaban los lados y comenzaba la cubierta. Cada cápsula tenía varias filas de luces indicadoras y pantallas de LED en uno de los extremos, y todas estaban enumeradas con una etiqueta adhesiva roja de unos ocho centímetros.

    Al final de cada fila había una consola con un complejo equipamiento computarizado. Las cápsulas portaban pequeñas pantallas que mostraban lo que parecían lectores de ECG. Cualquier persona con algo de conocimiento en medicina se hubiera preocupado por la bajísima frecuencia cardíaca desplegada en las pantallas. Diez de las cápsulas tenían varias hileras de lucecitas verdes, algunas titilaban mientras otras brillaban continuamente. En la cápsula con el número Diez resplandecía una luz amarilla y otro preocupante destello rojo. La cápsula Tres estaba totalmente a oscuras.

    A través de la tapa transparente de cada cápsula, se veía la forma de un cuerpo humano desnudo. El grupo estaba conformado de hombres y mujeres de diferentes razas. Todos parecían estar en buena condición física y en una franja etaria de entre veinte y cuarenta años.

    Mascarillas bastantes inusuales, semejante a las usadas para dar oxígeno, pero hechas de un material más pesado de un color blanquecino, cubrían las bocas y narices de las personas. Las mascarillas, que tenían dos tubos conectados a ellas, se sujetaban alrededor de la cabeza de quien estuviera usándola. Las puntas de dichos tubos encajaban en puertos adheridos a los lados de cada cápsula. Las mascarillas, junto con una rara mezcla de tubos y cables que entraban y salían de diversos orificios, hacían que los ocupantes de las cápsulas parecieran casi máquinas. Con la escaza luz del lugar era imposible decir si los que yacían allí dentro estaban vivos o muertos.

    Sin ninguna advertencia, se prendieron seis hileras de luces fluorescentes suspendidas en lo alto. Aunque el cambio en la luminosidad fue extremo, no se observó ninguna reacción aparente de parte de los ocupantes de las cápsulas. Unos segundos más tarde, una luz estroboscópica comenzó a destellar sobre la puerta, sellada ya hacía un buen tiempo, en tanto la actividad en muchos de los paneles computarizados comenzó a aumentar. 

    Luego de una pequeña pausa, se escuchó un siseo apenas audible y la puerta de 500 kilos comenzó a abrirse con lentitud. Cuatro personas, en trajes amarillos contra riesgos biológicos, entraron a la amplia cámara. Habían estado tan apretados en el pequeño espacio de la esclusa que hasta les costaba salir de allí. Sus movimientos eran lentos y sus miradas viajaban de un lado de la habitación hacia el otro. Por sus movimientos, era evidente que todos estaban experimentando un alto nivel de incertidumbre. En cuanto los cuatro estuvieron dentro de la cámara, la puerta se cerró por completo detrás de ellos, y en exactamente treinta segundos, la luz estroboscópica dejó de destellar.

    Los recién llegados se ubicaron, cada uno, frente a las filas de cápsulas y comenzaron a analizar las terminales. Cada miembro del equipo echó un breve vistazo a la luz estroboscópica cuando ésta comenzó a brillar nuevamente, para luego retomar sus respectivas tareas. Tres personas, vestidas de manera similar, entraron a la cámara. Se dirigieron directamente hacia la pared donde estaba el equipamiento de monitoreo y comenzaron a ingresar datos en el instrumental, que aparentaba venir directo del futuro.

    Una de las personas que había comenzado a examinar una fila de cápsulas a la derecha, soltó un insulto.  —Fallo significativo de sistema en la Cápsula Tres, —anunció, agitada, la voz de una mujer. Había un tono mecánico en su voz, a causa de los dispositivos de respiración en las mmascarillas de cada miembro del equipo.

    Otra voz manifestó: —Cápsula Tres – debe haber sido Miller.

    —¿Tienes idea de cuándo sucedió? —dijo una tercera voz, que sonaba diferente y provenía de los auriculares, aunque sin eco alguno. Quienquiera que estuviese hablando, no utilizaba una mascarilla.

