El origen de las cosas
Por Juan José Luna
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Juan José Luna
Juan José Luna (Tepic, 1973) es autor del libro de relatos 303 (2013), la novela Parecía que la empujaba el viento (2015) y del libro de ensayo How to Find Dylan, apuntes sobre lenguaje, literatura y teatro (2017).
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El origen de las cosas - Juan José Luna
Tepic
1983
Ese día salí de clases y me fui a casa. Caminé más lento que de costumbre. Me detuve a orinar en un lote baldío. Como ya tenía edad y plena conciencia de mis erecciones, aproveché el momento y la soledad para hacer lo propio. Segundos después, tomé una varita de los arbustos, salí del lote baldío y la arrastré por las paredes y canceles que me encontré en el camino. Algunos perros, exaltados por el golpeteo, querían amedrentarme con sus ladridos, cosa que no conseguían puesto a que yo sabía que no había modo de que salieran a morderme. Seguí con mi varita arrastrándola por paredes y canceles. Llegué a casa, tomé la varita con las dos manos, la quebré con la rodilla y la arrojé tan lejos como pude por el simple gusto de aventarla lejos.
Abrí la puerta. Mi madre estaba en la sala acostada sobre una colchoneta. Se acostaba boca arriba, flexionaba las piernas; las abrazaba, pegaba su frente a las rodillas y se mecía sobre su espalda. Nunca me acostumbré a verla así. Apenas entré, sentí un golpe de incienso en la nariz, un olor al que tampoco pude acostumbrarme. Me detuve en la sala y, mientras la veía ir y venir sobre su espalda, me dijo que por la tarde iríamos al circo con su amiga Sandra. Sandra era la madre de Rosa. Vi a mi madre mecerse por un momento. Sin decir nada, me fui a la recámara y me acosté en la cama para pensar en Rosa. Pasaría al menos una hora más antes de comer; para entonces, si el viento estaba a mi favor –en el sentido figurado y literal de la palabra–, el incienso ya se habría disipado.
Una hora después, cuando mi madre terminó de darse un baño –siempre lo hacía al concluir sus ejercicios–, me llamó a comer. Ese día el viento no estuvo a mi favor. Mientras comíamos, me volvió a decir que por la tarde, a las seis, iríamos al circo con su amiga Sandra. Mi madre acostumbraba salir de casa por las tardes, se arreglaba y volvía horas después. Pero nunca dedicaba tanto tiempo y cuidado a su arreglo como cuando salía con su amiga Sandra. Así le decía, cuando se refería a ella no la llamaba Sandra, sino mi amiga Sandra. Años después comprendí la razón: Sandra era la amiga rica.
Al terminar de comer, preparé la ropa que usaría más tarde. Limpié mis zapatos con un trapo mojado para ocultar los raspones, pero de poco servía: al secarse volvían a salir; cosa que no importaba tanto dado a que una cosa son zapatos sucios con raspones y otra, muy distinta, zapatos limpios con raspones. A las seis ya estaba listo, sentado en la sala, esperando a que Rosa y su madre llegaran por nosotros. Ahí, sentado con los raspones impecables, recordé que con el circo venía Rolando, el domador más guapo. Así lo anunciaban por toda la ciudad. Valoré la situación y concluí que esto no me favorecía. Si bien Rosa nunca se había fijado en mí, ahora, después de tener frente a ella a Rolando –que no sólo era guapo sino también valiente–, mis posibilidades menguarían dramáticamente. Las comparaciones serían irremediables. ¿Cómo rivalizar con un domador guapo, fuerte y famoso? (así era mi pensamiento a esa edad y, la verdad, a veces pienso que no ha cambiado mucho). Según yo, al cotejarme con el domador, mis flaquezas descollarían notablemente.
Por fin llegaron. Salí yo solo porque mi madre seguía frente al tocador. Abrí la puerta del carro y allí estaba ella, Rosa, sentada en el sillón trasero y con los ojos cerrados, fingiendo que dormía. Qué le costaba voltearme a ver. Me senté a su lado, saludé a la amiga Sandra y cerré la boca determinado a no abrirla en todo el camino. Minutos más tarde, mi madre llegó ofreciendo disculpas por la tardanza. Sus disculpas y justificaciones empezaron antes de abrir la puerta y concluyeron 800 metros más adelante. La amiga Sandra solo sonreía sin decir nada. 800 metros de disculpas son muchos metros, con 15 o 20 era suficiente.
