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Callejero
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Libro electrónico174 páginas2 horas

Callejero

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Información de este libro electrónico

En tiempos en que se habla de inteligencia emocional como un recurso para la convivencia armónica entre las personas vemos que algunos animales en general y los perros en particular parecen estar dotados de un don para ser y hacer felices a quienes los rodean. Y esto es porque les sobran atributos imprescindibles en las buenas relaciones interpersonales: son alegres, leales, muy divertidos y siempre están dispuestos a dar más de lo que reciben.

Pero además poseen dos cualidades muy raras en los seres humanos: son incondicionales y carecen de prejuicios.

En esta especie de "crónica canina" el autor se recrea en las increíbles aventuras y andanzas de su perro —criollo y callejero como casi todos—, en una emergente ciudad del altiplano boyacense y en tiempos de finales del siglo XX.

El protagonista de esta historia se convirtió en toda una celebridad en su barriada pues era airoso, gentil y valiente; además tenía los rasgos y el carisma de un labrador dorado y una inteligencia aguda que le ayudó más de una ocasión a salir de algún percance… Pero también ostentaba un espíritu libre y altivo que muchas veces lo llevó a meterse en problemas con sus congéneres caninos y humanos.

Como buen callejero tuvo sus dificultades y privaciones a través de su larga y azarosa vida, pero también alcanzó con plenitud el goce de la libertad al que incluso la mayoría de los seres humanos pareciéramos no tener derecho.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 may 2020
ISBN9781393500865
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    Callejero - Miguel Cundi

    Índice

    ___________________________________________

    Una Crónica Canina       

    Feo, Flaco y Feroz       

    El Macho Alfa       

    Un Pastor Rencoroso      

    Instinto Paterno       

    Una Amistad Insólita      

    Nuestro Paraíso Terrenal     

    La Montaña de los doce Pueblos 

    Luces de la Ciudad      

    Por Entre las Tiendas     

    Tiempos de Aguinaldos    

    Los Nuevos Vecinos     

    Fiebre de Boogaloo     

    Un Caso Perdido      

    En el Llano        

    Una Crónica Canina

    Desde que surgió la idea de escribir esta historia, no se me ocurrió otro título que el de la bella canción de Alberto Cortez, ya que este poema hecho música describe casi con detalle la azarosa vida de nuestro perro, como si el celebrado cantautor lo hubiera conocido personalmente, circunstancia absolutamente improbable por asuntos de tiempo, espacio y clara divergencia cultural. No obstante, la canción es tan apropiada para describir en treinta y dos versos el talante de nuestro héroe de barrio, que, me atrevo a decirlo: es como si el maestro Cortez la hubiera escrito para Tarzán, el protagonista de esta historia.

    Haciendo una somera consulta en Google, en Wikipedia y hasta en Youtube, como cualquier escolar o universitario de los tiempos que corren hoy día, obtuve unas pocas versiones sobre la inspiración y/o dedicatoria de la canción, ninguna confirmada, pero todas igualmente intrigantes y reveladoras.

    La más conocida es la de Fernando un perrito blanco que, errando por las calles de la ciudad, despertó en infinidad de corazones un hermoso sentimiento, según reza todavía en su epitafio en la lejana ciudad de Resistencia en Argentina. Y yo creo que su paso por este mundo en los años sesenta, hubiera merecido una novela o por lo menos un cuento largo: Fernando fue un perro sin dueño, muy culto y muy crítico, aficionado al cine, al teatro y la música sinfónica; pero también a la vida de barrio, a la buena comida y a las caricias de sus amigos humanos... Pero sobre todo al privilegiado ejercicio de transitar por este mundo haciendo lo que se le dio la gana, sin ataduras ni comodidades, o como dice la canción:

    Sin tener horario para hacer la siesta, ni rendirle cuentas al amanecer.

    Tarzán ostentaba un carácter casi opuesto al de Fernando, el mencionado perrito blanco de Resistencia, como se verá a lo largo de esta crónica, pero compartía con él lo que en mi opinión quiere resaltar la canción mencionada: el goce pleno de la libertad al que incluso la mayoría de los humanos pareciéramos ser ajenos.

    El presente escrito cabe dentro lo que podría denominarse crónica canina si cabe la expresión, porque lo que voy a relatar es estrictamente verídico ya que todo lo viví y lo presencié, con excepción del capítulo final para el cual recurrí a la evocación y al desvarío, además de algunos hechos y apartes que son contribución de mis padres y hermanos con los que compartí las experiencias de nuestra mascota.

    Fueron vivencias nítidas y placenteras que han permanecido por lo conmovedoras y emotivas en nuestras mentes y en nuestros corazones ––por lo menos en el de quien les habla––, después de más de cuarenta años... ¡Calculen ustedes!

    Y ya adentrándonos en el personaje, nuestro Tarzán —y este sentido de pertenencia aduce lo que la canción de Alberto Cortez plantea en los emotivos versos digo nuestro perro porque lo que amamos, lo consideramos nuestra propiedad—, digo que Tarzán era un enorme, robusto y saludable perro criollo guardián.

