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Las madres
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Libro electrónico350 páginas6 horas

Las madres

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En la conservadora comunidad de Oceandrive hay un grupo de mujeres que se reúnen en torno a la iglesia de Upper Room a contar los chismes del pueblo: tres jóvenes, Nadia, Luke y Aubrey se enredan en un triángulo amoroso.
Narrada a múltiples voces y con una fascinante prosa lírica, la historia es una mezcla de secretos, amistad, traición y muerte que marca el paso de la adolescencia a la adultez, con el sinsabor de una pregunta molesta: ¿y si hubiera tomado otra decisión?
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento15 nov 2017
ISBN9786075273754
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    Las madres - Brit Bennett

    Para mamá, papá, Brianna y Jynna

    UNO

    Al principio no lo creímos, porque ya saben lo chismosa que puede ser la gente de la iglesia.

    Como la vez que todas pensamos que John Primero, el ujier principal, estaba engañando a su esposa porque Betty, la secretaria del pastor, lo sorprendió acaramelado con otra mujer a la hora del almuerzo. Una mujer muy joven y vestida a la moda, además; que meneaba las caderas al caminar y que no tenía reparo alguno de hacerlo frente a un hombre que llevaba cuarenta años casado. Una puede entender que el marido le sea infiel alguna vez, pero encontrarlo en la terraza de un café, engatusando a una jovencita entre croissants con mantequilla, eso es una cosa muy distinta. Pero antes de que pudiéramos reprenderlo, John Primero se presentó el domingo en la Iglesia del Cenáculo en compañía de su esposa y de la joven meneadora de caderas, que resultó ser su sobrina nieta, de Fort Worth, y ahí acabó el asunto.

    Así que, al principio, cuando recién nos enteramos del secreto, pensamos que seguramente se trataba de otro chisme; aunque hay que admitir que había algo diferente en este. Tenía un sabor distinto. Porque todos los secretos interesantes te dejan un sabor en la boca antes de llegar a contarlos; y tal vez, si nos hubiéramos tomado un minuto para degustar éste, habríamos notado la acidez que desprenden los secretos verdes, los que aún no están maduros pues han sido arrancados, robados y compartidos antes de tiempo. Pero no lo hicimos. Y propagamos este secreto agrio, un secreto que comenzó la primavera aquella en que Nadia Turner quedó preñada del hijo del pastor y fue a la clínica de abortos del centro a encargarse del asunto.

    En ese entonces ella tenía diecisiete años. Vivía con su padre, un marine, y sin su madre, que se había suicidado seis meses antes. Se había ganado una mala reputación desde la muerte de su madre: era joven, estaba asustada y trataba de ocultar el miedo que sentía desplegando su belleza. Porque era muy bonita; hermosa incluso, con esa piel ambarina, el cabello largo y sedoso, y los ojos que cambiaban de color: marrones, grises, dorados. Como la mayor parte de las chicas descubren en algún momento, ella ya se había dado cuenta de que la belleza te expone y al mismo tiempo te oculta y, al igual que todas ellas, aún no comprendía la diferencia. Así que nos enterábamos de sus escapadas al otro lado de la frontera, a los clubes nocturnos de Tijuana, y nos enterábamos también de la botella de agua rellena con vodka que llevaba a diario a la preparatoria de Oceanside, y de los sábados que pasaba cerca de la base militar, jugando billar con los marines, veladas en las que a menudo terminaba con los talones apoyados en la ventanilla empañada del auto de algún fulano. Puros cuentos tal vez, aunque había algo que sí nos constaba: que se pasó el último año de la preparatoria revolcándose en la cama de Luke Sheppard, y que para cuando llegó la primavera, ya tenía al bebé de Luke creciendo dentro de ella.