Al cabo de un rato, Rosa abrió los ojos y asomó la cabeza por la ventana. El recorrido me pareció corto, cuando acordé, ya estábamos frente al circo. Un espectacular de Rolando nos daba la bienvenida. Rosa tomó su cámara y empezó a fotografiar lo que se le ponía enfrente. Mientras hacíamos fila para comprar los boletos, vio una efigie del domador, le entregó la cámara a su madre y corrió a su lado; lo abrazó, ladeó la cabeza y sonrió como si le estuvieran contando un chiste. Su madre y la mía me obligaron a ponerme junto a ellos para salir en la foto. Después de sendos empujones me puse a un costado de Rolando: ¡Flash! El tiempo detenido en un instante y para siempre, plasmando sobre plástico a dos niños al costado de una efigie de cartón. Entramos a la carpa. Antes de tomar asiento, mi madre compró palomitas y refrescos para todos. La amiga Sandra quiso pagar, mi madre se lo impidió.
El espectáculo empezó. Al cabo de un rato, llegó el momento que todos esperaban: apareció Rolando. Una capa blanca forrada de brillos plateados pendía desde sus hombros y lo cubría hasta los talones. Dio un par de vueltas en torno a la pista, y las niñas gritaron. Se quitó la capa, y las niñas gritaron. Volvió a dar dos vueltas a la pista, y volvieron a gritar. Tomó un látigo y entró a una jaula donde había tres leones. Tan pronto dio el primer latigazo, un león se le echó encima y enseguida otro. En segundos lo mataron a mordidas. La gente empezó a gritar y yo, no sé por qué, me empecé a reír. Como pudimos, en medio de empujones, gritos, llanto e histeria, llegamos al carro. Para entonces ya no me reía. Una vez que arrancamos, Rosa empezó a llorar frenéticamente y yo, no sé por qué, me volví a reír. Su madre me veía con extrañeza y la mía me preguntaba a gritos cuál era la gracia. Yo no podía responder por dos razones: una, porque la risa no me dejaba; y dos, porque ignoraba de qué me reía. Como asusté a Rosa, se pasó al sillón de enfrente, en medio de mi madre y la suya. Mi madre, como pudo, se dio la media vuelta para golpearme, pero me dolía más la panza por la risa que la cabeza por sus golpes. Al llegar a casa me reprendió severamente y mandó a dormir. En la cama, pensé que, al día siguiente, en clase, tenía una buena historia que contar.
La mañana siguiente, cuando mi madre me levantó para mandarme a la escuela, apenas la vi a los ojos, la risa apareció de nuevo, tan intensa como el día anterior. Tomó un cinturón y me golpeó tan fuerte como pudo. También dijo que se lo diría a mi padre cuando llegara. Si es que llega, pensé. Podían pasar días sin que mi padre apareciera en casa, y cuando llegaba mi comportamiento y el de mi madre era otro, hablábamos menos y los comentarios humorísticos desaparecían por completo.
Al llegar a la escuela, y para mi buena suerte, supe que sólo habíamos dos testigos de la tragedia de Rolando: fuimos famosos. Los compañeros querían que les contáramos todo a detalle una y otra vez. En mi caso, cada vez que la contaba, anexaba detalles de mi propia inspiración. Fueron días gloriosos en que algunos de mis compañeros, que nunca me hablaban, entusiasmados por mi relato, me invitaban a comer y a jugar a su casa donde me pedían que narrara la historia a sus padres y hermanos. Y yo, sin poder contener la dicha que me causaba acaparar su atención y sentirme escuchado de ese modo, retomaba la tragedia de Rolando, que cada vez se volvía más rica en detalles, producto de mi imaginación. Me dejaron de hablar cuando pasó el furor y jamás regresé a visitarlos.
Respecto a los leones, los sacrificaron, decía el periódico; y los tiraron a la basura, decía la gente.
1985
A un costado de mi casa había un terreno bardeado del tamaño de una cancha de fútbol donde había una cancha de fútbol. En el verano y hasta principios del ciclo escolar se instalaba una carpa de teatro ambulante que ofrecía un amplio repertorio para todo público. Durante una temporada conocí a Moisés, el hijo de una actriz, un niño actor que tenía mi edad, cosa que despertó mi asombro, curiosidad y respeto. Los niños, mis amigos y yo, éramos niños y ya. Pero éste no sólo era niño sino también actor, cómo no lo iba a admirar. Ya había visto niños actores, en el cine, ahora tenía a uno frente a mí.
El día que llegó el teatro subí al techo de mi casa, desde ahí