    La mujer se había movido hacia la tercera cápsula de su fila y estaba mirando hacia adentro desde arriba. La piel de la persona ya se había secado de tal forma, que su rostro se veía curtido y marchito. Sin embargo, la mascarilla todavía se mantenía en su lugar. Su largo cabello rubio indicaba que era una mujer quien estaba en la cápsula.

    —Parece que fue hace mucho tiempo, Señor. —dijo la técnica con un temblor evidente en su voz. 

    Antes de que alguien pudiera comentar, otra voz femenina, con un leve acento de Nueva Inglaterra, comenzó a hablar. —Señor, también tenemos un fallo menor de sistema en la Cápsula Diez.

    —¿Qué tan menor? —preguntó rápidamente la voz que sonaba más normal.

    Desde el área con los equipos montados en la pared, un hombre dijo: —los signos vitales, la temperatura corporal interna y el ECG están dentro de los valores normales. Parece que el sistema de enfriamiento central ha fallado, pero los sistemas de reserva están funcionando al cien por ciento.

    —Bien —dijo la voz que provenía de los auriculares. —Quiero un informe del resto de las cápsulas.

    —Grupo A, sin fallas adicionales.

    —Grupo B, sin fallas.

    —Grupo C, sin fallas.

    —Grupo D, sin fallas adicionales.

    —Muy bien, activen la conexión de datos así pueden salir de ahí. Luego, ejecuten los escáneres de contaminación biológica. Quiero un informe completo en una hora.

    En los próximos diez minutos, la habitación estaba nuevamente vacía. Dos minutos más tarde, las luces se apagaron.

    Capítulo 2 – Día 1075

    La gran mesa de conferencias ubicada en el centro de la sala estaba cubierta de papeles, computadoras portátiles, tazas de café y varias botellas de gaseosa. A su alrededor, estaban sentadas catorce personas, debatiendo los eventos de esa mañana. En un extremo de la sala, una puerta se abrió y entró, con mucha autoridad, un alto hombre. Llevaba un uniforme de gala del Ejército de los Estados Unidos y, en sus charreteras había águilas de plata que denotaban su rango como Coronel del Ejército.

    El Coronel parecía tener unos cincuenta y tantos, medía un poco más que 1,82 metros, era bastante delgado y su cabello se veía más gris que de su original color marrón. La chapa identificadora sobre bolsillo del lado derecho de su camisa decía Fitch.

    Detrás de él, había un fornido hombre de estatura media, de unos cuarenta y cinco años, que vestía una bata de laboratorio con el nombre J. Cowan bordado en el bolsillo a la altura del pecho. Cowan cojeaba levemente y era un poco más bajo que el Coronel.

    En cuanto entraron a la sala, todos los presentes se pusieron de pie. La mitad de ellos se pararon en posición de firmes, lo que dejó en evidencia quiénes eran los trabajadores y quiénes, los colegas militares. El Coronel asintió con la cabeza ligeramente y todos se sentaron nuevamente para volver a trabajar.

    Fitch sacó un par de anteojos, se los puso y echó un rápido vistazo al portapapeles que sostenía. —Muy bien, díganme qué sucedió con esos dos sistemas, —exigió. Volvió a pedir la misma información que había solicitado por el intercomunicador cuando el equipo estaba en la cámara.

    Después de una pequeña pausa, un hombre asiático de cabello corto y en bata de laboratorio, comenzó a hablar con un leve temblor en su voz. —Señor, estuve revisando la información de la Cápsula Diez. En algún momento del año pasado, ocurrió una falla inesperada en el hardware del sistema principal de enfriamiento. Tres segundos después de dicha falla, se activó el sistema de reserva. Desde entonces, ha estado funcionando sin ningún problema. Quisiera recordarles a todos que hay una tercera secuencia en este sistema, un sistema de enfriamiento auxiliar que se activa en línea si los otros dos sistemas fallan. Este sistema auxiliar jamás se accionó y parece ser completamente funcional. Pareciera que todo funcionó exactamente como lo habíamos planeado.

    —No, teniente, —dijo Cowan bruscamente, —no es así como habíamos planeado que funcione. Se suponía que ese sistema principal de enfriamiento debía funcionar sin supervisión, por veinte años. ¿Ahora me estás diciendo que solamente duró cuatro años de los cinco que incluye el ensayo?

    El Coronel Fitch asintió, dándole la razón a Cowan.