    Luke Sheppard era mesero en La Cabaña de Mariscos del Gordo Charlie, un restaurante ubicado en el muelle, de gran ambiente familiar y en donde se ofrecían platillos frescos y música en vivo. O al menos eso era lo que el anuncio publicado en el San Diego Union-Tribune presumía, si eras lo bastante idiota para creértelo. Porque si llevabas algún tiempo viviendo en Oceanside ya sabías que los mentados «platillos frescos» más bien consistían en pescado y papas fritas del día anterior, recocidos bajo lámparas calefactoras, y que la música en vivo —cuando de hecho había alguna música en el local— generalmente era producida por una caterva de adolescentes vestidos con jeans rotos y labios perforados con alfileres de gancho. Nadia Turner también sabía otras cosas del restaurante del Gordo Charlie; cosas que no tenían cabida en un anuncio de periódico, como el hecho de que los nachos con queso de Charlie fueran un excelente bocadillo para bajarte la borrachera, o que el jefe de cocineros vendía la mejor marihuana de este lado de la frontera. Sabía también que, en el interior del local, justo encima de la barra, colgaban varios salvavidas amarillos, de modo que los tres meseros negros, hacia el final de sus larguísimas jornadas, bromeaban con que el antro no era otra cosa que un barco negrero. Sabía un montón de cosas sobre aquel restaurante porque Luke se las había contado.

    —¿Qué tal están las barritas de pescado?

    —Aguadas como la mierda.

    —¿Y la pasta de mariscos?

    —Ni se te ocurra pedirla.

    —¿Qué tiene de malo la pasta?

    —¿Sabes cómo hacen esa porquería? Agarran un poco de pescado, que lleva ahí quien sabe cuánto tiempo, y lo usan para rellenar ravioles.

    —Bien, entonces sólo quiero pan.

    —Si no te lo acabas, se lo serviremos a otro cliente. Así que estás a punto de comer el pan de un cabrón que se pasó todo el día rascándose las pelotas.

    Aquel invierno, el mismo durante el cual la madre de Nadia se suicidó, Luke la salvó de ordenar los bocados de cangrejo (imitación de cangrejo sofrito en manteca de cerdo). En esa época, Nadia había tomado la costumbre de irse a vagar al terminar la escuela: se subía a cualquier autobús y se bajaba en donde fuera que la dejaran. A veces se dirigía hacia el Este, hacia la base de Camp Pendleton, donde se metía al cine a ver una película, jugaba a los bolos en el Stars and Strikes o echaba una partida de billar con los marines. Los más jóvenes eran a menudo los que más solos se sentían, de modo que Nadia siempre se las arreglaba para toparse con alguna manada de marineros rasos, todos ellos incómodos con sus cabezas rapadas y sus enormes botas, y normalmente terminaba besuqueándose con alguno de ellos hasta que le daban ganas de llorar. Otras veces se dirigía hacia el Norte, más allá de la Iglesia del Cenáculo, en donde la costa se convertía en una frontera. Al Sur se encontraban otras playas, mejores playas, playas con arena tan blanca como la gente que se asoleaba en ellas; playas con malecones, alamedas y montañas rusas; playas con portales y rejas. Al Oeste no podía dirigirse. Al Oeste estaba el océano.

    Y así, a bordo de aquellos autobuses, Nadia se alejaba de su antigua vida, en la cual solía entretenerse con sus amigas en el estacionamiento de la escuela, al terminar las clases, para matar el tiempo hasta que comenzaban las lecciones de manejo; a veces también trepaban a las gradas del campo para mirar los entrenamientos del equipo de futbol o conducían en caravana hasta el In-N-Out. En ese entonces, Nadia también se entretenía trabajando en la juguería Jojo’s y tonteando con sus compañeros; bailaba en torno a las fogatas y no dudaba en encaramarse a la escollera si alguien la retaba a hacerlo, pues siempre fingía ser temeraria. Le sorprendía mucho darse cuenta de lo sola que había estado realmente en ese entonces. Sus días transcurrían como si ella fuera una especie de bastón de porrista que pasaba de mano en mano: su profesor de cálculo se la entregaba a la maestra de español, y ésta a la de química; de ahí pasaba a manos de sus amigos para luego volver a casa con sus padres. Y entonces, un buen día, la mano de su madre había dejado de estar ahí y Nadia había caído al piso en medio de un gran estrépito.