    Y no podía ser de otra forma en nuestro tiempo de infancia feliz en los años setenta del siglo pasado y en nuestro ámbito de barrio suburbano de una ciudad pequeña, casi perdida en un apacible valle de Los Andes, como era mi Sogamoso natal.

    Sí, Tarzán era criollo como la mayoría, pero no carecía de nobleza, en el mejor sentido de la palabra, pues tenía algunos rasgos y el carisma de un labrador dorado y una inteligencia aguda que le ayudó en más de una ocasión a salir de algún inesperado percance...

    Pero también ostentaba un espíritu libre y altivo que en más de una ocasión lo llevó a meterse en problemas con sus congéneres caninos y humanos.

    Y no quiero extenderme más en esta introducción pues eso es tema para la crónica que me apresto a relatar, con su sencilla pero inevitable dedicatoria:

    ––––––––

    Para Tarzán...

    Quien trajo felicidad y trascendencia a nuestra infancia.

    Feo, Flaco y Feroz

    Apareció un día no se sabe de dónde y su advenimiento a nuestro entorno familiar aconteció con todo el misterio y la expectativa de un suceso magno; como si él de antemano quisiera hacerse notar. Mi madre guardó un hermetismo obcecado sobre el origen de aquel perro tan particular y acaso esta circunstancia le otorgara mayor interés a las vivencias que habríamos compartir con él en un futuro cercano.

    Hacía apenas unas semanas habíamos perdido a nuestra más reciente mascota —en la casa nunca faltaba una––, pero no recuerdo ni su nombre ni los motivos de su ausencia pues el protagonista de la presente historia logró eclipsar a todos sus predecesores y a varios de los que vinieron después.

    Recuerdo que un día, después de que mis hermanos mayores llegaran de la escuela, mi mamá nos advirtió que a partir de la fecha teníamos absolutamente prohibido subir a la azotea salvo algún caso de urgencia y en todo caso por orden directa suya. Eso exaltó nuestra curiosidad y durante algún tiempo estuvimos muy intrigados sobre lo que podría contener la azotea.

    Para los que no vivieron aquellos tiempos, la azotea era lo mismo que la plancha, es decir, la placa de concreto que servía de techo a algunas casas, lo cual daba la posibilidad de construir en un futuro venturoso un segundo piso, como indiscutible muestra de prosperidad familiar para alardear ante los vecinos.

    Pero como a veces ese futuro venturoso tardaba en llegar, mientras tanto la azotea cumplía diversos usos: desde bodega de chécheres viejos y materiales de construcción, hasta huerta, jardín e incluso sitio de esparcimiento para tomar el sol en las mañanas, para asados ocasionales o para armar el pesebre en un cobertizo y rezar las novenas en diciembre.

    Como era de esperarse, la advertencia de mi mamá tuvo efectos en nuestra inquietud natural pero también en la economía familiar pues durante un tiempo la azotea cambió su uso general por el único y exclusivo de alojar al motivo de nuestra intriga.

    Pero, cuando una noche a hurtadillas la vimos mientras subía por las escaleras con una gran olla de mazamorra, supimos que lo que alojaba la azotea era un ser viviente, pero aún no estábamos seguros de que fuera nuestra nueva mascota, pues en ocasiones anteriores el arribo de los sucesivos perros que habían llegado a la casa siempre había sido un acontecimiento social y gran motivo de celebración.

    Nos extrañamos todavía más cuando mi mamá bajó las escaleras con la olla vacía y al verse descubierta, nos observó con su mirada intimidatoria y pronunció con severidad:

    ––¡Ya saben!

    Cruzamos miradas cómplices como casando de manera tácita una apuesta para ver quién sería capaz de develar el misterio, pero la omnipresencia materna en todos los rincones de la casa nos cohibió durante varios días, impidiendo cualquier actuación.

    Sin embargo, la ocasión fue propicia alguna tarde en que mi madre se había ido a hacer algunas diligencias y mis hermanos aprovecharon para salir a jugar a la calle sin invitarme; al verme solo, vencí por un instante mi habitual timidez y no pudiendo con la curiosidad me animé a subir las escaleras con la firme resolución de descubrir de una vez por todas cual era el asunto que nos traía de cabeza.

    Confiado, ascendí con parsimonia, escalón por escalón, pero a mitad de camino me sentí observado y al darme la vuelta vi que mis hermanos en pleno se apretujaban en el portón esperando con curiosidad y sonrisas mal disimuladas el desenlace de mi intrépida aventura.

    Ya no podía devolverme a riesgo de quedar como gallina ante mis hermanos, de manera que subí los escalones que me faltaban con paso decidido y abrí la puerta que daba a la azotea.

    El sol me dio en la cara apenas una fracción de segundo antes de ver el espectro de un animal extremadamente delgado y feroz, con el espinazo encorvado, los pelos del cogote erizados, la cabeza agazapada y los ojos echando fuego.