    El teniente abrió la boca para responder, pero al ver los rostros de sus superiores, decidió mantener silencio.

    —Entonces, ¿puede alguien decirme qué mató a Miller? —reclamó el Coronel. Había más frustración que ira en su voz.

    Una mujer de altura media y largo cabello castaño se puso de pie. Vestía un uniforme de gala del Ejército de los Estados Unidos, con insignias de Capitán en sus charreteras. Comenzó a hablar con un ligero acento de Nueva Inglaterra. —Coronel, algo causó un cortocircuito en la computadora encargada del soporte de vida. Hasta que no la saquemos de la cápsula y tengamos acceso a la computadora, no sabremos todos los detalles. Sin embargo, los monitores indican que, hace aproximadamente un año, sufrió alguna especie de convulsión y que sobrevivió un poco más de dos horas después de ese episodio. A esa altura, por razones que aún no conocemos, la computadora hizo cortocircuito. Cuando esto sucedió, hubo un repentino aumento en la temperatura del compartimento electrónico que alberga la biocomputadora. Aparentemente, la temperatura registrada fue de más de quinientos grados durante más o menos treinta segundos. Dada la amenaza de un posible incendio, la computadora principal cortó el flujo de electricidad en el compartimento del sistema instalado en su cápsula. A estas alturas, la temperatura disminuyó con extrema rapidez. En una cuestión de segundos, la computadora principal podría haber cancelado por completo el experimento y haber hecho sonar la alarma de detección de incendios, pero no lo hizo. Aunque los resultados fueron trágicos parece que la mayoría de los sistemas respondieron como era de esperarse.

    Inicialmente, el Coronel Fitch la miró fijamente y con frialdad. Luego, al escuchar los hechos, su expresión comenzó a cambiar poco a poco. Al finalizar la explicación, el Coronel asintió lentamente.

    Cowan, con un tono más relajado, preguntó: —Capitana Travers, ¿cuándo sabremos las causas tanto de la convulsión como del cortocircuito? —A pesar de que James Cowan se sentía frustrado por la falla, no iba a demostrar tal frustración frente a Amy Travers. Durante varios años, ella había sido su mano derecha en este proyecto y rápidamente fue ganando experiencia en ese tipo de ciencia. Amy era la única que entendía lo suficiente sobre el proceso de adormecimiento artificial como para continuar el experimento si, en algún momento, él decidía abandonarlo. Últimamente, le habían ofrecido otros puestos más lucrativos, pero Cowan estaba comprometido a llevarlo a cabo hasta la última instancia.

    —Recién sabremos la causa de la convulsión después de la autopsia. Hasta que Miller sea removida de la cápsula, no podremos llegar a la parte inferior de la misma para investigar el compartimento eléctrico, —respondió Travers.

    —¿Cuándo podremos volver a la cámara sin los trajes especiales? —preguntó Cowan.

    Un hombre calvo y bajito contestó: —el análisis de biocontaminación está terminando justo ahora. Si las computadoras no encuentran ningún problema, podremos entrar nuevamente dentro de una hora.

    —Señor, ¿qué hay sobre el despertar? —dijo Travers.

    —Eso probablemente tendrá que esperar hasta que saquemos el cuerpo —sugirió una voz desde el fondo de la sala.

    —Estoy de acuerdo, esperemos hasta ver qué encontramos en la autopsia y en la cápsula de Miller para luego comenzar a trabajar en el Grupo Uno, —indicó Fitch. Los allí presentes asintieron y segundos después Fitch y Cowan abandonaron la sala.

    Fitch podía sentir los latidos de su corazón resonando en su cabeza. El estrés y la frustración de los eventos de esa mañana se reflejaban en su cuerpo. Durante los últimos años, había estado ejerciendo como Director del Proyecto; tenía todo planeado, ésta sería su última misión antes de escabullirse hacia un placentero retiro.

    Matt Fitch comenzó su carrera en el Ejército como Oficial de Infantería, recién salido de la academia militar en West Point. Su carrera avanzó rápidamente y fue enviado a diversos lugares alrededor mundo. Hasta llegó a ver algunos combates durante esos años.