    Ahora no soportaba a nadie: ni a sus maestros, que le disculpaban las tareas atrasadas con pacientes sonrisas; ni a sus amigas, que dejaban de reír cuando ella se sentaba en la mesa durante el almuerzo, como si pudiera sentirse ofendida por la felicidad que las demás demostraban. En la clase avanzada de ciencias políticas, cuando el señor Thomas pedía que trabajaran en parejas, sus amigas se apresuraban a elegirse unas a otras, y a Nadia no le quedaba más remedio que trabajar con la otra alumna solitaria y sin amigos que había en aquella clase: Aubrey Evans, la chica que se escapaba de la escuela para asistir a las reuniones del Club Cristiano a la hora del almuerzo, no tanto para inflar su currículum de ingreso a la universidad (ni siquiera alzó la mano cuando el señor Thomas preguntó quiénes habían enviado solicitudes) sino porque verdaderamente pensaba que Dios vería con buenos ojos que ella pasara su única hora libre encerrada en un salón de clases, planificando la entrega de víveres enlatados a los pobres. Aubrey Evans, que usaba un discreto «anillo de pureza» al que daba vueltas en su dedo cuando tomaba la palabra en clase; que siempre llegaba sola a la Iglesia del Cenáculo, seguramente porque era la pobre hija piadosa de una pareja de fervientes ateos a quienes la chica trataba con todas sus fuerzas de encaminar hacia la luz. Después de aquella primera vez que trabajaron juntas, Aubrey se había acercado a Nadia y, en voz baja, le había dicho:

    —Sólo quiero decirte que lo siento mucho. Todos hemos estado rezando por ti.

    Parecía sincera, pero, ¿qué importaba? Nadia no había regresado a la iglesia desde el funeral de su madre. Ahora prefería los autobuses. Una tarde, tomó uno que se dirigía hacia el centro, y descendió justo enfrente del Hanky Panky. Estaba segura de que alguien le impediría el ingreso al antro —se veía aún más aniñada con su mochila al hombro— pero el portero, que se hallaba sentado en un banquillo junto a la entrada, apenas alzó la mirada de su teléfono cuando ella se escabulló hacia dentro. Eran las tres de la tarde de un jueves y el club de striptease estaba muerto; las mesas vacías languidecían bajo las luces del escenario. Las ventanas estaban cubiertas con persianas negras que bloqueaban la luz del sol y, en aquella oscuridad artificial, un puñado de hombres blancos y gordos, arrellanados sobre sus asientos, con las viseras de sus gorras de béisbol encasquetadas hasta las cejas, contemplaban el escenario. Una chica de carnes fofas y blancas bailaba bajo los reflectores; sus pechos se bamboleaban como péndulos.

    Una podía estar sola con su dolor, en la oscuridad de aquel antro. Su padre se había entregado por completo a la Iglesia del Cenáculo. Asistía a los dos oficios dominicales, al estudio bíblico de los miércoles por la noche y a los ensayos vespertinos del coro de la iglesia, los jueves; a pesar de que ni siquiera sabía cantar y de que los ensayos eran sólo para los miembros del coro, pero nadie tenía corazón para echarlo de ahí. Su padre exhibía su tristeza sobre las bancas de la iglesia, pero ella lo hacía en sitios en donde nadie podía verla. El cantinero se encogía de hombros cuando ella sacaba su identificación falsa y le preparaba rones con Coca-Cola que ella bebía sentada en los rincones más oscuros, mientras contemplaba los cuerpos maltrechos de las mujeres girando en el escenario. Aquellas bailarinas no eran jóvenes ni delgadas —el club se reservaba a las más atractivas para los espectáculos nocturnos y los fines de semana— sino mujeres maduras que bailaban pensando en la lista del supermercado y la crianza de los hijos, con cuerpos estriados y marcados por la edad. A su madre le habría horrorizado aquello —¡su hija, en un club de striptease, y a plena luz del día!—, pero a pesar de ello Nadia seguía yendo al antro y bebía con morosidad los tragos rebajados con agua que le servían. Durante su tercera visita, un viejo negro tomó asiento junto a ella. Llevaba puesta una camisa de cuadros rojos y un par de tirantes; mechones de cabello gris escapaban del borde de su gorra, decorada con el logotipo de la tienda Pacific Coast Bait & Tackle.

    —¿Qué te tomas? —preguntó el hombre.

    —¿Lo mismo que tú? —respondió ella.