    Quedé paralizado ante su aspecto amenazante pensando en lo que diría mi mamá ante mi osadía, pero eso sería lo de menos si el animal se decidía a atacarme como me temía; de manera que cuando me pareció que se incorporaba hacia mí, cerré la puerta de un solo golpe y bajé raudo como alma que lleva el diablo. Apenas alcancé a balbucir el parte de novedad:

    —Sí, es un perro... ¡Pero está bastante feo!

    Ellos celebraron la hazaña entre risas al ver la palidez de mi semblante y hasta creo que alguno me dio una palmadita en la espalda, como felicitándome por la proeza.

    Me sorprendió la flacura extrema del animal, si se tiene en cuenta la gran cantidad de comida que mi madre subía todas las noches en la consabida olla, ya sin disimular, pero aún más me intimidó su terrible fiereza, no vista en nuestras otras mascotas, lo cual no le generaba muchas expectativas como compañero de juegos.

    Ya descubierto el asunto, éste no pasó a mayores y mi mamá se limitó a contarnos que el perro se lo habían regalado en el campo porque era muy agresivo y comía demasiado, por lo cual sus dueños ya no podían mantenerlo en su finca.

    Conociendo a mi mamá nos imaginamos que ella lo había recibido con la única intención de reeducarlo y de paso purgarlo para corregir su desordenada nutrición. No sabemos cómo hizo, ni lo uno ni lo otro, pero los resultados se vieron al poco tiempo.

    Unas semanas después cuando el carácter de nuestra nueva mascota se suavizó lo suficiente para que mi mamá considerara que no había peligro en enviar a sus retoños a alimentarlo, eso sí, casi invariablemente como castigo por alguna falta a su régimen.

    Ya he mencionado que yo era bastante tímido en aquellos tiempos, pero eso no evitó que al igual que mis otros hermanos más avezados, también incurriera en alguna falta y me hiciera acreedor del castigo de marras.

    En tal ocasión subí las escaleras sin chistar palabra con la olla de la sopa bajo la mirada severa de mi madre; cuando abrí la puerta el perro estaba recostado sobre su cubil; se incorporó y se quedó mirándome como si recordara nuestro primer encuentro, pero no con su característico gesto amenazante sino más bien con un brillo de desdén en los ojos; ya no escuálido y tieso, como hacía unos meses, sino bastante corpulento y saludable.

    Incluso me pareció que se sonreía cuando dirigí una mirada vacilante entre la soga que lo ataba a su recinto y el gran platón esmaltado que le servía de comedero, calculando si la longitud de la soga alcanzaba para que el perro pudiera llegar al platón y por ende a mi frágil humanidad.

    Cuando sospeché que la soga sí alcanzaba, me quedé unos momentos sopesando cómo cumplir mi tarea sin exponerme a un posible ataque; pero mi madre, impaciente como siempre, exclamó desde abajo:

    ––¿Qué pasó Miguel Ángel?

    Yo quedé mudo ante su aprensión, pero más aún ante la aparente calma del animal... Hasta que encontré la solución en un rincón de la azotea, fuera del alcance de sus temibles fauces: una escoba vieja y gastada que había sido abandonada allí quien sabe desde cuándo.

    Tomando precauciones innecesarias, fui hasta el rincón, tomé la escoba y con el cabo deshecho arrastré el platón hacia mí hasta que consideré que quedaría a salvo; deposité el contenido de la olla en el platón y con el mismo cabo lo empujé hacia su ubicación original.

    Durante todo este tiempo no perdí de vista al animal ni un instante y él observó con calma cada uno de mis movimientos con una extraña mezcla de fingido asombro y burla manifiesta.

    Con la clara intención de desquitarme lo miré con la mayor altivez que le fue posible a mis escasos cinco años de edad, pero él se limitó a bostezar sonora y significativamente mostrándome, como quien no quiere la cosa, su blanca y poderosa dentadura.

    A todas estas, me pregunté una vez más cómo hizo mi mamá para mejorar de manera tan notable las condiciones físicas y de comportamiento de aquel perro después del lamentable e inquietante estado en que lo vi la primera vez; pero el insistente llamado de ella desde el primer piso me volvió a la realidad...

    Poco después mi madre decidió dejar al perro libre de ataduras en la azotea, luego de que éste había logrado destrozar los lazos cada vez más fuertes con que lo amarraban e incluso había quebrado por la mitad una fuerte cadena de hierro que lo ataba.

    Pero esta concesión le costó a ella un fuerte disgusto y al perro su primer amargo aprendizaje, pues al verse liberado lo primero que se le ocurrió fue saltar desde la azotea al solar, entrar furtivamente por la cocina, empinarse sobre el mesón y voltear la cantina de aluminio donde se guardaban los seis litros de leche para abastecer a diario a la familia.

    Cuando escuchamos el estruendo corrimos todos a la cocina y allí pudimos ver estupefactos al enorme perro sorbiendo con deleite cada pozo de leche que había quedado en el piso.

    No se puede negar que a pesar de

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