    Tenía la reputación de ser una persona con grandes habilidades organizacionales, así que fue promovido a la posición de Oficial de Operaciones de su unidad. En el transcurso de unas cuantas semanas de haber comenzado su nueva tarea, le descubrieron una masa mediana en el pulmón derecho. Los doctores removieron dos tercios del órgano para evitar una posible metástasis. Ahora, apenas si se daba cuenta de la disminución en su función respiratoria, que solo le molestaba al hacer ejercicio. Sin embargo, su impedimento era lo suficientemente grave como para que nunca más pudiera servir en una unidad de combate.

    Afortunadamente, durante años, Fitch había hecho suficientes buenas conexiones, una de las cuales le concedió la misión que ejercía ahora: Director de Proyecto en la Investigación Sueño Profundo.

    * * *

    Aproximadamente una hora más tarde, las grandes puertas de metal comenzaron a moverse de nuevo, por segunda vez en los últimos cinco años. Los técnicos y doctores que entraron ya no vestían trajes especiales ni llevaban tanques de oxígeno. Entraron camillas rodantes con equipamiento médico, como kits de medicamentos, monitores cardíacos y tanques de oxígeno portátiles.

    Mientras el personal médico comenzó a instalar los equipos, una quinta camilla fue directamente hacia la tercera cápsula de la primera fila. Sobre la camilla, desenrollaron una pesada bolsa negra de vinilo de unos dos metros de largo con el cierre de frente a la cápsula.

    En la primera fila, un técnico comenzó a ingresar comandos en la consola. —No puedo abrirla desde aquí. Todos los sistemas automáticos de esta cápsula están caídos. —Se acercó a la cápsula, se puso en cuclillas y, con la ayuda de un destornillador de punta plana, quitó dos pequeñas coberturas.

    Ambos orificios eran apenas lo suficientemente grandes como para insertar una mano. El técnico estiró el brazo dentro del primer orificio. Después de unos segundos, se pudo ver un leve movimiento de la tapa transparente, seguido de un siseo perceptible al cambiar la presión dentro la cápsula. Sacó la mano y la introdujo en el segundo orificio. Después de una demora un poco mayor, un fuerte chasquido resonó en la habitación y la tapa de la cápsula se elevó unos dos centímetros.

    —Bien, deberíamos poder levantarla ahora, —declaró el técnico.

    Se puso de pie lentamente y, con la ayuda de uno de los médicos, levantó la tapa. El olor a muerte no era tan malo como habían temido, pero era perceptible. Después de remover la mascarilla y cortar los cables y tubos, levantaron con delicadeza el cuerpo de Rhonda Miller de la cápsula. Ninguno de los presentes pudo notar la ironía de la escena: estaban sacando el cadáver de una mujer de una caja con forma de ataúd.

    Acostaron a Miller en la camilla y cerraron la bolsa negra sobre ella. Los médicos pasaron dos correas por sobre la bolsa y las ajustaron para mantener el cuerpo firme en la camilla. La Capitana Amy Travers y el médico se retiraron con el cuerpo para comenzar la autopsia.

    Una vez que se sacó el cadáver, James Cowan comenzó a investigar la causa de la falla que le había costado la vida a Miller en la cápsula tres.

    Capítulo 3

    James Cowan era, por lejos, la persona más competente para dirigir el funcionamiento interno del programa de sueño. Catorce años atrás, se había comprometido a asistir al Dr. Henry Sullivan, quien era, en esa época, el líder a nivel mundial en el concepto de programas de sueño a largo plazo.

    A través de los años, habían tenido muchos éxitos y solo insignificantes fracasos. Con el tiempo, sus experimentos llegaron al punto de que era necesario pasar de la experimentación con animales, a exponer seres humanos a un estado de sueño por largos períodos de tiempo. La idea original había sido utilizar esta tecnología para exploraciones espaciales demasiado prolongadas. A medida que el proyecto avanzaba, se hicieron otras sugerencias para su uso; por ejemplo, poner a una persona a dormir hasta que se descubriera la cura de una enfermedad en particular que dicho individuo estuviera padeciendo.

    El sujeto del primer experimento en humanos había sido un estudiante de posgrado, llamado Randy Rominski. Tanto él como otros ocho estudiantes respondieron a un anuncio que ofrecía mil dólares a quienes se ofrecieran a ser parte de

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