    El hombre soltó una carcajada.

    —Nah. Esto es para hombres de verdad, no para cositas lindas como tú. Te pediré algo dulce, ¿quieres, cariño? Tienes cara de ser una golosa…

    El hombre sonrió y deslizó su mano sobre el muslo de Nadia. Sus uñas, demasiado largas y ennegrecidas, se enroscaron en torno a la tela de sus jeans. Pero antes de que Nadia pudiera apartarse, una mujer negra de unos cuarenta años de edad, vestida con una combinación de sostén y tanga magentas, salpicados de brillantina, se acercó a la mesa. Su vientre estaba surcado de estrías marrones que parecían las rayas de un tigre.

    —¡Deja a la chica en paz, Lester! —le ordenó al hombre. Luego se volvió hacia Nadia y añadió—: Ven, vamos a que te refresques.

    —Oye, Cici, sólo estaba platicando con ella —rezongó el viejo.

    —Ay, por favor —respondió la mujer—. Esa niña tiene menos años que el reloj que llevas en la muñeca.

    La mujer condujo a Nadia hacia la barra del bar y tiró lo que quedaba de su bebida al lavabo. Se puso entonces un abrigo blanco y le hizo un gesto a Nadia para que la siguiera al exterior. Bajo el cielo gris pizarra, la ordinaria fachada del Hanky Panky lucía aún más deprimente. Dos chicas blancas fumaban a unos cuantos metros de la entrada, y ambas alzaron una mano cuando Cici y Nadia salieron a la calle. Cici les devolvió el lánguido saludo y encendió un cigarrillo.

    —Tienes una cara muy bonita —dijo Cici—. Esos ojos, ¿son de verdad? ¿Eres mestiza?

    —No —respondió Nadia—. Digo, sí son mis ojos de verdad, pero no soy mestiza.

    —A mí me lo pareces —Cici volvió la cabeza para expulsar una bocanada de humo—. ¿Te escapaste de tu casa? Ay, no me veas así. No voy a acusarte. Todo el tiempo llegan aquí muchachas como tú, buscando ganarse algún dinerillo. No es legal, pero a Bernie no le importa. Bernie te dará oportunidad de subir al escenario, para ver qué puedes hacer. Pero no esperes que nadie aquí te dé la bienvenida, ¿eh? Si de por sí ya es una joda andarse peleando por las propinas con esas golfas rubias… ¡Ja! ¡Vas a ver la que se arma cuando las chicas vean ese culito estelar que te cargas!

    —No quiero bailar —dijo Nadia.

    —Bueno, pues entonces no sé qué es lo que estás buscando, pero aquí no lo vas a encontrar —Cici se inclinó hacia ella—. ¿No sabes que tienes ojos transparentes? Puedo ver a través de ellos, y es pura tristeza lo que hay del otro lado —metió la mano en su bolso y sacó un puñado de arrugados billetes de un dólar—. Éste no es lugar para ti. Vete a donde el Gordo Charlie y cómprate algo de comer. Anda.

    Nadia vaciló, pero Cici colocó los billetes sobre la palma de su mano y dobló sus dedos para formar un puño. Tal vez podría dedicarse a hacer eso: fingir que era una huérfana fugitiva; tal vez en el fondo sí lo era, de cierta manera. Su padre nunca le preguntaba en dónde había estado. Nadia llegaba a casa de noche y encontraba a su padre tumbado en su sillón reclinable, viendo la televisión con las luces apagadas. Siempre la miraba con sorpresa cuando ella abría la puerta de la casa, como si no se hubiera dado cuenta hasta entonces de que Nadia seguía en la calle.

    En el interior del restaurante del Gordo Charlie, Nadia se encontraba sentada en un reservado al fondo del local, hojeando el menú, cuando Luke Sheppard salió de la cocina, vistiendo un delantal blanco amarrado a las caderas y una playera negra con el logo del Gordo Charlie cubriendo su musculoso pecho. Se veía tan guapo como ella lo recordaba, cuando ambos asistían a la escuela dominical, sólo que ahora Luke era un hombre: tenía la piel bronceada, los hombros muy anchos y la quijada bien definida y cubierta por una barba incipiente. Y ahora también cojeaba, apoyándose un poco más en la pierna izquierda, pero aquella renquera, aquel paso disparejo y la ternura que le provocaban sólo incrementaron su deseo. Su madre había muerto un mes antes y Nadia se sentía atraída hacia cualquier persona que exhibía su dolor por fuera, justamente porque ella era incapaz de hacerlo. Ni siquiera había llorado en el funeral de su madre. Durante el ágape, una procesión de gente le había comentado lo bien que se lo estaba tomando, y su padre le había pasado un brazo por los hombros. Él se había pasado todo el oficio encorvado sobre el banco de la iglesia, sacudiendo los hombros a causa del llanto, un llanto muy silencioso y muy masculino, pero llanto a fin de cuentas, y por primera vez en su vida, Nadia se preguntó si acaso no sería ella más fuerte que él.

    Una herida interior supuestamente debe permanecer escondida en el interior. Qué raro sería lastimarse por fuera, producirse una herida que no pudiera ocultarse. Se puso a juguetear con la solapa del menú, en lo que Luke llegaba cojeando hasta su mesa. Ella y toda la feligresía del Cenáculo habían presenciado cómo la prometedora carrera de Luke Sheppard llegaba a su fin, durante su segunda temporada como jugador de futbol colegial. Una rutinaria patada de salida, una mala tacleada y su pierna terminó rota, con el hueso salido cortando limpiamente la piel. Los comentaristas del partido dijeron que Luke sería muy afortunado si acaso volvía a caminar bien de nuevo, por no decir que jamás volvería a recibir ni un solo pase, y nadie se sorprendió cuando la universidad de San Diego le retiró la beca. Pero Nadia no había visto a Luke desde su salida del hospital, y en su cabeza él aún seguía tumbado en una camilla, rodeado de enfermeras cariñosas y con la pierna levantada y enyesada, apuntando hacia el techo.

    —¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó Nadia.

    —Aquí trabajo —respondió él, con una carcajada, aunque su risa sonó algo áspera, como una silla súbitamente arrastrada por el suelo—. ¿Cómo has estado?

    Evitó mirarla y empezó a pasar las hojas de su bloc de notas, por lo que Nadia concluyó que estaba al tanto del suicidio de su madre.

    —Tengo hambre —respondió.

    —¿Así es como has estado? ¿Con hambre?

    —¿Puedo ordenar los bocados de cangrejo?

    —Será mejor que no lo hagas —guio su dedo a través del menú plastificado hasta llegar a los nachos—. Mira, mejor prueba esto.

    La mano de Luke envolvía suavemente la suya, como si estuviera enseñándole a leer, guiando su dedo hasta posarse debajo de una serie de palabras desconocidas. Siempre la hacía sentir insoportablemente infantil, como dos días más tarde, cuando ella volvió a sentarse en una de las mesas de Luke y trató de pedirle un coctel margarita. Él soltó una carcajada y se puso a examinar la identificación falsa de Nadia.

    —¡Venga! —exclamó—. ¿Qué no tienes como doce años?

    Ella entornó los ojos.

    —Vete al carajo —le dijo—. Tengo diecisiete.

    Y lo dijo de una manera tan altiva que él volvió a reírse. Pero incluso aunque hubiera tenido dieciocho años cumplidos —lo que no sucedería sino hasta finales de agosto—, él la habría encontrado demasiado joven para él. Aún estudiaba la preparatoria. Y él tenía veintidós años y ya había estado en la universidad; en una universidad de verdad, no en el instituto tecnológico local, en donde todo el mundo haraganeaba un par de meses después de graduarse y antes de ponerse a buscar trabajo. Ella había solicitado su ingreso a cinco universidades y aguardaba las respuestas, por lo que procedió a interrogar a Luke sobre la vida universitaria; quería saber, por ejemplo, si las duchas de los dormitorios estaban siempre tan asquerosas como ella se lo imaginaba, o si realmente la gente colocaba calcetines en las perillas de las puertas cuando quería algo de privacidad. Él le contó sobre las carreras en calzoncillos y las fiestas de espuma, y le explicó cómo sacarle mayor provecho a su plan de alimentación y cómo fingir que tenías problemas de aprendizaje para obtener una prórroga durante los exámenes. Conocía muchas cosas, y por supuesto, a muchas chicas. Chicas universitarias, que asistían a clase en zapatillas de tacón alto, no en zapatos deportivos, y que llevaban bolsos en vez de mochilas, y que pasaban las vacaciones de verano haciendo prácticas en empresas como Qualcomm o el Banco de California, y no en una vil juguería sobre el muelle. Nadia quería ser una de esas chicas universitarias sofisticadas. Se imaginaba a Luke conduciendo para ir a visitarla o, en caso de que la aceptaran en una universidad en otro estado, tomando un avión para pasar las vacaciones de primavera con ella. Seguramente se reiría de ella, si acaso llegaba a enterarse del papel que ella le asignaba en su vida. A menudo se burlaba de ella, como cuando Nadia comenzó a hacer su tarea en el restaurante del Gordo Charlie.

    —¡Mierda! —exclamó, tras hojear el libro de cálculo de Nadia—. Eres una nerd.

    En realidad no lo era, simplemente se le facilitaba aprender. (Su madre también la fastidiaba un poco con ello: «Qué lindo ser así», decía, cuando Nadia le mostraba un examen aprobado con excelencia, para el que sólo había estudiado una noche antes.) Pensó que los cursos avanzados que tomaba en la preparatoria ahuyentarían a Luke, pero a él le gustaba que ella fuera lista. «Mira a esta chica», les decía a los meseros que pasaban, «será la primera presidente negra, ya verás». A todas las chicas negras ligeramente sobresalientes les decían lo mismo. Pero a ella le gustaba que Luke la presumiera ante sus compañeros, y le gustaba aún más cuando él la molestaba por ser tan estudiosa. No la trataba como todo el mundo en la escuela: bien rehuyéndola, o bien hablándole como si fuera una cosita frágil que cualquier palabra brusca pudiera quebrar.

    Una noche de febrero, Luke la llevó a su casa en su camioneta y ella lo invitó a pasar. Su padre estaría fuera todo el fin de semana, en un retiro de la iglesia, y la casa se hallaba a oscuras y en silencio cuando llegaron. Ella quiso prepararle un trago a Luke —es lo que hacían las mujeres de las películas, ofrecerle al hombre un vaso achaparrado, lleno de algún líquido oscuro y masculino— pero la vitrina de cristal de la sala brillaba a la luz de la luna completamente vacía de botellas de licor; y Luke la acorraló contra la pared y la besó. Nadia no le dijo que aquella era su primera vez, aunque él se dio cuenta. Tres veces le preguntó en la cama si quería que se detuviera, y las tres veces ella dijo que no. El sexo dolía, pero ella quería sentirlo. Quería que Luke fuera su herida exterior.

    Para cuando llegó la primavera, Nadia ya sabía a qué hora salía Luke del trabajo y cuando podía quedarse de ver con él, en el rincón más alejado del estacionamiento, donde dos personas podían estar solas un rato. Sabía cuándo eran sus noches libres, noches en las que ella aguardaba el ruido que hacía su camioneta al avanzar lentamente por la calle; noches en las que se escabullía de puntillas frente a la puerta cerrada de la habitación de su padre. Sabía cuáles eran los días en los que Luke entraba a trabajar más tarde, días en que metía a Luke a hurtadillas, antes de que su padre llegara a casa del trabajo. Sabía también que la playera con el logo del Gordo Charlie que Luke usaba era una talla más chica, porque eso le ayudaba con las propinas. Y que cuando él se sentaba en el borde de la cama sin decir nada era porque le angustiaba la extenuante jornada que le esperaba, así que ella tampoco le decía nada; se limitaba a quitarle aquella playera demasiado ajustada y acariciaba con sus manos la vastedad de aquellos hombros anchos. Sabía que estar de pie durante tantas horas hacía que la pierna le doliera, muchísimo más de lo que él estaba dispuesto a admitir, y a veces, mientras dormía a su lado, ella contemplaba la delgada cicatriz que ascendía hasta su rodilla. Los huesos, como todo en este mundo, eran fuertes hasta que ya no.

    También sabía que el restaurante del Gordo Charlie estaba siempre vacío entre el almuerzo y la hora feliz; y cuando el resultado de la prueba de embarazo resultó positivo, tomó un autobús para ir a contárselo a Luke.

    Lo primero que él dijo fue:

    —Mierda.

    Y luego:

    —¿Estás segura?

    Y luego:

    —¿Segura, completamente segura?

    Y finalmente:

    —Mierda.

    En el interior del restaurante vacío, Nadia ahogó sus papas fritas en una alberca de cátsup, hasta que quedaron todas blandas y aguadas. Por supuesto que estaba segura. No habría ido hasta allá a preocuparlo en balde, si no estuviera completamente segura. Durante varios días le ordenó a su cuerpo que sangrara, rogando que apareciera un hilillo de sangre, aunque fuera una sola gota, pero lo único que obtuvo fue la blancura impecable de sus pantaletas. Así que, esa misma mañana, había tomado un autobús que la condujo al centro de ayuda para embarazadas, ubicado a las afueras de la ciudad: un edificio gris de una sola planta que se levantaba en el centro de una plaza comercial. En el vestíbulo, una hilera de plantas artificiales ocultaba casi por completo a la recepcionista, quien dirigió a Nadia hacia la sala de espera. Allí se unió a un grupo de chicas negras que ni siquiera alzaron la mirada cuando ella tomó asiento, entre una muchacha rellenita que mascaba chicle y hacía bombas de color morado, y una chica vestida con un overol recortado que jugaba Tetris en su teléfono. Una rolliza consejera blanca, llamada Dolores, condujo a Nadia hacia la parte posterior, donde ambas se apretujaron en el interior de un cubículo tan estrecho que las rodillas de ambas chocaban.

    —Y, bueno, ¿tienes alguna razón para creer que puedas estar embarazada? —le preguntó Dolores.

    Llevaba puesto un abultado suéter gris, cuyo frente estaba cubierto de borreguitos de algodón. Hablaba como una maestra de kínder: sonreía mucho y remataba sus frases con un ligero tono cantarín. Seguramente pensaba que Nadia era una idiota: otra chica negra demasiado tonta como para exigirle al novio que usara condón. Pero habían usado condones, casi todas las veces, y Nadia estaba furiosa consigo misma por la confianza que había sentido respecto a la manera generalmente segura en que tenían relaciones. Se suponía que ella era la lista. Se suponía que ella entendía que bastaba un solo error para que su futuro le fuera arrebatado. Había conocido chicas que quedaron embarazadas. Las había visto bambolearse por los pasillos de la escuela, con camisetas demasiado apretadas y sudaderas contra las que se marcaban sus vientres. Nunca vio a los chicos que las habían puesto en esa situación —sus nombres estaban envueltos en un halo de misterio, tan tenue como el rumor mismo— pero no podía dejar de ver a las chicas, que cada vez se iban poniendo más gordas y más radiantes ante sus ojos. Ella, más que nadie, tendría que haberlo prevenido. Ella misma había sido el error de su madre.

    Luke estaba sentado del otro lado de la mesa y flexionaba sus dedos como solía hacerlo cuando se encontraba en la banca durante los partidos. Durante su primer año en la preparatoria, Nadia pasó más tiempo mirándolo a él que al resto del equipo. Siempre se preguntó cómo se sentirían las caricias de aquellas manos.

    —Pensé que tenías hambre —dijo él.

    Ella arrojó la papa frita que sostenía de vuelta a la pila. No había comido nada en todo el día: tenía un gusto salado en la boca, el mismo que siempre sentía antes de vomitar. Se quitó las sandalias y alzó sus pies desnudos y los recostó contra el muslo de Luke.

    —Me siento fatal —le dijo.

    —¿Quieres otra cosa?

    —No sé.

    Él comenzó a levantarse del asiento.

    —Deja que te traiga algo más…

    —No puedo tenerlo —dijo Nadia.

    Luke se detuvo, sin incorporarse del todo.

    —¿Qué?

    —No puedo tener un bebé —respondió ella—. No puedo ser la maldita madre de nadie, tengo que ir a la universidad y mi papá me va a…

    No se atrevió a decir en voz alta lo que quería hacer —la palabra «aborto»

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